CHILE: CLIMA POLÍTICO

Los síntomas se suceden uno tras otro, escándalos financieros que como una gélida onda Polar envuelve todo en una atmósfera de contaminación y pestilencia, a lo que se suma las protestas estudiantiles que manifiestan el malestar no solo de jóvenes sino de académicos y apoderados con el actual estado de cosas; además, de protestas ciudadanas ante la aprobación de la construcción de represas que amenazan el medioambiente.

Tras décadas de pasividad y desmovilización, los chilenos comienzan a expresar su disconformidad con el gobierno, la clase política, las instituciones y la sociedad en que viven.

Es todavía demasiado prematuro como para intentar explicar lo que está ocurriendo, pero parece claro que no se trata de hechos de carácter meramente episódico. Asistimos a un hastío grave de las nuevas generaciones respecto al Chile de hoy. En una primera mirada habría que consignar que durante décadas las elites criollas se han ocupado de modernizar el aparato tecno-económico del país, buscando eficiencia y rentabilidad y han aplicado —hoy más que nunca— la misma lógica a las cuestiones de gobierno.

Sin embargo, bien sabemos, el orden político obedece a otros vectores que lo orientan, la justicia social, la igualdad, la legitimidad, por ejemplo. Así, mientras la rueda tecno-económica ha girado aceleradamente, el eje de lo político ha permanecido casi inmóvil, de suerte que vivimos un orden institucional anacrónico, injusto y, en el límite, no compatible con el concepto mismo de democracia.

En pocas palabras, todo el ímpetu tecno-económico contrasta con un orden político fosilizado en una constitución extemporánea.

A esta contradicción hay que agregar aquella que se verifica entre un clima cultural que exalta la realización individual y un orden institucional coercitivo y moralista.
El resultado de varias décadas de este diseño que ha pretendido conjugar la herencia pos autoritaria con una sociedad de consumidores no puede sino reeditar una suerte de  “modernidad oligárquica” en pleno siglo XXI,

Un mínimo de sensatez (y de patriotismo) exige plantear reformas profundas al orden político vigente. Estamos llegando al punto de que la constitución escrita por la mano del dictador resulta inaceptable desde el punto de vista político, y práctico. Si la constitución de 1925 puso fin al régimen oligárquico que siguió a la guerra civil de 1891, es hora de poner fin, con una nueva carta constitucional, a esta democracia autoritaria instituida por una derecha extrema y defendida hasta la fecha por los sectores privilegiados,

Es tiempo de avanzar hacia una sociedad democrática robusta, en la que las grandes cuestiones no se resuelvan entre cuatro paredes; una sociedad en que todos participen de las riquezas acumuladas mediante salarios y pensiones dignas. Una sociedad donde el derecho a una educación  y una salud de calidad y gratuitas sean, efectivamente, un derecho y no una utopía.

Los miles de chilenos que llenan las calles y que son tratados como delincuentes por los medios, el gobierno y la policía están mostrando que el país anhelado no es solo un sueño sino que se trata de una realidad posible, un reclamo político y moral imprescindible en la hora presente. Las y los valientes compatriotas que, por estos días, salen a la calle están manifestando su fe inquebrantable en que tras el frío invierno sigue, inexorable, la cálida primavera.

* El autor es semiólogo, investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. Universidad de Artes y Ciencias (ARCIS), Chile.

Sur y Sur

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