POLÍTICA, IMAGEN Y DISEÑO

 

por Andrés Gustavo Muglia

Cómo influye el diseño en la elaboración de una imagen de campaña política.Andrés Gustavo Muglia

En Argentina estamos en época electoral. Celebrado desde el punto de vista de momento culmine de la liturgia democrática —sobre todo en países de Latinoamérica, donde este ejercicio fue impedido por largos años—, el acto electoral pone de manifiesto más que nunca el grado de relación «carnal» existente entre la política y la imagen.

Si miramos retrospectivamente el fenómeno no es nuevo. Indica Pierre Francastel que ya Augusto (63 a.C. – 14 d.C.), emperador de Roma, impulsó la difusión de su imagen por todos sus dominios, incluidas las provincias. Todo notable romano que se preciara tenía un busto de Augusto en su residencia. Asesorado o iluminado, Augusto comprendió que la reiteración de su imagen, su presencia simbólica en todos sus dominios, reforzaba su poder.

Hoy, en plena campaña electoral, los medios masivos, los clásicos carteles y «pintadas», las gigantografías en las autopistas, repiten el nombre y la imagen de personas que quieren obtener su porción de uno de los tres poderes que ya enunció Montesquieu. El diseño está implicado en este juego como responsable de llevar a la práctica buena parte de este mensaje destinado a ganar votos, pues en esta batalla el arma principal es la imagen. Lo importante en un político no es ya el contenido de su discurso o su plataforma, sino la imagen que proyecte hacia el electorado. En esta construcción interviene un grupo de profesionales que palpa constantemente, a través de encuestas y sondeos de opinión, el impacto de esa imagen. Así, de acuerdo a estas mediciones se hacen modificaciones para agradar a la opinión pública y acercar votos a las urnas.

En 1932 Franklin D. Roosevelt accedió a la presidencia de los EE.UU. Adelantado a su época, su campaña se basó en una difusión de sus discursos a través de la creciente radiofonía americana. Del mismo modo Roosevelt ocultó su condición de inválido. Afectado por la poliomielitis en el año 1921, había quedado impedido de caminar. Para sus actos, un complicado armazón oculto bajo sus ropas lo mantenía en pie. En las fotografías y limitados registros fílmicos nunca se mostró a Roosevelt en silla de ruedas o con muletas; lo que hubiese dado en su época una imagen «débil» que no le convenía al político en campaña.

Del otro lado del Atlántico Adolf Hitler también había comprendido el poder de la imagen. Meses atrás fue descubierto un archivo privado de fotografías que se hacía tomar Hitler mientras practicaba sus discursos (en una habitación vacía). El futuro genocida estudiaba sus gestos para corregir sus posturas y dar mayor efecto teatral a sus palabras. En este sentido el nazismo entendió que la política era además un espectáculo. Como la Roma del «pan y circo» (de la que tanta imaginería birlaría el nazismo) Hitler impulsó grandes representaciones escenográficas: concentraciones, desfiles, discursos, juegos olímpicos; que luego eran documentadas en fílmico (para lo que reclutó a la talentosa cineasta Leni Riefenstahl), con destino a entusiasmar a las masas y contagiarles el fanatismo. A la sombra de ese espectáculo se llevaba a cabo el peor holocausto de la historia.

En la actualidad la imagen le ha ganado al discurso. Los políticos en campaña se parecen más a estrellas de TV que a los viejos moradores de los mítines. El diseño se entremezcla en toda esa parafernalia y da un marco que de ningún modo es secundario. Basta con considerar la importancia del color en una campaña política. Durante meses la vía pública y los mass media se verán invadidos de un asalto cromático que, como los ejércitos que se identificaban en el campo de batalla para no ser abatidos por «fuego amigo», vestirán a cada contendiente de tal modo que el electorado identifique automáticamente un color con un candidato. La difusa simbología del color tendrá una importancia fundamental para su elección. Colores «modernos», «jóvenes», «proactivos», «esperanzados», teñirán con su siempre ambigua interpretación a un sector político. Sumado a esto, la sistematización de todos los mensajes bajo una misma imagen bombardeará al votante hasta saturarlo. Las plataformas políticas son secundarias, la percepción que se tenga del candidato es lo importante.

Sin embargo concluida la campaña electoral y asumido el cargo al cual el candidato se postulaba, la campaña no cesa. En lugar de eso el político ya electo continúa en una suerte de campaña permanente. No se transforma en un administrador absorbido por la formidable infraestructura del estado, sino que cada acto que realice llevará una intencionalidad dirigida hacia esos mass media que lo ayudaron a llegar a su cargo. En lugar de reducir la visibilidad el ejercicio del poder la potencia.

Allí también interviene el diseño. En los últimos años el estado —nacional, provincial, municipal— ha venido impulsando una tendencia devenida del mundo empresarial. Tomar al estado como empresa y pensar su imagen en sus diversas y múltiples aplicaciones como un todo. Como Coca Cola, como Sony o como Kodak, el estado pasará a tener un color que lo identifique, un logotipo, un manual de uso y aplicación, que regirá los materiales visuales que produzca. Esto se da también a nivel internacional, en el caso de la «marca país». Esta tendencia que vista de un modo global es positiva —poner bajo un mismo código la enorme cantidad de materiales que el estado utiliza para comunicarse con la población; algo así como unificar la voz con la que ese estado habla—, se ve invalidada a veces por el hecho de que una determinada imagen queda identificada con el administrador de turno. De este modo cuando el político entrante llega, la imagen del saliente se va con él.

Pero el monstruoso aparato estatal, que no en vano Hobbes identificaba con el Leviatán, hace que por sus dimensiones y por su heterogeneidad sea casi imposible realizar este cambio de imagen de forma sincronizada. En los capilares de este organismo formidable (lejanas oficinas municipales, perdidos despachos y secretarías ministeriales) permanecerán todavía folletos y materiales con imágenes de pasadas administraciones. Así, y al menos durante un tiempo, el estado contará con una imagen múltiple y contradictoria, suma de los materiales nuevos y de los antiguos aún no agotados o sacados de circulación. El esfuerzo de dar una imagen unificada y sus implicancias simbólicas —un estado coordinado, moderno, etc.—, se diluirá y perderá fuerza por este fenómeno.

La problemática es de fondo y no un mero problema administrativo. La tradición latinoamericana basada en una política que rinde culto a la personalidad de los dirigentes, que se podría contrastar con la de algunos países europeos donde los gobernantes son vistos como meros administradores, conspira contra la idea de disociar la imagen del estado de la de quien gobierna. Gobernante, estado e imagen estatal forman un todo que se traduce indivisible cuando se produce el cambio de dirigencia; que es sinónimo de cambio de imagen. Curiosamente esta búsqueda del dirigente carismático no se origina en la propia política, sino en un electorado que todavía sigue analizando a sus dirigentes en términos intuitivos —«tiene cara de honesto», «parece un buen tipo», «es joven y viene a renovar», etc.—, en lugar de enfocar la mirada sobre las plataformas políticas. Mientras esto ocurra (y va a seguir ocurriendo) los diseñadores tendrán mucho trabajo.

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