EL BALTAS/ZAR QUE NO MIRAMOS

Por Adriana Carrasco   ***

La negritud es una de las grandes presencias invisibles de la cultura y la historia argentinas. Aunque relegadas a la muñequita afro para el cupo y a la mazamorrera y el esclavo de los actos escolares, las raíces afro en estas tierras son mucho más ricas y profundas.

En muchos puntos del país, sobre todo en Chaco y Corrientes, pero también en la ciudad de Buenos Aires, el 6 de enero se sigue celebrando el día de San Baltazar, un punto de fiesta y encuentro para la reconstrucción de las genealogías afro. Aunque algunos lo confundan con el más popular de los tres Reyes Magos europeos, San Baltazar es el patrono de la alegría y el candombe, objeto de veneración, y nunca se arrodilla ante el pesebre.

Una fila de pasajeros sobre Callao busca escapar del vaho polvoriento del Centro porteño en remodelación. Decenas de zapatos apretados de oficinistas. Ya empieza a extrañarse el gusto a fruta abrillantada y el macerado de nueces con sidra y mantecol pegado al paladar. Nada indica que allí, a esa altura y rodeada de locales vacíos y en alquiler, hay una juguetería. Solo las personas mayores recuerdan las mesas largas donde se podía elegir un regalo económico para los niños, mucho antes de que se inventara el lenguaje inclusivo.

La vidriera es discreta. Asoman siete muñecas con cuerpos hiperhegemónicos extraespigados. Cinco de ellas son rubias y dos, trigueñas. Todas de pelo lacio, tan lacio que jamás precisarán el auxilio de la planchita de juguete. En hilera, tres muñecos que representan varones: un marine estadounidense, un ninja japonés y un ferroviario con casco (ataviado para la foto). Miles de juguetes y una monotonía rosada hasta el techo. Los juguetes están camuflados para no romper la calidez pastel. En la fila de las muñecas Barbie, los precios. Las de pelo amarillo cuestan $865. La única con pelo marrón está de oferta: $850. ¿A cuánto cotiza hoy el dólar?

No es sencillo ubicar las únicas dos muñecas negras en el inventario de la tienda. El nombre comercial de la primera es Luella (piel negra, pelo enrulado, cuerpo hiperdelgado, ojos verdes) y pertenece a la colección Freckles & Friends. Viene con un marcador para dibujarle pecas en las mejillas y cuesta $2.819. En la góndola de enfrente, una bebota que simula piel negra produce la misma sensación de horror que todo bebote de juguete: el plástico opaco con textura de formol que no puede olerse pero se presiente. El único punto a favor –en la tabla de méritos feministas– es que los bebotes no tienen corporalidad hegemónica.  

Y nada más. El resto de los juguetes imitan cuerpos rosados. Las cajas que los presentan están ilustradas con fotografías de niñxs rubixs o de piel muy clara. Y en los juegos de mostacillas para fabricar collares, resaltan los rostros de niñas trigueñas latinoamericanas. Ni un solo superhéroe afro.

EL NEGRO B

Heredada de la tradición española y hasta la década de 1970, la Noche de Reyes era en una parte importante del territorio argentino –y dependiendo de la capacidad adquisitiva de los adultos a cargo– la fiesta de los niños. Melchor, Gaspar y Baltasar recibían las cartitas garabateadas y en la madrugada dejaban, sigilosos –y sobre todo mentirosos–, el pedido junto a los zapatos. De los tres Reyes Magos de Oriente que decoraban el pesebre en versión yeso o plástico, el más popular era Baltasar. En la versión en vivo de las grandes tiendas de la calle Florida (¿retornarán como el General en su caballo pinto cuando reabran Harrod’s?), Gaspar perdía por varios cuerpos: era viejo, parecía achacoso, y la barba blanca no ayudaba a generar empatía (se sabe que la empatía es selección de los rasgos iguales a los de uno mismo, en el otro). Melchor le ponía un poco más de onda, se parecía a George Harrison en la tapa de Abbey Road. Pero el ídolo de lxs chicxs del barrio era Baltasar, porque el libreto lo obligaba a moverse y a sonreírles. Además una línea de juguetes populares y muy accesibles llevaba su nombre, de manera que siempre quedaba asociado al placer. Adosado al arbolito de Navidad, Papá Noel fue un personaje secundario hasta comienzos de los 70. Pero al fundirse en los 80 la compañía de juguetes Baltasar, el anciano proveedor de gaseosas y turrones ganó por abandono la guerra comercial. Aunque sabemos que el amor de lxs niñxs por Santa Claus es interesado. Si les niñes no empatizaban con Gaspar, menos con este anciano ricachón, gestor cultural con ínfulas de Fondo Juguetario Internacional. Por eso fue preciso importar Halloween. El combo produce el efecto caja feliz.

LA REALIDAD EFECTIVA
Poco antes de que la Madre Patria imperial legalizara el contrabando porteño y dos siglos antes de que en los hogares se lustraran zapatos guillermina para recibir a los Reyes Magos, los curas de Buenos Aires inventaron el culto a San Baltazar. El antropólogo Norberto Pablo Cirio –voz de referencia obligada en este tema– fecha el comienzo del culto en la iglesia porteña de La Piedad, en 1772. “Era una capilla privada ubicada extramuros, en las actuales calles Bartolomé Mitre y Paraná. En aquel momento la ciudad llegaba hasta la actual avenida 9 de Julio. La capilla estaba ubicada sobre el Camino Real a Flores”. La intención de aquellos curas era evangelizar y controlar socialmente a lxs negrxs. “Para eso crearon la Cofradía de San Baltazar y Ánimas. La Cofradía se disolvió recién en 1856. Pero en la ciudad de Corrientes, el culto a San Baltazar se había instalado por lo menos desde 1726”. Todo el tiempo llegaban al puerto de Buenos Aires cargamentos con africanxs esclavizadxs, que distintas compañías traficantes vendían en Parque Lezama y Plaza San Martín. Lxs esclavizadxs arribaban engrilladxs y con sus propias creencias religiosas, según fueran yorubas, bantúes, mandingas (musulmanes). Y algunxs de ellxs ya habían tenido contacto en África con misioneros cristianos. (Todos estos datos los proporciona a Soy el antropólogo Cirio, pacientemente, durante una entrevista en el bar La Paz, a pocos metros de los antiguos confines de Buenos Aires: la vieja iglesia de San Nicolás, donde hoy está emplazado el Obelisco).

En este punto es donde se produce el cambio de barajas bajo la mesa. “Los negros introdujeron valores culturales propios y africanizaron el culto. Le cambiaron la forma al objeto que representaba al santo e introdujeron la veneración con tambores, máscaras y bailes. Hay registro de que tenían problemas con el cura porque no se quedaban quietos en misa y se iban a bailar al atrio. Los curas interpretaban eso como un signo de paganismo. El 6 de enero hacían baile de máscaras a la usanza africana. La Iglesia católica pretendió adoctrinar a los negros a través del culto, y ellos se lo apropiaron con tradiciones propias”. Cirio escribe San Baltazar (con z) para diferenciar el santo del culto africanizado y Rey Mago Baltasar (con s)  para referirse al Rey Mago de la tradición europea.

– Rey Mago Baltasar (tradición eurocéntrica): se lo representa en el pesebre. Es un hombre adulto con barba y turbante. Llega con los otros dos Reyes Magos para venerar al Niño Dios. Está en posición de arrodillarse.

– Santo Rey Baltazar (tradición afrocéntrica): es un niño o adolescente, por lo tanto es lampiño. No usa turbante sino corona. Está erguido, no se arrodilla. No venera, él es objeto de veneración. En sus manos puede tener diferentes objetos, por lo general un cofre y un bastón de mando. La lógica afrocéntrica de San Baltazar se mantiene vigente por tradición oral. Es el patrono de la alegría y aficionado al candombe. El 99% de los devotos hoy no son afrodescendientes, pero se mantiene el afrocentrismo en el culto. (Una referencia colateral relevante: el culto al Gauchito Gil está relacionado al de San Baltazar. El Gauchito muere un 8 de enero porque lo capturan después de una fiesta del Santo).

Hace 30 años, Norberto Pablo Cirio inició una investigación sobre la tradición afroargentina de la fiesta del Santo Rey Baltazar. “No olvides poner en la nota que esta investigación está radicada en el Instituto de Musicología Carlos Vega”. El trabajo no está concluido.

Al repasar las fotos de la fiesta, de distintas épocas, aparece muy predominante en la ropa de lxs participantes el rojo, y un poco menos el amarillo. “Es un 80% de rojo, que representa el fuego. Y el 20% restante es amarillo. El rojo es la nafta o el vino, el amarillo es el matafuego. Así te lo explican. El rojo es la salud y el amarillo es la fiebre, la enfermedad, porque es el color de la persona afiebrada. Si estoy sano es porque no estoy enfermo, pero estar enfermo es una posibilidad”.

Todo lo que el hiperproductivismo capitalista niega, sustrae, esconde bajo la alfombra. Al matar la enfermedad y la muerte, el hiperproductivismo triste, ausente de color, mata la vida. No lo dice Cirio, pero puede leerse entre líneas, mirando desde el ventanal del bar La Paz. El hiperproductivismo gentrificador no deja piedra en pie en la avenida Corrientes, homónima de la provincia donde reina Baltazar.

“El santo puede hacer el bien pero también el mal. Eso es lo que tiene en el cofre, que no se abre porque allí tiene la fiebre amarilla. Se lo invoca para pedir favores, pero también puede hacer daño. Si pedís algo bueno y no cumplís la promesa, el santo cobra venganza sobre vos y te puede afectar la fiebre”.


“Muchos de los patrones religiosos antiguos siguen vigentes en las provincias de Corrientes, Chaco y el norte de Santa Fe. Hay más de 150 capillas donde se le rinde culto a San Baltazar, con diferentes características”.

La fiesta más famosa durante añares fue la del barrio Cambá Cuá (Cueva de Negros), en la ciudad de Corrientes. “Durante la última dictadura, alrededor de 1980, pavimentaron el barrio y lo integraron al casco urbano. Y expulsaron a la población negra, que no tenía título de propiedad y fue a poblar nuevas villas de emergencia. No quedó en Cambá Cuá casi nadie de la población originaria. Esas familias expulsadas se llevaron las imágenes de San Baltazar a sus casas.” Son imágenes antiquísimas, de más de dos siglos, realizadas con las técnicas de la estatuaria africana y maderas y metales preciosos, sin ninguna vinculación con la estatuaria jesuítica. “Para 1991 ya no quedaba nada de la fiesta y se había dejado de tocar el candombe correntino cambacuacero”.

A FUEGO LENTO
La familia Caballero trabaja desde hace 25 años para recuperar la tradición de la fiesta en el Cambá Cuá. Para reconstruirla, reorganizaron el culto de San Baltazar como una cofradía, tomando como orientación los artículos de Norberto Pablo Cirio. “Los Caballero reinventaron el toque del tambor correntino y empezaron a componer candombe para el culto. La fiesta se hace en el Parque Cambá Cuá, donde hasta 1980 estaba el rancherío. Los cofrades llevan sus santos al Cambá Cuá y levantan un altar con las imágenes de San Baltazar. Es muy diferente de la tradición católica, donde no hay múltiples imágenes de cada santo”.

La fiesta de San Baltazar 2019 en el Cambá Cuá comienza el 5 de enero a las 20, con bandas de música y danzas. El domingo 6 hay procesión y tamborada, a las 21. Cuarenta grados a la sombra en la ciudad de Corrientes, por eso los bailes rituales se hacen a la noche. Y se brinda con sangría (vino tinto, limón, azúcar y hielo).

Para Gabriela Caballero reconocerse afroargentina fue producto de una compleja reconstrucción. Cuando Gabriela tenía tres años, su mamá –con abuelo gallego afincado en Santa Ana, Corrientes– la inscribió en una academia de danzas españolas. “Así chiquita como era, me planté y dije: ‘No quiero esto, quiero bailar folklore porque quiero tocar el bombo’. Así logré acercarme por primera vez a un tambor. Años más tarde me enteré de que el malambo, la chacarera y el chamamé tienen origen y raíz africanos”. Hoy Gabriela es profesora en Artes en Teatro y licenciada en Folklore de la UNA, y una de las principales responsables de la fiesta de San Baltazar en la ciudad de Corrientes.

El padre de Gabriela, Osvaldo, nació y se crió en el barrio Cambá Cuá, pero no tenía idea de sus orígenes africanos. “Le gustaba hacer ritmo mientras escuchaba rock, jazz y batucada brasileña –cuenta Gabriela–. En ese camino musical y de danza surge la llamada de revivir la Fiesta de San Baltazar, en 1994. Por una convocatoria de un antiguo vecino del Cambá Cuá, don Fortunato Roffé, comienzan a preparar los festejos. Tres años antes, habíamos conocido a un muchacho, que por ese momento era estudiante de antropología, Norberto Pablo Cirio, a quien llamamos Pablo.”

“Pablo hizo varios viajes seguidos a Corrientes y una vuelta le pregunta a papá
(Osvaldo):¿Vos no serás afrodescendiente? Debe haber algo de tu ancestralidad en la necesidad y responsabilidad de recuperar la fiesta’. Estas palabras calaron hondo en mí y empecé a llenar a mi padre de preguntas sobre mis abuelos, de dónde venían, cómo eran. Y así, con los pocos datos que tenía, pude reconstruir mi ascendencia angoleña. Mi bisabuela Tolentina Caballero es descendiente de una de las 40 familias que migraron con Artigas en su exilio al Paraguay en 1820. (Muchxs de ellxs eran negrxs). Gaspar Francia –gobernante del Paraguay– les cede tierras en Loma Campamento, en la comunidad que se llama hasta hoy Kamba Kua. Luego Tolentina sale del Paraguay para Mercedes, Corrientes, donde nace mi abuelo Perfecto Caballero, que en su juventud es desertor del Ejército, escapa y acompaña por un tiempo –en el Chaco– al bandido rural Mate Cosido. Cuando ya nadie lo busca, regresa a Corrientes y se afinca en el barrio Cambá Cuá. Allí nace mi papá, que es el último de siete hermanos”. Fue un proceso a fuego lento este reconocimiento identitario de lxs Caballero.

Suele ser muy difícil la reconstrucción de la ancestralidad afro. En algunos casos porque se oculta y en otros porque, como dice un proverbio africano, “cada vez que en África muere un anciano, desaparece una biblioteca”. “Cada fiesta de San Baltazar escuchamos más historias silenciadas por vergüenza. Porque ser afroguaraní era considerado negativo”, señala Gabriela.

Sobre la historia afro en el Paraguay, Norberto Pablo Cirio acota que la llegada de Artigas y su tropa “no fue el kilómetro cero de la negritud paraguaya. Antes del éxodo artiguista hubo población negra”. Pero su investigación antropológica se ciñe a la raíz afro y a  lo que hoy es territorio argentino.

ANTORCHAS PARA ALUMBRAR LO PERDIDO
Gladys Flores es educadora popular y modelo contracultural. Se reconoce afroguaraní y vive en Villa Independencia, Lomas de Zamora, en una casa a la que le colocó un cartel con la leyenda “Kilombo de Flores”. (Kilombo es la comunidad donde se refugiaban y organizaban lxs negrxs que lograban fugarse de la esclavitud).

La familia de Gladys procede mitad de Corrientes, mitad del Paraguay, y una rama más allá, de Minas Gerais (Brasil). “No tengo recuerdo de que festejaran específicamente San Baltazar. Me queda sí un recuerdo de cada 6 de enero, cuando mi abuela afroguaraní oriunda del Paraguay –la madre de mi papá de la vida, que era negro– encendía muchas antorchas en el terreno de casa. Eso fue hasta 1972, cuando ella falleció. La familia extensa se reunía a comer. Eramos más de 70. Las juntadas se hicieron más o menos hasta el año 1979. La televisión hizo que todo el mundo se metiera cada unx en su casa y se perdieran aquellas costumbres”.

La mamá de Gladys llegó a Buenos Aires en 1949, después de viajar 36 horas en ferry desde Corrientes. “El ferry bajaba por el lado de Zárate, no se podía llegar por tierra porque no habían construido los puentes. Cuando mi mamá cumplió los 13 años, en Mercedes (Corrientes), mi tía Lidia le puso un pasaje para que venga a Buenos Aires. Ella la había criado, porque mi abuela murió en el parto. En Buenos Aires la esperaba una señora que se la llevó a Neuquén a trabajar de niñera. A mí me tuvo de soltera, a los 19 años”. En 1976, Gladys viajó en el mismo ferry a Corrientes. Quería dar con su abuelo, que era mitad negro mitad guaraní. Pero para cuando llegó, el abuelo –que fue tropero, arriaba ganado– había muerto. A pesar de que el abuelo ya no estaba, pudo dar con su tronco familiar: eran todas mujeres de apellido Flores, que llevaban por varias generaciones el apellido de sus madres solteras.

En todos los ámbitos me conocen como la Negra. Era así antes de que me reconociera como afroguaraní. Milité en la izquierda y me di cuenta de que no alcanzaba con reconocer la opresión de clase. Milité en el feminismo y me di cuenta, de la misma manera, de que era suficiente con reconocer la opresión de género. Por eso me asumo como afroindígena. Celebro no tener un cuerpo hegemónico. Por eso soy modelo, me desnudo, hago body paint. Casi siempre uso turbante, desde niña. En mi familia nadie lo usaba.”

A Gladys no le sorprende que no haya muñecxs negrxs en las jugueterías. “Voy y les pido un juego de té para mi nieto varón, y me muestran jueguitos rosa, todos iguales y aburridos”. “Con la fotógrafa Maryury Díaz estuvimos confeccionando muñecas negras, como modo de reencuentro con nuestra ancestralidad. Fue en el taller Mis Ancestras. Pero eso te conecta con otro tipo de vivencias y siempre con algún familiar tuyo. No tiene que ver con los juguetes que lxs niñxs reciben el 6 de enero”.

Peatonal Laprida de Lomas de Zamora, seis de la tarde. Hay fila para comprar helado soft y refrescarse después de cruzar el puente de la estación de tren. Los manteros salvan el día vendiendo juguetes. Muchos de los pasajeros que bajan del Roca son afroargentinos o afroguaraníes con historias parecidas a la de Gladys y no lo saben. Del otro lado del Puente Alsina, lejos de Pompeya y pasando Parque Lezama, se prepara el grupo de Candomberas para celebrar el Día de Reyes con les niñes de la comunidad afro. Habrá merienda y regalos en Plaza Dorrego. Y sonarán los tambores como siempre en San Telmo, desde que el barrio se llama así. Saltando por sobre lo que se ve, también sobre las figuras de fantasía de los Tres Magos de Oriente, el Santo Rey adolescente que nunca se arrodilla y prefiere su nombre con Z, dirá “aquí estoy, ustedes dirán”. Prometan si pueden cumplir.
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