HASTA SIEMPRE , RUDY

por Roberto Bardini

En la madrugada del 20 de mayo falleció “El Alemán” Rodolfo Pfaffendorf. Tenía 71 años y hasta el último momento peleó contra el cáncer de pulmón con la misma tenacidad que se caracterizó desde adolescente en su lucha dentro de la Resistencia Peronista. No claudicó en aquel entonces ni se rindió ahora. Era la representación viviente de aquella frase de Ernest Hemingway en El viejo y el mar: “El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.condor .redimensionado

Fue un hombre discreto, sobrio. Le escapaba a los reflectores, no le interesaba salir en la foto. Como se dice ahora –y se dice hasta la exageración de cualquier perejil taimado– mantenía “un perfil bajo”. Por eso quizás sea bueno contar quién era. Recordar, por ejemplo, que el 9 de junio de 1961, cuando se conmemoraban cinco años del fusilamiento del general Juan José Valle, Rudy fue –junto con Dardo Cabo, Américo Rial y Andrés Castillo– uno de los siete fundadores del Movimiento Nueva Argentina. Y que menos de un año después, el MNA era el más numeroso y beligerante de los encuadramientos juveniles peronistas de aquella época.

Eran tiempos difíciles. El aquelarre venéreo de simios amontonados bajo la pomposa etiqueta de “revolución libertadora” –que, como se sabe, no fue ni una cosa ni la otra– había instaurado un régimen de encierro, destierro y entierro. Pero los muchachos peronistas imprimían volantes y modestos periódicos efímeros, pintaban las paredes con alquitrán, tiza o carbón, ponían el pecho en la calle, rompían actos políticos de los “contreras”, enfrentaban a la Guardia de Infantería un día sí y otro también, recurrían al “caño” y al cóctel molotov.

La década del 60 fue una etapa muy distinta a la del 70 y no hablemos de la actual. Hasta el vocabulario era diferente. Carecían de significado muletillas como “gestión”, “articulación”, “referente”… Los militantes no mencionaban el vocablo “militancia”; simplemente militaban. Eran perseguidos, iban presos, aguantaban la picana eléctrica y muchas veces terminaban muertos, pero no hablaban de “la militancia”. En todo caso, se referían a “la lucha”. Porque eso era lo que hacían, sin declamarlo: luchar.

Esos muchachos, en su mayoría hijos de obreros o modestos empleados,  trabajaban o estudiaban y, muchas veces, las dos cosas a la vez. Respetaban a los militantes de generaciones anteriores, los escuchaban, aprendían; no tiraban por la ventana a un viejo por día. Se reunían en un bar y eran seis o siete alrededor de una única taza de café porque no había plata para más. Ninguno usaba traje, ni tenía coche, ni ocupaba cargos en la empresa privada o la administración pública. No mendigaban una cátedra, un contrato, un nombramiento, otra categoría mejor. El único puesto al que aspiraban era el puesto de lucha.

Y en esos años de lucha, Rudy Pfaffendorf participó tras bambalinas de aquella pequeña gran gesta juvenil conocida como Operación Cóndor, que conmovió a la Argentina el 28 de septiembre de 1966. Fue el  día que 18 muchachos peronistas desviaron un avión de pasajeros en pleno vuelo, aterrizaron en las Islas Malvinas e hicieron flamear siete banderas argentinas. “El Alemán” –que tenía 27 años, estaba casado y era padre de dos niños– no pudo integrar el grupo porque Dardo Cabo, el jefe del comando, había decidido que sólo participaran de la acción jóvenes solteros y sin hijos. No obstante, se ocupó de tareas de prensa, divulgación y propaganda junto con el periodista Américo Rial, que entonces trabajaba en Crónica.

Rudy descendía de alemanes. Estaba emparentado con un joven oficial que combatió en la Primera Guerra Mundial y que el escritor Ernest Jünger menciona en Tempestades de acero. Y se sentía orgulloso de haber sido alumno del Colegio San José, donde –según decía– aprendió “a ser caballero”.

Alto, elegante y pintón, mezcla de dandy y pibe de barrio, fue un lector apasionado por la historia y un tenaz organizador de homenajes en cada aniversario del operativo de 1966. También fue un “amiguero” crónico: para él, cualquier pretexto era bueno para organizar una reunión, cena o brindis.

Le preocupaba la situación política de Argentina y discutía con vehemencia. Tenía actitud de cóndor dentro de un peronismo caracterizado por el estridente cacareo de gallinas y el módico aleteo de perdices. Apologista de la era de los titanes y los personajes épicos, sufrió sus últimos años en un tiempo de enanos políticos y despreciaba a los que, para elevarse, se dedican a trepar. A los pigmeos mentales que un día escalan a un puesto equivalente al grosor de un ladrillo acostado y la altura los marea.

Personalmente, lo recordaré como un buen hermano mayor. Sus camaradas y amigos lo van a extrañar. Todos ya lo estamos extrañando.

Pero él, por fin, descansa en paz.

Bambú Press

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