DEMOCRACIA SUSPENDIDA

Por Martin Granovsky

Prever una desgracia no es lo mismo que sentirla cuando llega. Es lo que pasó el miércoles 24 de enero con el fallo en segunda instancia contra Lula.

Ninguna estimación seria daba alguna chance de que los camaristas de Porto Alegre revisaran la condena original del juez Sergio Moro, escrita sin pruebas y tras desechar testigos presentados por el acusado. Nada hacía pensar que Lula escaparía a la verdadera sentencia dictada por la élite brasileña:

no debe ser candidato en octubre porque es el favorito. ¿Para qué tanto esfuerzo golpista en 2016?

¿Para que dos años después el líder más popular de la historia de Brasil pueda ganarse el  derecho de retornar a la Presidencia? ¿Por qué los conservadores cambiarían de plan si del otro lado hay una intención de voto en alza pero no aparece, al menos por el momento, una decisión masiva y activa de defender el derecho a ser representado?

Imagen: EFE

Entonces, la dimensión histórica de la proscripción se hace patente en sus trazos decisivos. Por lo menos tres:


Al revés de México con la revolución de 1920 y el cardenismo, o la Argentina con el yrigoyenismo y el peronismo, Brasil no había vivido hasta la asunción de Lula, el 1° de enero de 2003, un proceso sólido de integración social, política, económica y cultural de las mayorías
. Esa carencia se daba, para colmo,

en el país que recibió más esclavos africanos desde el siglo XVI hasta el XIX. Más que América del Norte.

En la periferia del mundo

no hay ninguna otra experiencia de acceso mayoritario a la ciudadanía protagonizado por tantos seres humanos en el contexto de la democracia clásica. Las experiencias de recuperación económica a escala de masas se ubicaron en los países centrales:

los Estados Unidos desde Franklin Delano Roosevelt hasta la llegada de Richard Nixon, la Europa de posguerra gracias al Plan Marshall. Pero norteamericanos y europeos debían recuperar derechos, no vivir su instauración por primera vez.

Es verdad que Lula está siendo objeto del law-fare, la guerra política que utiliza, entre otras herramientas, el aparato judicial. El pequeño detalle distintivo de Brasil es que los conservadores aplican el lawfare no solo contra el principal líder político sino con el que puede ganar. Es un hecho que no se da en el resto de América Latina.

Y encima se produce en una nación de 230 millones de habitantes.

André Singer, el politólogo que fue vocero de Lula en su primer gobierno, escribió un artículo muy interesante en la Folha de Sao Paulo. Poniéndoles carnadura a las categorías científicas, señaló: “Alternancia no quiere decir que cada cuatro u ocho años cambia el partido en la Presidencia. Significa que en cada elección un partido diferente puede ganar, formar mayoría, asumir, gobernar y pasar democráticamente la banda para el siguiente presidente electo”.

Recordó que en la historia brasileña los partidos competitivos son los que representan a los sectores populares o a los de clase media.


Sobre la primera franja consignó que Getúlio Vargas se suicidó en 1954, Juscelino Kubitschek enfrentó levantamientos militares y Jango Goulart fue derrocado en 1964.

Lula fue el primero que normalizó el campo popular en la presidencia.

El ciclo quedó trunco por la crisis, por los errores políticos del PT, por el plan de ajuste aplicado por Dilma Rousseff, por la falta de cintura y por el golpe parlamentario de 2016. Ahora solamente Lula puede encarnar el lulismo,

un fenómeno de reconocimiento social que va mucho más allá de la izquierda y del PT y cruza todo Brasil, desde Sao Paulo hasta Pernambuco.

Singer llama la atención sobre el funcionamiento amañado de la Justicia. “Los testimonios de Pedro Correa, Sergio Machado, Néstor Cerveró, Emilio Odebrecht y Delcidio de Amaral sirvieron para condenar a Lula”, dice en su texto al citar nombres de delatores.

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“Al otro campo no.”

El ex vocero no justifica lo injustificable. “Combatir la corrupción es una bandera republicana que debe ser levantada bien alto”.

El problema es que “sin democracia campea la corrupción” y se pierde la garantía de alternancia real construida con tanto esfuerzo. Hay un objetivo, naturalmente.

Los conservadores avanzan en sus metas de contener el gasto público incluso en su fase social, desmontar las leyes de trabajo e imponer la reforma jubilatoria, y lo hacen con tanta determinación que ponen en peligro el contenido republicano de la Constitución de 1988.

Dice Singer que si la alternancia se corta,

“la democracia queda suspendida”.

Como Lula no es un profeta sino un líder político, queda claro que no se cansará de buscar alternativas concretas. Total, el No de los conservadores ya está. Aunque Lula jamás lo dirá, porque su objetivo es movilizar a los brasileños, la apuesta de mínima es reducir el daño y alejar al PT del riesgo de convertirse en un fantasma.

La apuesta de máxima, claro, es remover el No.


martin.granovsky@gmail.com

 

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