El 9 de octubre de 1967 moría asesinado en La Higuera, Bolivia, Ernesto «Che» Guevara, mientras intentaba llevar la revolución a América del Sur.

A continuación reproducimos un artículo de Felipe Pigna, donde repasa momentos emblemáticos de la vida del “Che”.
‘¡Póngase sereno y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!”, dijo aquel combatiente vencido, con la vista nublada por el dolor y la derrota aquel mediodía del nueve de octubre de 1967 en la escuelita de “La Higuera”, mientras divisaba borrosamente a su verdugo, el soldado boliviano Mario Terán.
El hombre que había nacido en Rosario un 14 de junio de 1928, estaba prisionero tras su último combate en la quebrada del Churo la tarde anterior, y allí en su encierro en la espera del final, entre interrogatorios y agentes de la CIA, tuvo una larga noche para pensar y recordar, en la que probablemente vinieron a su mente muchas cosas, imágenes de una vida intensa, interesante, casi plena.
Recordaba como en Perú conoció el dolor del leprosario y la urgencia del remedio y leyó a Mariátegui y se emocionó en Machu Picchu, como Neruda.
Mientras Terán tambaleaba y él tenía que hacer el esfuerzo sobrehumano de tener que entender a su ocasional asesino, de tener que sobreponerse a la bronca y saber que su último aliento le iba a ser quitado por alguien que obedecía órdenes de muy arriba, tan arriba como Washington, mientras pensaba que no tenía que pensar, seguramente su cabeza no paraba y se acordaba de la primera vez que había tomado un fusil en aquella Guatemala de Jacobo Arbenz, el hombre que se había atrevido a la United Fruit soñando la reforma agraria y la tierra para todos. Allí fue, en 1954, en los comités de defensa contra aquella invasión norteamericana que, a falta de armas de destrucción masiva, argumentó que el ejemplo guatemalteco era nocivo para la región, cuando le vio la cara nítidamente a su enemigo.
Seguramente recordó su avidez por la lectura, aquella desesperación por los libros, por aquellas historias de héroes absolutamente románticos, que lo llevaban por mares, selvas y valles, y aquel diccionario filosófico que se animó a escribir en plena adolescencia.
Se le borraban algunos detalles, pero se acordaba de aquel día de 1955, cuando se produjo su encuentro con Fidel, del plan de invasión a Cuba, de la carta a sus “viejos”, de su definitivo cambio de vida y de su entrada a la historia. Entonces era ya padre de una niña, Hildita, que dejaba en México y se jugaba a suerte y verdad en un yate con otros 80 devolviéndole el favor a Martí, aquel patriota cubano que supo ser cónsul argentino en Nueva York. Sí, tenía presentes aquellas líneas que escribió en aquellos amaneceres: “He pasado la vida buscando la verdad a viva fuerza y ahora, hallado el camino y con una hija que me perpetúa, he concluido el ciclo. Desde ahora en adelante no consideraré mi muerte como una derrota”.
En aquella nebulosa de sol y tiempo final, había lugar para pensar en aquellos doce que quedaron tras el desembarco y que entre el hambre y el peligro permanente de que todo terminara en aquella sierra que tendría para él mucho de maestra, la vida le iba a regalar una anécdota, a facilitarle las cosas cuando más se le estaban complicando. En pleno combate había tenido que elegir entre su equipo de médico y su fusil. Recordaba que a partir de entonces fue el comandante Guevara, un hombre de consulta del jefe máximo y el responsable de uno de los frentes clave del ejército rebelde.
Rememoraba cuando su voz, ya suavemente impregnada de Caribe, había llegado a toda América a través de una grabación del periodista Jorge Masetti de la Radio El Mundo de Buenos Aires y dos años después tomaba Santa Clara y daba la última batalla abriendo el camino de los “barbudos” a La Habana.
Recordaba seguramente su paso por el funcionariado, ministro de Industrias, embajador itinerante de Cuba en el mundo. Pero su vida no era de escritorios y pasó a la acción primero en el corazón de África, en el Congo y Tanzania, donde intentó poner en práctica su libro la Guerra de guerrillas que había publicado unos años antes.
Aquella tarde de octubre le traía memorias de su huída de Tanzania, su vuelta a Cuba, sus primeros enojos con la ortodoxia soviética y su decisión de hacer la revolución en Argentina, la despedida de sus hijos y aquella carta que se haría famosa. “Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo.”
Había llegado el momento que años más tarde Terán recordaría: “Ése fue el peor momento de mi vida.
Había llegado el momento que años más tarde Terán recordaría: “Ése fue el peor momento de mi vida. En ese momento vi al “Che” grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el “Che” podría quitarme el arma. ‘¡Póngase sereno –me dijo– y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!’ Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé”.1
Así terminaba aquella vida, la del hombre que quedó inmortalizado para siempre en aquella foto presente a toda hora en cualquier lugar del mundo, en donde haga falta.
Referencias: