Por José Pablo Feinmann
Aunque por imperativos epocales tuve que leerlos a todos, nunca me interesaron los historiadores que expresaban al llamado revisionismo histórico. De entre ellos, me deslumbraron más los nacionalistas de derecha. Grandes plumas, elegancia de la prosa, formación sólida, los hermanos Irazusta y, sobre todo, el egregio Carlos Ibarguren se apoderaron de mis largas jornadas de lectura. ¿Qué sucedía con los demás? Muy simple: toda posición epistemológica que meramente se reduce a ser la negación de su enemigo se somete a éste.
Terminemos: si algo expresa el concepto sorete K es que ese señor (un pobre tipo, pero esto tampoco importa) piensa cómo y desde la mierda. Esto es:no piensa, insulta. No piensa: agrede. No piensa: odia. No necesito decir que el odio es la negación del pensamiento y de todo consenso posible. El odio alimenta el conflicto pero no lo enriquece. Al final, lo único que se sabe es que se odia. Como en las guerras. Un soldado mata a los enemigos primero por Dios y por la patria. Después por la patria.
Después ya no sabe qué es la patria. Sólo ve un terreno cenagoso lleno de cadáveres de propios y extraños. Entonces sigue matando pero ya no sabe por qué. Primero por el odio que se obstina en permanecer. Después el odio desaparece. Y sigue matando por nada. Hasta que algún otro, un enemigo que tampoco sabe ya por qué mata, lo mata a él.
Volviendo al revisionismo. Hay que buscar una cara propia. Y ciertos importantes rasgos de esa cara están en la de mi enemigo. El también hizo el país. No puedo negarlo en totalidad. Un solo ejemplo: hace muchos años (en 1975) escribía Filosofía y nación. Algo me llevó a la historia de Belgrano de Mitre. La leí y me interesó mucho. Había elementos de trabajo que jamás habría encontrado en otra parte. Lo que significa: para dibujar nuestro propio rostro necesitamos tomar elementos del rostro del enemigo. Pero no para hacer un trabajo contrafáctico con ellos. Sino para incluirlos como parte de nuestro ser, de nuestra cara. Esto es lo que Borges consigue brillantemente en su “Poema conjetural”. Cuando Laprida siente en su garganta el filo mortal del montonero de Aldao que lo mata, siente también que al fin se encuentra con su destino sudamericano. (No en vano adjetiva: “El íntimo puñal”.) Alberdi (en los Póstumos V, capítulo XIX) habla de una democracia civilizada y de una democracia bárbara. Esta surge después de la Revolución de Mayo y se organiza contra ella. Escribe el Platón argentino, como lo llamará Felipe Varela: “Los pueblos resistían, no la independencia respecto de España, que Buenos Aires les ofrecía, sino la dependencia respecto de Buenos Aires, que esta provincia pretendía sustituir a la de España”. Y así, luego de décadas de sangrientas guerras civiles, triunfó Buenos Aires al conseguir sus objetivos. Puso caudillos adictos en todas las provincias (que luego generaron dinastías perversas como los Juárez en Santiago del Estero) y se dedicó a hacer no un país, sino una ciudad. La bella ciudad de Buenos Aires.
En suma, dibujar el rostro que habrá de definirnos requiere una profunda comprensión del rostro del Otro. Alberdi dice que el problema de la nación argentina habrá de encontrar su solución el día en que las dos democracias (la civilizada y la bárbara) consigan hermanarse para hacer un país. Es cierto que el gran ejemplo de denostar todo lo que no era propio lo dio nuestra clase oligárquica, nuestros liberales. (Hace poco salió en este diario una pequeña y valiosa nota de Pacho O’Donnell dedicada a mostrar los nombres de las callecitas de Buenos Aires, como dice Horacio Ferrer. Todos celebraban éxitos, triunfos de la oligarquía argentina en sus avatares por liquidar a negros, gauchos e indios. Esa es la muestra que consagra y cosifica al odio. No lo sabemos porque ignoramos quiénes fueron. Pero si alguien nos explicara qué heroicas cosas hicieron Paunero, Sandes, Irrazábal, Roca y sus soldados y sus Remington, acaso preguntáramos: “¿Y por eso tienen una calle en su memoria?”.)
La historia es conflicto. La historia, en la Biblia, surge de la desobediencia, del pecado. Desobedecer a Dios es poner la responsabilidad de hacer la historia en los hombres. Aunque asimismo la historia los hace a ellos. Porque –vaya si lo sabemos– la historia también la hacen los otros. Y acaso, como hoy, ya no la haga nadie pues nadie puede controlarla. De aquí los aromas apocalípticos que recorren el planeta. Nunca, antes, estuvieron tan presentes. Nunca, antes, tantos locos –desde los halcones del complejo-militar industrial norteamericano hasta los fundamentalistas del Islam, o los imprevisibles de Rusia, Pakistán, India o la derecha israelí– estuvieron en posesión y poseídos por tan destructivos elementos diseñados para la hecatombe, la devastación, por la técnica de modernidad informática.