BELGRANO Y LOS 300 DE VILCAPUGIO



por El Historiador

El 20 de junio de 1820 moría en Buenos Aires Manuel Belgrano en la pobreza extrema, asolado por la guerra civil. Belgrano se había formado en Buenos Aires en el Colegio de San Carlos y luego en las Universidades de Salamanca y Valladolid, en España, donde estudió Derecho y se apasionó con la Economía. En 1794, asumió como primer secretario del recientemente creado Consulado, desde donde se propuso fomentar la educación.
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Pero los acontecimientos lo llevarían por un camino imprevisible. Durante las Invasiones Inglesas se incorporó a las milicias criollas para defender la ciudad. Más tarde la Revolución de Mayo lo tuvo como uno de los más fervorosos defensores de la causa patriota. Fue vocal de la Primera Junta de Gobierno, encabezó la expedición al Paraguay, durante la cual creó la bandera, el 27 de febrero de 1812, y contribuyó a la insurrección en la campaña de la Banda Oriental, en manos de los realistas.

Fue designado jefe del Ejército Norte, desmoralizado tras la derrota de Huaqui. En el Norte encabezó el heroico éxodo del pueblo jujeño y logró las grandes victorias de Tucumán y Salta. Pero pronto la victoria cambiaría de manos en Vilcapugio. Allí, en las pampas del Alto Perú, el ejército a las órdenes de Manuel Belgrano fue batido por las fuerzas realistas, comandadas por Joaquín de la Pezuela. En esa batalla Belgrano demostró la grandeza ante la adversidad y la perseverancia y el celo por la causa patriota. La batalla había comenzado a favor de las fuerzas de Belgrano, pero insólitamente, los tambores o el clarín del Ejército Norte tocaron en señal de retirada y el caos se apoderó de la escena.

En su libro Estrellas del pasado, Daniel Balmaceda rescata esta gran derrota para las fuerzas patriotas y muestra la grandeza de su jefe, no sólo durante la contienda, que trató de reanudar para cambiar la suerte de las armas, sino en la retirada protegiendo a lo que quedaba de sus tropas, y en la posterior arenga a sus soldados, a quienes se dirigió con estas palabras: “¿conque al fin hemos perdido después de haber peleado tanto? La victoria nos ha engañado para pasar a otras manos, pero en las nuestras aún flamea la bandera de la patria”.

El libro Estrellas del pasado permite asomarnos a aspectos poco conocidos de algunos de los grandes personajes de nuestra historia, derritiendo un poco el molde a la que la posteridad los ha constreñido para mostrarlos con sus facetas más humanas en situaciones a veces inesperadas. Entre los más de cien relatos que integran el libro, encontramos al almirante Guillermo Brown capturado por fuerzas enemigas en ropa interior cubierto sólo con la bandera de la Patria; también asistimos a los problemas de alcoba entre Simón Bolívar y Manuela Sáenz, y podemos ser testigos de la construcción de un fallido cajón de unos cien metros cuadrados que durante el sitio a Montevideo intentó fabricar el general José María Paz para vencer el asedio, “una especie de caballo de Troya pero al revés”.

En esta ocasión acercamos a nuestros lectores el fragmento sobre la batalla de Vilcapugio, una amarga derrota para nuestras armas y un gran ejemplo de la grandeza de Manuel Belgrano ante la adversidad.

Fuente:
Daniel Balmaceda, Estrellas del pasado, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, págs. 33-36.

Un gran experto en remar contra la corriente fue Manuel Belgrano. No la tuvo fácil cuando recibió lo que quedaba del desmoralizado Ejército del Norte que había sido vencido en Huaqui, en el Alto Perú. Sin embargo, a fuerza de voluntad y del importante núcleo de resueltos patriotas del norte que lo apoyaron, el exitoso abogado y economista porteño logró remontar las fatalidades. Ponemos el acento en sus cualidades profesionales porque, aunque suene reiterativo, es necesario aclarar que el hombre no tenía experiencia militar, ni la vocación, ni las ganas de serlo. Lo que sí tenía era un pecho inmenso para plantarse ante los desafíos. Eso fue lo que vieron aquellas familias que le cedieron sus hijos, como los Paz –Ezequiel y José María- en Córdoba, los que le entregaron la caballada para el combate, como los Cossio en Tucumán; o la hacienda para alimentar a la tropa, como los Padilla (Juana Azurduy y Manuel Padilla) en el Alto Perú. Más aún, los que sacrificaron todo a cambio de nada, como el pueblo jujeño.

Sin dejar de ser un hombre cuestionado por sus superiores y por sus subordinados, Belgrano asumió las pesadas responsabilidades y en ese concierto de voluntades generosas renació el Ejército del Norte en las batallas de Tucumán (en septiembre de 1812) y Salta (en febrero de 1813). ¿Próximo destino? Alto Perú.

La pampa de Vilcapugio se presentó como una escala más a vencer. Las fuerzas patriotas, compuestas por 3600 hombres, tenían confianza. Aunque no estaban bien equipados –los catorce cañones eran deficientes y la caballería montaba mulas flacas y sin herrar, además de que un millar de reclutas no tenía experiencia-, el viento a favor de las victorias previas se hacía sentir. La bandera creada por Belgrano marcaba presencia en el territorio.

El choque fue desigual en la mañana del 1º de octubre de 1813. El hostigamiento de la artillería patriota y la decidida carga de dos batallones del Regimiento de Pardos y Morenos desarmó el centro enemigo. Comenzó el desbande y no hubo realista que no pegara la vuelta dispuesto a salvar el pellejo.

Los nuestros se lanzaron en una carrera alocada, primero para empujarlos fuera del campo y luego para atrapar enemigos, pertenencias de enemigos, armamentos, animales y todo aquello que pudiera servir como trofeos. Sin embargo, surgió un sonido inesperado: una trompa o clarín estridente sonó tocando retirada.

Sin posibilidades de comprender qué estaba ocurriendo, los patriotas pegaron la vuelta de inmediato y pasaron de perseguidores a perseguidos. El caos se apoderó de la escena. Belgrano, sorprendidísimo, actuó sin demora. Tomó la bandera, trepó a un morro y ordenó a un corneta que dejara los pulmones llamando a reunión. La imagen era imponente. Belgrano, desde la cima de un morro, con la bandera en alto, desafiando una vez más todas las calamidades. ¿Cuántos acudieron? Trescientos.

La derrota ya no tenía vuelta atrás. En lo alto del morro, en la pampa de Vilcapugio, Belgrano logró reunir trescientos hombres. Pero en las más dispares condiciones. Unos montaban, otros estaban a pie; algunos, más enteros, cargaban heridos. Otros se arrastraban.

Se conocen los nombres de algunos de los que integraron aquel histórico grupo. Entre ellos, Eustaquio Díaz Vélez, Diego Balcarce, Gregorio Perdriel, Gervasio Dorna y también Lorenzo Lugones, quien años más tarde evocó aquella complicada tarde, la del 1º de octubre de 1813: “El sol se había inclinado demasiado al ocaso y el ejército de la patria en aquella desgraciada hora reducido a miserables restos, se apiña en torno de su general: este después de haber pasado por mil lances fatigosos, parecía que se hubiese extasiado en la contemplación de aquellos fatales momentos, con la calma que suele sobrevenir después de grandes y extraordinarias agitaciones; parado como un poste en la cima del morro y los ojos fijos, sobre un campo cubierto de cadáveres y ensangrentados despojos”.

Aun estupefacto, Belgrano se mantenía mudo, sin comprender cómo pudo haberse escabullido la victoria de esa manera. Pero pronto reaccionó y dijo a sus hombres: “Soldados, ¿conque al fin hemos perdido después de haber peleado tanto? La victoria nos ha engañado para pasar a otras manos, pero en las nuestras aún flamea la bandera de la patria”.

Los realistas, como aves de presa, aguardaban al pie del morro. No querían arriesgarse a dar el primer paso. En algo estaban parejos. A pesar de la fecha primaveral, la altura jugaba su carta y el frío se hacía sentir. De todos modos, los dueños del campo de batalla eran los realistas. Esto les posibilitaba desplazarse sin inconvenientes y atender a sus heridos. En cambio, los trescientos de Belgrano se encontraban apiñados, en silencio, en torno al pabellón azul-celeste y blanco.

El general sabía que la falta de luz iba a emparejar un poco la situación desventajosa. La única oportunidad, si había alguna, era salir de ahí esa misma noche. Pero no lo haría de manera miserable ni desorganizada. No era un “sálvese quien pueda”, sino un “salvemos a los trescientos”.
“Tan luego como acabó de anochecer –escribió Lugones-, el general arregló personalmente nuestra retirada, mandó desmontar toda la poca caballería que se había reunido con don Diego Balcarce y colocó en el centro a todos los heridos que se acomodaron de a dos y de a tres en cada caballo, sin exceptuar ni el del general. Y luego encargando a un jefe, don Gregorio Perdriel, el cuidado de la columna en marcha, lo colocó a la cabeza entregándole la bandera para que le condujese”. ¿Dónde marchó Belgrano? Eso también lo respondió Lugones: “Cargando al hombro el fusil y cartuchera de un herido, se colocó a la retaguardia de todos y dio la orden de desfilar”.

Lograron evadir la vigilancia enemiga. Esa noche salieron de la boca del lobo en silencio, sacando a todos los heridos. Por delante de la columna, la bandera. Cuidando las espaldas de los trescientos, con el fusil al hombre, su comandante, el general Manuel Belgrano.

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