PANDEMIA SELFIE (La cámara no hace al fotógrafo)

por Julio Broca

Como diseñadores, nos estamos enfermando con el ataque masivo de clientes con «cámara fotográfica» en el celular. El cenit de esta tendencia lo podemos ver en la nueva publicidad del iPhone 6, que muestra imágenes  realmente buenas, «tomadas» con el dispositivo, supuestamente, por cualquiera. Esto ha reforzado la idea de que la herramienta en sí es capaz de generar una buena composición.
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Sin embargo, el día que una herramienta genere una composición será el día en que el ser humano sea reducido a la simple función de apretar el botón. No voy a debatir aquí ese tema, creo que para cualquier diseñador es claro. La sencillez con que hoy se hace una foto habilita a los mismos zombis para hacerse una selfie.

Recientemente tuve que enviar un correo masivo, tener reuniones, e incluso generar políticas de trabajo porque muchos de mis clientes más entrañables, súbitamente, comenzaban a mandarme fotografías de celular para producir piezas de comunicación ellas. El trabajo de un diseñador frente a una fotografía genial es no arruinarla y frente a una mala fotografía es rechazarla. Volverla secundaria es utilizarla como referente de significación para nuestro trabajo, nada más. Eso es válido y es importante, porque, por muy mala que sea la foto que nos mandan desde el celular, de alguna forma, puede servir para mostrar una visión objetiva que podría resultar útil.

Para algunos de mis clientes no es nuevo que yo utilice fotografías en sus trabajos, especialmente en el rubro editorial o web. Esto es porque hasta hace poco, rara vez las fotos eran tomadas por ellos, sino que provenían de la cámara de algún buen fotógrafo (por ejemplo: Ivan Alechine). Si no eran de un buen fotógrafo, por lo general eran del siglo XX o del siglo XIX. Por lo general, cualquier foto hecha antes de que los teléfonos tuvieran cámara, es, al menos, aceptable. Y conforme retrocedemos en la historia, crecen las posibilidades de que sea muy buena. La razón es muy simple: antes, quien tenía una cámara era porque le faltaba un tornillo, mientras que hoy, incluso gente con todos los tornillos bien apretados tiene un obturador que apretar. Eso es una desgracia para el arte y una pesadilla para los diseñadores.

Es cierto que la burguesía adinerada pudo en siglos pasados tener cámaras fotográficas profesionales que generalmente servían más como elemento de estatus; como el piano de cola que espera a un hambriento pianista para ser tocado, las cámaras en las casas de los señores de la hacienda, eventualmente, eran tocadas por la mano apasionada de un fotógrafo sin cámara. Antes de la pandemia selfie, quien supiera siquiera hacer un disparo y revelar, tenía que dedicar un tiempo considerable a dominar cuestiones técnicas, algo que podemos interpretar como puro amor a la fotografía.

Ya hace algunos años, Bortolotti alertó sobre cosas a las que nadie dio mucha importancia: se habían impreso en los últimos años del siglo XX más imágenes que todas las impresas a lo largo del siglo XIX. El genial diseñador italiano criticó este hecho llamándolo «la devaluación de las imágenes». Se necesita mucha valentía para decir algo así, a sabiendas de que sería acusado de elitista, excluyente y enemigo de la democratización de la fotografía. Sin embargo, hay un momento en que la democracia deviene en simple populismo; es decir, una fachada, cuyo único objetivo es adormecernos con la ilusión de poder, cuando en realidad, no se tiene nada más que un autoengaño.

Esto es cierto para el poder de tomar una fotografía. László Moholy-Nagy vaticinó que el analfabeto del futuro sería aquel que fuera incapaz de leer una imagen, un criterio ampliamente difundido por Walter Benjamin como una preocupación ante la tendencia creciente de la «democratización» del arte, o mejor dicho, del quehacer del artista perdiendo su aura. Benjamin imaginó hace más de cincuenta años que un día, con un solo movimiento de la mano, tendríamos ante nuestro ojos todas las imágenes que deseásemos —prerrogativa de los filósofos, poder, al reflexionar, tener premoniciones—.

Una fotografía de hace cien años, por intrascendente que pueda parecer, implicaba tener detrás del obturador un apasionado de la imagen, ni que decir de la infinita superioridad de los procesos químicos de impresión, que no estarán jamás sujetos a la mediocre dictadura del pixel o la barrera de silicio.
Aun hoy, cuando alguien declara que quiere ser fotógrafo en sus tiernos años, es mirado como un osado. Imaginemos hace más de cien años, a locos realmente locos, abandonando toda posibilidad «consolidada» de profesionalización por la pasión delirante de hacer fotografías y nada más. Por respeto a ellos es ético ser honesto con el cliente y aclararle que su celular no puede ni podrá, sustituir el conocimiento de un artista fotográfico.

 

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