EL RIEGOSO ENSAYO DE FEBRERO

 

Por Modesto Guerrero

No es un exageración definir los sucesos de febrero en Venezuela como una jornada insurreccional preparatoria de luchas superiores que deberían conducir a definiciones políticas en el gobierno, en sus fuerzas armadas bolivarianas, en el movimiento chavista, y en la propia oposición.
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Sus efectos serán inexorables para América Latina, sobre todo en Argentina, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Cuba, incluso para gobiernos regionales que suponen que no serán afectados.

Siguiendo los registros verificables en la prensa venezolana, la oficial y la contraria, entre el 5 y el 18 de febrero hubo 19 marchas callejeras de la derecha opositora en siete de las 24 ciudades importantes del país. La única masiva fue en Caracas el día 12, con una expresión menor, de casi un tercio, la mañana del 18, cuando Leopoldo López se entregó. Esas marchas no se definieron por la cantidad de movilizados, sino por la intensidad de la furia desatada.

En el mismo lapso fueron quemados 37 edificios estatales, entre ellos dos sedes del Partido Socialista Unido de Venezuela, dos centros de distribución de alimentos, Mercal, la Fiscalía General, la Corte Suprema, el Consejo de la Judicatura, cinco bancos privados, 24 carros del gobierno –cinco de ellos policiales– un hotel turístico estatal en la isla de Margarita, decenas de árboles y pasto de parques en el lujoso este de la ciudad donde viven los jóvenes alzados.

El acto violento más invisibilizado en los medios corporativos internacionales y en la OEA fue el asedio de seis noches seguidas al edificio del principal canal de TV del Estado, similar al canal 7 de Argentina. Las imágenes filmadas muestran bombas molotov, tiros de pistola, piedras y otros objetos contundentes. Sorprende saber un dato, ofrecido para este informe por militantes chavistas de Petare, un barrio pobre del este de Caracas: los asediadores eran todos jóvenes, nunca más de 50 o 60, algunos con evidente aspecto de lúmpenes pobres, montados en motocicletas caras y resueltamente armados, una imagen que evoca los saqueos de diciembre en Rosario, Entre Ríos y Córdoba. Actuaron con la técnica guerrillera de pegar (en este caso, quemar), retirarse y reagruparse. Altos funcionarios del gobierno y cuadros chavistas atribuyen esa conducta a la asesoría de paramilitares.

En las jornadas, iniciadas el 5 de febrero, se registraron cuatro muertos, tres de ellos son estudiantes antichavistas, el cuarto, un reconocido dirigente bolivariano del más combativo y organizado barrio del país, el 23 de Enero. Pero hubo 84 heridos entre policías, militantes progubernamentales, estudiantes derechistas y vecinos no combatientes.

Todo indica que estuvimos en presencia de un intento insurreccional de propósitos serios, aunque de final medio frustrado para los insurrectos. Sus dos líderes visibles, Leopoldo López y su vocero, fueron apresados mientras que las violentas acciones iniciales, poco contenidas por el gobierno entre el 5 y el 12, decayeron desde el séptimo día, cuando se entregó López y el gobierno decidió actuar con resolución. Este carácter de insurrección se revela en la suma de las acciones realizadas en las ciudades escogidas, su objetivo político manifestado, la ausencia de demandas sociales o económicas (la consigna dominante fue el «fin de la tiranía castro-chavista-comunista»), la cautelosa participación de la embajada de EE UU, la activa incidencia de paramilitares de la Fundación Internacionalista para la Democracia Uribe Vélez y de los grupos neonazis europeos Cruz Céltica y Otpor, pero también por el sector de clase que actuó como vanguardia, por el método y las técnicas de lucha usadas, casi todas de acción directa.

Un elemento discursivo y un rostro revelador retrataron el sentido insurreccional. Lo que Leopoldo López dijo a la prensa internacional frente a la Fiscalía, el día 12 a mediodía retratan al movimiento : «¿Hasta cuándo estarán en las calles?», preguntó una reportera; él respondió con palabra resuelta, mirada firme y gesto adusto: «Hasta que se vayan quienes están gobernando.»

A falta de capacidad operativa militar para ejecutar un golpe de Estado tradicional, como en Honduras y Paraguay, la derecha venezolana acudió a los recursos de las llamadas «guerras de baja intensidad» o de «cuarta generación», algo de moda en el mundo contemporáneo, cuyas señales vibran en países como Ecuador, Bolivia o Argentina, según sus condiciones particulares.

Si algo debe registrarse como nuevo en la  Venezuela bolivariana es la aparición de núcleos estudiantiles y juveniles con ideología y conducta filo-fascista o neonazi. Es, apenas, un resultado de 15 años de resistencia sostenida a un gobierno de izquierda.

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