DE LA BATALLA CULTURAL A LA FRACTURA SOCIAL

por Martín Rodríguez

Algunos intelectuales hablan del nuevo gobierno como de un “cristinismo invertido”, un cristinismo de “derecha” que repite el manual de estilo: exaltación del decisionismo (todos los días una nueva medida que nadie conocía), nulo reconocimiento de la victoria electoral como logro colectivo (el 51% de Macri como el 54% de CFK, dejando a los radicales a un costado), concentración en la política de comunicación y un desdén por las convenciones institucionales, aquellas que hacen los procesos de gobierno más lentos, previsibles y acordados.
represeion a sindicalistas
Hay una diferencia notable entre macrismo y cristinismo (más allá de las “derechas e izquierdas”): una de las creencias más firmes del ideólogo Durán Barba es su tirria al microclima ideológico, al hábitat natural del militante político, donde ponen a jugar sus imaginarios, su teatro de sombras chinescas. El ecuatoriano cree que a la mayoría ciudadana sólo le importan las cosas concretas.

Así, el PRO evalúa como “costo menor” el efecto de decisiones autoritarias que, vislumbran, no afectan la vida cotidiana del común de la gente, sino a una porción menor de politizados que se expresan públicamente (sobre todo) en la ciudad donde el PRO gana las elecciones. Modifican la ley de medios (beneficiando a todos, principalmente a Clarín, borrando cualquier límite a la concentración), migran el Fútbol para Todos a las viejas/nuevas manos privadas (¡leer el TL de Fantino!), encarcelan a Milagro Sala por Protestar, etc. El macrismo actúa como un Estado Islámico: su ocupación del poder significa una suerte de profanación de los templos sagrados kirchneristas. ¿Por qué lo hace? Porque puede.

Información que está haciendo circular ATE Capital, el sindicato de empleados del Estado, repasa dónde está el meollo de los despidos nacionales: el Ministerio del Interior, el Ministerio de Trabajo, el Ministerio de Cultura (el Centro Cultural Kirchner), el Ministerio de Industria y Secretaría de Comercio Interior, el Ministerio de Desarrollo Social, el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, el Ministerio de Seguridad, Jefatura de Gabinete y Presidencia y organismos como AFSCA, OCCOVI u ORSNA. ¿De cuántos despidos hablamos hasta hoy a nivel nacional? Más de 4000 (el gremio actualiza permanentemente los números). La comisión directiva de ATE Capital se toma el trabajo de pasar en limpio los números concretos para no alimentar una sensación térmica paranoica. ¿Qué son 3500 despidos sobre la base de un total de más de 400 mil trabajadores estatales distribuidos en la órbita nacional entre el PEN, Entes Autárquicos y empresas del Estado? Proporcionalmente, y por ahora, pocos. Vistas de cerca muchas de esas historias resultan una colección de arbitrariedades para el disciplinamiento interno en la administración pública nacional y un mensaje social puertas afuera que dice: el Estado no es un lugar al que aspirar.

En Seguridad  despidieron a embarazadas o mujeres en lactancia. Y despidieron a un hombre de 60 años que llevaba diez años de funciones que terminó sufriendo un ACV. El macrismo opera sobre un sentido común simultáneo al del consenso que existe sobre el rol regulador del Estado en la vida económica: es el consenso contra el “privilegiado” trabajador estatal. El 1 de diciembre el “especialista en sociedad”, Guillermo Oliveto, publicó en el diario La Nación el resultado de un estudio que medía la paradoja de que el triunfo macrista se asentaba sobre la aprobación mayoritaria que tienen muchas políticas estatistas: desde la SUBE, las jubilaciones gestionadas por el Estado o la nacionalización de YPF. Estado y trabajador del Estado aparecen escindidos en el imaginario oficialista: se acepta (y repentinamente celebra) la nacionalización de YPF o Aerolíneas, pero simultáneamente se apunta contra los “ñoquis” en una controversia que tira al montón. Resulta tan tóxico como a alimentar el “odio” de un vecino pobre contra el otro vecino más pobre que “cobra el Plan”: el Estado presentado como un dador de privilegios. Como el tío bobo al que le asaltaron la casa los sobrinos militantes. Ese sentido común es popular en Argentina y la retirada kirchnerista le hizo el juego bravamente. Pero la noción del “ñoqui” es una intuición que tiene una tradición. También Menem diseñó su política de reformas con ese sentido “justiciero” aunque en un contexto drástico: había que sacarse a las empresas del Estado de encima (y a sus trabajadores también). El mundo de lo privado versus el mundo de lo público reponen su duelo callejero.

Durán Barba no experimenta sólo por su oráculo de focus groups que guían el “discurso sensible” del PRO, sino que promueve una política dirigida a una mayoría silenciosa que no gusta de la política y que evalúa las gestiones según la vara de su propio beneficio. Es un convencido de la posmodernidad, y en el baile en el balcón o en la foto del perro en el sillón de Rivadavia está el eco de su sonrisa. (Dijo hace días: “Yo siempre me reí del poder. Y me gustan los mandatarios que son capaces de reírse del poder y de sí mismos. Si ponemos a Balcarce cuando Mauricio es presidente, estamos diciendo ‘no nos la creemos, no somos dioses. Balcarce viene acá y está perfecto, somos seres humanos comunes’. Es el mensaje más profundo de la campaña de Mauricio.”) Para el macrismo, el kirchnerismo es una especie de tribu urbana formada esencialmente por progresistas con sus rutinas, símbolos y retóricas que viven frente al “nuevo gobierno” la zozobra de una profecía autocumplida: viven la “resistencia” que desearon vivir frente a un gobierno liberal. Es que el kirchnerismo tiene una factura: ayudó a crear al PRO. Desde 2003, el PRO fue hecho a su imagen y discrepancia. Son los dos hijos de la crisis. Y Cristina y los cristinistas se confesaron más cómodos y estimulados frente a Macri que frente a cualquier peronista díscolo, a quien consideraban más “vidrioso”, rebelde y peligroso (“Macri dice lo que piensa, es lo que parece”, y cosas así que se hicieron realidad). Y Macri actuó también bajo los parámetros de la representación que hicieron de él sus otros: invertir el universo simbólico kirchnerista. Pero el macrismo tendrá cita con el Congreso, con los sindicatos en las paritarias, y detrás, también, con una ristra de organizaciones sociales como la franciscana CTEP, la TUPAC, el Evita, etc., que componen un cuadro social tensamente equilibrado que desconocía y empieza a conocer. Los empoderados de Cristina no existen: existe un país fibroso con hambre de igualdad, competencia, desquicio, un país de agremiaciones. Las inconsistencias evidentes de la construcción “purificadora” del ciclo 2011 – 2015 sólo tardaron dos meses fuera del poder para verse a la luz.

El gobierno provoca el ideario kirchnerista pero hizo algo más que desmontar su durlock: devaluó. ¿Era la crónica de una devaluación anunciada y era la devaluación que “iban a hacer todos los candidatos”? Seguramente. Pero ocurrió. Y la gran pregunta es: ¿qué harán los sindicatos? Porque si este gobierno es un gobierno pragmático basado en el hacer “lo que hay que hacer” de la economía, la respuesta social será pragmática: ¿me alivia o me perjudica a mi economía doméstica? La posmodernidad pedagógica te deja más a solas con tu bolsillo. ¿No quieren relato? Pues bien: entonces quieren economía, pura economía. MI economía.

¿Qué harán los sindicatos?

El fondo de la tirria entre Moyano y el kirchnerismo (más allá de muchas particularidades y negociaciones), como apunta la socióloga Ana Natalucci en su investigación sobre sindicalismo y kirchnerismo, es el  retorno a un peronismo sindical, ese intento por “recuperar su estatuto de sujeto político, reflejada en la idea de columna vertebral del movimiento”, algo que en 1983 pareció sepultarse. En el acto en River de octubre de 2010, el líder camionero soñó en voz alta con un presidente trabajador y a Cristina no le hizo ni media gracia. La solución Caló llegó: un sindicalismo más a gusto con su rol corporativo. Moyano en cambio promovía la politización del sindicalismo que lo re-erigiera como el sujeto político del peronismo, y fue promotor de figuras para la política. Un ejemplo paradójico: Héctor Recalde.

Se sabe que para el despliegue deseado del capitalismo en Argentina la primera piedra en el zapato es el alto nivel de sindicalización. Ahí empieza un límite para el PRO: las negociaciones salariales donde Macri camina sobre las brasas de su 51%, es decir, los miles de trabajadores que lo votaron. No le toca lidiar con la Argentina de “la grieta” cultural sino con la Argentina de la fractura social: no contra los “empoderados” de Parque Centenario sino con los empleados de Cresta Roja, los sindicalizados, los que no se bajan del consumo, esa Argentina aspiracional que no quiere ser la carne de cañón del sacrificio para que un día llegue el desarrollo, sino saciar el hambre de consumo y mantener estándares de vida en el marco de un país donde el Estado no garantiza buena provisión de salud o educación, para empezar. Miguel Ángel Villegas, un empleado de Cresta Roja que fue desalojado a gomazos de la Richieri gritaba: “Yo lo voté a Macri porque quería un cambio. Mirá cómo me pagó, no tiene vergüenza. Le dio todo a los sojeros, a los bancos, a nosotros nada”. La voz de Miguel es el fondo de la interna y reconstrucción peronista.

En Argentina el desempleo construyó una identidad política. El trabajador argentino tiene una identidad que sobrevive a la condición laboral misma: puede estar desempleado pero es trabajador. En Argentina, hasta 1976, se disputó el reparto de la riqueza principalmente en el lugar de trabajo. Ese país no existe más, pero no todo se perdió. La recuperación económica también fue sindical: la Panamericana fue el dolor de cabeza de Berni, ahí donde talla SMATA pero también el PTS. Aunque persista un 33% de trabajadores en una informalidad ya estructural. Para arrojar un dato: en 2014 hubo 1.963 convenios y acuerdos colectivos. 5.227.294 trabajadores quedaron cubiertos, al alcance de estos acuerdos. Prácticamente todos los registrados.

Macri le cedió a “Los Gordos” de la anterior CGT oficial el manejo de la millonaria caja de las obras sociales: el médico Luis Alberto Scervino, afín al secretario General del sindicato de Obras Sanitarias, José Luis Lingeri. Es la insinuación de una fórmula vieja: darle plata a los sindicatos para que representen menos. Hasta hace poco, frente a algún paro de la CGT, muchos militantes devenidos funcionarios se sacaban selfies con sus trajes en las oficinas públicas y un cartelito que decía “Yo no paro”. Si la mayor reivindicación sindical de los años kirchneristas finales era la reducción del MNI (ya que nadie, tampoco el Estado o la militancia k, representaba a los millones de informales), creían que eso circunscribía los gremios a la defensa de una “aristocracia obrera” de trabajadores en blanco con obra social.  Moyano podría decir que terminó defendiendo esa “aristocracia obrera” porque no lo dejaron hacer política. El enfriamiento de la relación del sindicalismo y el gobierno k entre 2011 y 2015 fue paralelo a la exaltación de una militancia juvenil pura con escasa raíz territorial (municipal, sindical o provincial). Los primeros dos meses de gobierno macrista y sus medidas económicas sin medias tintas colocaron incluso la sensibilidad de esa militancia en la orfandad: ahora reclaman la presencia de los gremios y una campaña de afiliación al PJ. Un repliegue a las estructuras clásicas del peronismo después de ignorarlas, despreciarlas o creerlas superadas. En la selfie de los ex funcio el cartel debe decir “¡ahora paren, párenlos!”.

Se rinde examen en marzo, cuando las paritarias y en especial, la paritaria docente, madre de todas las paritarias, junto al ciclo parlamentario se enciendan. Un formidable tuit de Ernesto Semán resume la filosofía política que advertimos: “Los que ponen la paz interior de su vida privada (nació mi hija, hago meditación) al servicio de su ideario político, son los más violentos.” El macrismo no es gratis: vino con la “sorpresa” de un revanchismo público que cree regular. Pero el macrismo empezará a jugarse la suerte en la base de su propio 51%, un colectivo electoral que trasciende sus estereotipos. Y ya no podrá vivir de los fuegos de artificio de golpear al kirchnerismo. Afuera hay un país.

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