UNA LOCURA: SOBRE LA MEDIATIZACIÓN DEL SUFRIMIENTO Y LA OPOSICIÓN A LA LEY NACIONAL DE SALUD MENTAL

Por Benjamín Azar Bon   ***
El caso de Chano Moreno Charpentier puso, una vez más, a la salud mental vinculada con la peligrosidad en la agenda pública.
El 27 de julio pasado un policía, que había sido llamado a contener una situación de descompensación y agresividad del cantante, le disparó en el abdomen en un episodio tan violento como confuso. La última vez que este tema ocupó lugar en medios nacionales fue en 2020, cuando una persona, atravesando presuntamente un brote psicótico, atacó a un policía en plena Ciudad de Buenos Aires, con el lamentable resultado de dos muertes. En aquel momento, como ahora, el discurso punitivista vinculado a la salud mental se deslizó incluso en los sectores más progresistas de canales de televisión, radios y diarios.


Sobre el lugar de los medios y el consumo del sufrimiento ajeno

No se vende lo que se produce, se produce lo que se vende (Dicho popular).

En los últimos días la salud mental ha invadido los medios de comunicación. Psiquiatras y psicólogos en todas las pantallas dando diagnósticos, describiendo perfiles, teorizando situaciones y construyendo causas sobre qué produce un brote psicótico o qué lleva a consumir drogas.

Los medios toman sus palabras, las acomodan, las maquillan, las “embellecen” y dan a luz estruendosos titulares. Los leemos, los charlamos, los creemos (o no) y, por lo general, sin mediar demasiado esfuerzo crítico emerge un sentido común. En estas semanas le tocó a la locura y su vinculación con la peligrosidad.

La democratización que produce la virtualidad genera como contrapartida un supuesto derecho a opinar sobre cualquier tema, independientemente del conocimiento o falta de éste que tengamos sobre la cuestión. El alcance que tiene lo que decimos está decididamente más vinculado al nivel de espectacularidad del enunciado que a su rigurosidad. Las redes sociales y los medios exigen, implícitamente, y a veces no tanto, adecuar el mensaje no solo a las palabras de su audiencia, sino a la estructura narrativa que ésta suele consumir. Se buscan, entonces, respuestas unidireccionales que digan simple y claramente qué sucedió, por qué, y qué debería haber pasado. La seriedad metodológica en la construcción de la noticia, así como la discusión sobre el efecto que esta puede producir en las personas en cuestión, pasan a un plano completamente accesorio. Pero por más que algunos se empeñen en direccionar a la salud mental hacia el simplismo -por lo general biologicista-, la complejidad humana resiste a estos reduccionismos, que no son más que tratar de meter en un molde a una sustancia cuya forma sencillamente desconocemos.

Como bien se sabe, quienes trabajamos en el campo psi solemos hablar un código casi ininteligible para el resto de los mortales. Esto responde algunas veces a un rancio elitismo o, en la mayoría de los casos, a que aquello con lo que trabajamos es profundamente complejo y escurridizo. Necesitamos inventar palabras para poder nominar certezas que no tenemos. Hacen falta miles de explicaciones diferentes para dar cuenta de alguna construcción que tenga apenas algo de olor a verdad. Esta complejidad no es seductora para ser vendida en los medios de comunicación masiva. Por lo que se busca simplificar al máximo los enunciados, resumirlos en pocas palabras y, por sobre todo, transmitir –aparentes- certezas. Sin embargo, en salud mental nada es del todo (y para todos) cierto, no existe la posibilidad de universalizar un fenómeno al extremo como en las ciencias biológicas. Prima la singularidad, el famoso “caso a caso”, y esa no es una respuesta que pueda ser vendida en un noticiero de prime time.

Si algo han puesto –nuevamente- sobre la mesa las teorías de género es la idea de que el lenguaje construye realidad. No es nueva la fórmula que dicta que las palabras no son simplemente una representación de lo que sucede en el mundo, sino que, por el contrario, el lenguaje lo modifica, lo moldea y en última instancia, lo forma. En este contexto, la espectacularidad y la publicidad con la que se presenta un sufrimiento tan profundamente privado como el mental, tiene altos costos. El estigma social, estudiado ya medio siglo atrás por Erving Goffman, es lo que se encuentra detrás de que una persona con esquizofrenia no pueda conseguir trabajo, o que alguien con una adicción no logre alquilar una vivienda. También es lo está detrás de que la primera respuesta ante la problemática en cuestión sea, incluso en círculos progresistas, pedir por el encierro.

La Ley de Salud Mental y su particular oposición


“Después de cerrar los manicomios haría falta tirarlos abajo y esparcir sal”
(Franco Basaglia).

Desde 2010 las prácticas institucionales vinculadas a la salud mental en Argentina están regidas por la ley N° 26.657. El contexto de su surgimiento está vinculado a la proliferación de leyes de ampliación de derechos que se dieron durante la década del 2000: Ley de Matrimonio Igualitario, Ley de Identidad de Género, Ley de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes, entre otras. Como las anteriores, la Ley de Salud Mental fue impulsada, en buena medida, por agrupaciones de derechos humanos que veían vulnerados los derechos elementales de las personas usuarias de servicios de salud mental. Una rápida aproximación nos permite plantear como puntos principales los siguientes:

  • Cierre de todos los hospitales psiquiátricos del país, ya que estos son pensados como espacios que tienden a la segregación y a la cronificación de los internos.
  • Creación de servicios en la comunidad que puedan atender a las personas que ya no estarán en los hospitales monovalentes.
  • Ampliación del presupuesto de salud mental, llevándolo progresivamente al 10% del presupuesto del total de la salud.
  • Permitir que cualquier profesional de grado –vinculado a lo psi- ocupe puestos de jefatura en los servicios de salud mental, y no solamente los médicos psiquiatras.

Esta normativa está lejos de implementarse, entre otras causas, porque ha encontrado férreas resistencias en los últimos once años. Por un lado, debido a que supone un cambio de paradigma y, por lo tanto, modifica el accionar de los profesionales que a veces están tan cronificados como los mismos internos. Ante esto ha habido pocas iniciativas para capacitar al personal que lleva años haciendo su trabajo de una determinada manera y ahora debe dar un giro de ciento ochenta grados. Esperar que lo hagan de manera espontánea es, al menos, ingenuo. Sin embargo y, por otro lado, el foco de resistencia más enérgico a la ley proviene de una fuente más orgánica. Diferentes asociaciones, en su mayoría de psiquiatras, con el respaldo de grandes farmacéuticas, han planteado un enfrentamiento que lleva más de una década. Una de las estrategias para dar esta disputa ha sido presentar un falso enfrentamiento entre psiquiatras y demás profesionales psi (psicólogxs, terapistas ocupacionales, trabajadorxs sociales, musicoterapeutas, etc); oposición que carece de sustento teórico, ya que la gran mayoría de los argumentos en que se sostiene el paradigma desmanicomializador fueron construidos justamente por psiquiatras. Lo que sucede –y esto sí ha sido vastamente estudiado-, es una resistencia corporativa de determinados sectores que no están dispuestos a perder sus privilegios en la redistribución del poder que la ley supone.

Es así que, con posterioridad al lamentable suceso de Chano Charpentier, como el del MALBA el año pasado, algunos medios hacen eco de las acusaciones que estos focos reaccionarios dispensan y presentan a la Ley de Salud Mental como la culpable de estas situaciones.

Pero ¿Puede una legislación que está lejos de implementarse ser responsable de algo? La ley de Salud Mental prevé la generación de protocolos para la fuerza policial, así como la posibilidad de internar al paciente, más allá de su voluntad, cuando haya riesgo para él mismo o para terceros, dos de los aspectos que podrían haber evitado los lamentables desenlaces. ¿No es contradictorio que los sectores que dificultan la implementación de la ley sean los mismos que los que la responsabilizan por no evitar las situaciones que se producen, justamente por no estar implementada?

Para concluir

En el mundo pandémico en el que nos toca hacer pie, donde las fuentes laborales son cada vez más escasas y el otro es visto como una amenaza potencial, las demandas en salud mental han crecido de manera evidente. Sin embargo, hay cada vez más dificultades para convertir la letra de una ley que protege a las personas que sufren algún tipo de padecer psíquico en políticas públicas que garanticen asistencia, prevención y cuidado.

El rol que cumplen los medios de comunicación en esta ecuación no es menor, en tanto generan sentido, crean y vehiculizan el estigma en relación a determinadas condiciones.

Para que pueda darse el pasaje de la ley a la política pública, así como para que la potencia del estigma pierda fuerza, es preciso llevar la problemática a otros ámbitos, más allá de los sectores académicos y profesionales. La salud mental y los derechos humanos deben empezar a ocupar lugares con mayor presencia en la agenda social, mediática y política. Será necesario entonces desempolvar los tabúes, ponerlos sobre la mesa y empezar a hablar de ciertas cosas.

*** Benjamín Azar Bon – Psicólogo (UNT). Becario CONICET. Doctorado en el doctorado en Salud Mental Comunitario (UNLa). Egresado de la Residencia de Psicología Clínica del Hospital Juan María Obarrio. Fundador del Centro de Estudio y Acciones en Salud Mental y Derechos Humanos (CEA).

 

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