Por Marta Dillon ***
En 2018, multitudes de pañuelos verdes inundaron las calles y las plazas del país. La lucha feminista se potenció hasta convertirse en protagonista innovadora de la política. El aborto legal, seguro y gratuito seguirá siendo bandera a la espera de la ley. Todes rompieron el silencio y el poder patriarcal empezó a desmoronarse
Dijimos que se iba a caer y aunque resiste, se escuchan los crujidos que preceden al derrumbe.
Dijimos “ahora que estamos juntas, ahora que si nos ven, abajo el patriarcado se va a caer” y –aunque esté lista para operar la fuerza restauradora–, vemos cómo se desploman enormes fragmentos de esas paredes que aseguraban el encierro y el silencio para proteger los pactos patriarcales. Lo que no se podía nombrar ahora se dice, lo que no se podía creer es palabra compartida, los mismos motivos de la vergüenza son el cuerpo que ponemos para la rebelión y el deseo.
Sí, nosotres abortamos, y no como destino
desgraciado si no por elección vital. Sí, todas sufrimos violencia
sexual, todes. Y no somos solamente mujeres, somos gordes, travestis,
lesbianas, indígenas, villeras, negras, niñes, adolescentes y viejas;
todes, con e, en la cara de la Real Academia Española y de cada guardián
o guardiana de la lengua pero tan poco de la libertad. Demasiado
tiempo creímos que hablar de las heridas de la violencia sexual era en
términos de confidencia, como catarsis, en terapia, para explicar(nos)
problemas individuales. Pero ahora que “feminismo” es pertenencia orgullosa y rebelde,
anda de boca en boca que la violencia sexual es un pacto entre machos
que se potencian unos a otros para asegurar su jerarquía, para
justificar eso del sexo fuerte, para disciplinar a las que ya no son
débiles. Sin embargo las voces de unas potenciando a otras fueron la
constatación colectiva de que esta violencia es sistémica, estructural,
talla sobre los cuerpos feminizados la categoría de género que debemos
habitar, señala cómo hacerlo y tiene su propio sistema de penalidades
para las disidentes: Lucía Pérez, por ejemplo, no calificó para los
guardianes del patriarcado como para considerar su muerte un femicidio.
Tan de boca en boca andan esos conceptos que irrumpen en la televisión
de la tarde, entre la publicidad del piojicida y el laxante, el estreno
de la comedia y el olor a podrido que sale del mundo del espectáculo
donde muy pocos resisten el archivo de la violencia de género.
¿Este fue el año feminista?
¿Y no lo fue 2015 con la instalación de la consigna Ni Una Menos, o
2016, con el Encuentro Nacional de Mujeres más masivo de la historia y
el primer paro nacional por el femicidio de Lucía Perez? ¿O 2017 cuando
por primera vez más de 50 países coordinaron un paro internacional de
mujeres? si en este 2018 el ánimo de revuelta se siente en el cuerpo
cansado de los últimos días del año es porque lo que hubo fue
consolidación de décadas de tejidos feministas heterogéneos que cada vez
más hacen red, dialogan de manera intergeneracional, interclasista, con
las diferencias y discusiones territoriales e identitarias, pero en
conversación. Por eso en 2018, el segundo paro internacional ya no
fue de mujeres si no feminista e inauguró el año en nuestro país con la
ocupación masiva de la calle. Sólo en Buenos Aires, 800 mil personas
marcharon para denunciar la precariedad de la vida que es todavía más
precaria para mujeres y lesbianas, travestis y trans, peor si estas
identidades se cruzan -se interseccionan- con lo que significa ser
migrante, o vivir en una villa, si la pobreza acecha, si la
racialización condena al exotismo y también a la pobreza y la
persecución, si el tamaño del cuerpo o la cantidad de años vividos
expulsa del mercado del deseo. El paro como herramienta feminista se
consolidó porque, justamente, cruza el mundo del trabajo y lo desborda: cuando
paran las mujeres, cuando paran las identidades vulneradas por el
patriarcado no para sólo la fábrica, el comercio o el transporte; para
la vida cotidiana, para el trabajo de cuidado, para todo el trabajo no
remunerado y ni siquiera reconocido como trabajo. Cuando en un
comedor villero las mujeres se preguntaron cómo parar si de ellas
dependía que les pibes comieran, la respuesta fue contundente: “¡repartimos crudo!”,
para sustraer parte de ese trabajo no remunerado, poniendo imaginación
política al deseo de insumisión que arrancó el 8 de marzo o antes, con
las asambleas multitudinarias en las que se gestó y fue una corriente
que electrizó todo el año, con la demanda de aborto legal en primer
plano.
Manadas
Con la séptima presentación del proyecto de ley de la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito, empezaron los martes verdes en la puerta del Congreso, una manera de vigilancia militante desde la calle de lo que sucedía. La discusión que iba a abrirse en el Palacio Legislativo, palacio que se pobló de los más diversos tonos de voces, multiplicó las adhesiones a un proyecto de ley que se sentía emancipador de las vidas de todas las personas con capacidad de gestar. Se perdió el pudor y decir “yo aborté”, o mejor, “nosotras abortamos” fue un aporte fundamental al debate, enunciado desde muchas formas de agrupamiento que, algunas, con el correr del año se transformaron en organización: los oficios, las profesiones, el lugar de nacimiento, el barrio o la provincia se convirtieron en voces colectivas para poner a circular la palabra pública que decía, como frente a la violencia machista, basta ya. Basta de decidir por nosotres, basta de imponernos un orden opresivo a fuerza de violencia.
A
la lucha por el derecho al aborto legal, este año, se le puso el
cuerpo. Con intensidad feminista, gozando de inolvidables logros
compartidos: para siempre en la memoria emocional la mañana del 15 de
junio cuando después de un acampe de 20 horas frente al Congreso la ley
de aborto legal, seguro y gratuito tuvo media sanción en la Cámara
Baja. Y apenas dos días después, la sentencia por el travesticidio
de la querida dirigente Diana Sacayán, recogió esa palabra reconociendo a
la vez la lucha de la militancia lgbtiq, la identidad travesti y el
odio particular contra las identidades de género disidentes. Este
2018 será recordado por estos hechos pero sobre todo porque fue un año
en el que se masificó la noción de manada, una palabra transitada para
quienes habitan (habitamos) los feminismos desde hace tiempo pero que este año fue como una llamada orgánica a sentirse parte y así, hacerse fuerte.
Los pañuelos verdes que se masificaron como contraseña de la demanda
del derecho a decidir sobre el cuerpo y la vida de cada quien son
también el reconocimiento del deseo de exploración de una sexualidad que
no sea penalizada por libre, por disidente, por contradictoria, por no
querer más que placer compartido. Todo eso queda expuesto con el pañuelo
verde y exponerse fue este año –y no deja de serlo– encontrar guiños
cómplices en los medios de transporte, en las escuelas, en los lugares
de trabajo, en las calles y en los barrios más empobrecidos. Porque en
las villas y los asentamientos también se habló de aborto y de placer al
mismo tiempo que del hambre y de la expropiación neoliberal que se
agudizó en la segunda mitad del año sin necesidad de organizar
jerarquías porque un deseo de emancipación empuja al otro. Los ejemplos
sobran y seguramente es insuficiente mencionar tres: el pañuelazo
verde en la Cumbre de Base de la organización La Poderosa –que discutió
largamente su uso–, las mujeres en la villa 21-24 que llegaron con voz
propia al debate previo a la media sanción del aborto legal en el
Congreso, las redes barriales en Moreno y San Miguel que se hicieron
apretadas después de la explosión en la escuela 39 que mató a la
subdirectora y a un auxiliar. Siempre mujeres sosteniendo las tramas
y en esas tramas la palabra circula porque además de hacer manada, este
año también fue el de la puesta en juego de la palabra feminista en el
espacio y la agenda pública.
Derrota y resistencia
Lo
que el debate público abierto en la Cámara Baja tuvo de extraordinario
-por la diversidad de voces, porque hubo datos, historias, identidades
trans, disputas, adolescentes que dieron cátedra de libertad en el
palacio mientras en la calle su potencia se liberaba, afuera de todo
clóset para sus prácticas sexo afectivas-, la Cámara Alta se ocupó de
domesticarlo, de limarle sus bordes y habilitar definiciones
escandalosas como las de Abel Albino –quien todavía sigue recibiendo
subsidios estatales para su fundación– como si no fueran únicamente
terrorismo moral. Ni vale la pena repetirlas porque se pueden buscar en
internet, igual que las declaraciones del presidente Mauricio Macri
minimizándolas porque Albino sabe de nutrición –¿y para qué habrá ido al Senado a hablar de aborto?–. Pero
sí cabe recordar esas aberraciones porque son una muestra de cómo en el
Senado se replegó lo que se había abierto con la media sanción,
empujada sin duda por la militancia callejera y por la potencia de todos
los sentidos que en torno al aborto se abrieron para el debate. La
derrota estaba cantada antes de que empezara la sesión que condujo
Gabriela Michetti con ansiedad confesa por terminar para “evitar la
represión” y alivio expresado en voz alta cuando finalmente se rechazó
el proyecto. El gobierno de Macri no movió ni un dedo para sostener
un proyecto de ley que se supone habría auspiciado, como se jactó el
presidente en la reunión previa al G-20, el Women-20, al contrario, si
algo se había desestabilizado en la Cámara Baja con los acuerdos
transversales entre legisladoras de todas las fuerzas para que el aborto
fuera legal, en el Senado se reordenó conservadoramente para alegría de
las mujeres más visibles del Pro como Elisa Carrió –que había montado
su escandalete en junio, con la media sanción, diciendo en voz alta que a
ella le habían asegurado que no iba a salir– o María Eugenia Vidal.
La presión de la Iglesia Católica se sintió fuerte, sobre todo sobre el
interbloque del PJ que había asegurado que votaría completo a favor de
la interrupción legal del embarazo pero tuvo defecciones. Y en los
barrios, sobre todo en los más empobrecidos, los evangelismos se
empoderaron, derramaron discurso y las disputas por la palabra vida y
por las formas de vida que queremos también se hicieron cuerpo a cuerpo.
Los fundamentalismos festejaron con fuegos artificiales del otro lado
del vallado que montó el Gobierno de la Ciudad como una puesta en escena
de la división entre bandos equivalentes. Del otro lado, en una
calle ocupada por casi dos millones de personas, las lágrimas feministas
se fundieron en la tormenta y secaron al día siguiente, con ley o sin
ley, la marea verde del aborto legal había desafiado a las corridas
cambiarias que teminarían sellando un acuerdo abusivo con el FMI
reponiendo de manera feminista las nociones de autonomía, comunidad,
resistencia, deseo. Y la agenda no iba a detenerse a pesar de las
agresiones a las jóvenes que portan pañuelos verdes, los intentos por
evitar los abortos no punibles en algunas provincias, las arremetidas
contra la Educación Sexual Integral que había sido escudo contra la
legalización del aborto y que después de agosto se convirtió en demonio
para los fascistas antiderechos. En las semanas siguientes al 8A se
multiplicaron en las redes los recursos para abortar de manera segura
aun sin ley y aunque hubo que hacer duelo colectivo por las muertas que
sigue dejando la clandestinidad, las feministas se preparaban para el 33
ENM en Trelew y para debatir con compañeras de distintas regiones en el
Foro Feminista contra el G-20.
Plurinacionales contra el racismo
La
marcha más multitudinaria de la que se tenga registro en la ciudad de
Trelew cruzó sus calles y sus barrios periféricos al final del Encuentro
Nacional de Mujeres que, desobediente, busca renombrarse a sí mismo
como Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans.
Esa multitud que bailaba con las consignas entreveradas que defendían el
aborto legal con los derechos de las índigenas, contra el racismo y
contra la represión, hicieron recordar a algunas mujeres emocionadas que
sostenían pañuelos verdes en la puerta de sus casas a la revuelta
popular después de la masacre de 1972 sobre los y las militantes
guerrilleras que habían intentado fugarse del penal de Rawson. Ese cruce
entre los feminismos, las luchas rebeldes y los derechos humanos estuvo
presente en todo el ENM , sobre todo en las voces de las indígenas. El
reconocimiento del racismo como práctica invisibilizada se instaló en
todos los debates que también se toparon frente a frente con otras
desobediencias: la militancia gorda, las travestis organizadas, las putas feministas que no van a dejar que se hable por ellas.
Quedó en evidencia que la manada, aquella que las feministas nombran y
buscan, también expulsa y que sin interseccionalidad no hay feminismos, o
más bien, queda un feminismo liberal que se agota en una idea de
igualdad que no puede ver la complejidad de las tramas de la violencia
contra las mujeres, lesbianas, travestis y trans. Esa idea vacía que es
la que se puso de manifiesto en las supuestas políticas de igualdad que
se propusieron durante el G20 que hablan de mujeres sin describir qué
mujeres o qué significa a la hora de pensar políticas ser villera, ser
indígena, ser negra, ser migrante o ser profesional, trabajadora
asalariada, de clase media, blanca y heterosexual. De estas tramas
también discutió el feminismo organizado, porque cuando se habla de que
las mujeres pobres son las que mueren por los abortos clandestinos son
estos sentidos los que aparecen detrás.
Polifonías rebeldes
Para
el año que viene, año electoral, como nunca antes las feministas
tendrán protagonismo en las listas. Algunas ya se perfilaron, como
Ofelia Fernández, la candidata más joven de la historia. La voz de las
adolescentes, incluso les niñes en las escuelas haciéndose preguntas
sobre el lenguaje, los relatos que les cuentan, los juegos que
organizan, son enormes ganancias que acumulan los feminismos en este año
que ni siquiera termina. Los debates, de todos modos, están abiertos,
sobre todo después de que la principal candidata de la oposición,
Cristina Fernández de Kirchner, dijera que en su fuerza política tendrán
que convivir “los pañuelos celestes con los pañuelos verdes” como si
sólo fueran bandos enfrentados por nimiedades cuando lo que se propone
desde ese sector caracterizado con el celeste es la negación de
derechos, la demonización de la perspectiva de género como una
herramienta imprescindible en todos los ámbitos y el deseo fascista de
exterminio de todas las identidades no normativas. Pero al mismo tiempo
que estas discusiones se planteaban, el movimiento feminista, con la
pluralidad ya expuesta, mantuvo su fuerza inapropiable: cuando terminaba
noviembre, la sentencia absolutoria por el femicidio de Lucía Pérez,
puso la rabia en la calle otra vez. En menos de una semana se organizó
un paro feminista que se desplegó en todo el país con diferentes
modalidades. Las movilizaciones fueron masivas, la sentencia fue
calificada como un pacto patriarcal que venía a responder al paro
nacional de mujeres de octubre de 2016. Lucía Pérez aparecía
estigmatizada por hablar de su sexualidad en chats con amigues, las
razones de la absolución eran tan absurdas como que el mismo tipo adulto
que tuvo sexo con ella, una adolescente de 16 –“un poco violento”,
según su propia declaración– no podía tener malas intenciones si había
comprado “Cindor y facturas” antes de captarla frente a la escuela. Sin
dudas, hubo una resonancia de la historia de Lucía en la voz de Thelma
Fardín cuando relató el abuso que sufrió por parte de Juan Darthes.
Porque a lo que se jaqueó con esa denuncia penal pero sobre todo pública
fue a la culpabilización de las víctimas, una estrategia tan común, tan
habitual, tan refrendada por la justicia y por el sentido común que
ordena el patriarcado que tiene –¿tenía?– la capacidad de generar
silencio, de mantener a la fuerza en la complicidad del encubrimiento al
agresor con su víctima. Una estrategia, además, que no reconoce
fronteras. Esa acción pública que el colectivo Actrices Argentinas
realizó para sostener la credibilidad del relato de Thelma, para
apoyarla denunciando a la vez las condiciones en las que se forman,
estudian –las actrices, pero evidentemente todas– y trabajan y que son
propicias para que cualquiera pueda ser abusada, fue un sismo cuyas
réplicas todavía se sienten y se seguirán sintiendo. Porque a esa
denuncia siguieron otras: en partidos políticos, en los sindicatos,
dentro de las cámaras legislativas, en lugares de estudio; en las redes
sociales y en todos lados. El muro del silencio se derrumbó de golpe
y todavía sobre la tierra que tiembla se buscan organizar las voces que
no quieren callar. El miedo cambió de bando, lo no dicho encontró
palabras. En este desborde los debates se abren otra vez sobre los
sentidos de las denuncias públicas, de los escraches, la necesidad de
encontrar estrategias colectivas frente a la violencia sexual y la
violencia machista que no necesariamente tengan que terminar de
dirimirse en los estrados de la Justicia (patriarcal). Son debates
abiertos y necesarios que no borran la enorme potencia de haber puesto a
circular la palabra, habilitarla: fuimos víctimas, estamos hartas, basta de andar a solas sosteniendo el pacto patriarcal con nuestro silencio.
Es la puesta en común lo que resquebraja aquello que nunca termina de
caer pero tiembla por el empuje de todos los cuerpos que estuvieron el
año entero en la calle, reclamando, doliéndose y festejando y que
reclaman (reclamamos) para sí el aborto legal y los talles triple x, la
educación sexual integral y el fin de la justicia patriarcal, la fiesta y
el reconocimiento de los trabajos de cuidado y reproductivos, la
paridad en los espacios de decisión y los orgasmos. Y a todas esas
demandas hay que sumarles dos palabras: organización y feminismo. Porque la puesta en común es organizada y porque feminismo es deseo de transformación y fuerza revolucionaria.
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