MEJOR VOLVER AUDACES



Por Ricardo Aronskind   ***

El economista Ricardo Aronskind realiza en esta nota una caracterización del gobierno de Alberto Fernández, y concluye que la situación local, agravada por la crisis internacional, requiere un tipo de comportamiento mucho más audaz y decidido del gobierno nacional. Un gobierno, sostiene Aronskind, cuyo instinto conservador parece inadecuado para las circunstancias excepcionales en las que vivimos.



INTRODUCCIÓN

Pasados casi dos años y medio de gestión del Frente de Todos, más de la mitad del mandato constitucional, contamos con una serie de elementos de juicio para sacar conclusiones sobre las características de este gobierno.

La caracterización del gobierno del Frente de Todos ha sido un serio problema teórico y político, porque ha obligado a un esfuerzo para superar las clasificaciones fáciles y rápidas.

El gobierno de Alberto Fernández no es un gobierno neoliberal, ni es un gobierno kirchnerista. Es un gobierno que expresa en buena medida el universo conceptual de Alberto Fernández y de su entorno construido a lo largo de décadas de actividad pública.

Que el gobierno no puede ser calificado como “kirchnerista” es en realidad algo que el Presidente deseaba que pasara, y lo está logrando, con resultados en diversos planos que también están sujetos a controversia.

La presencia de Cristina en la Vicepresidencia de la Nación ha sido también un motivo de confusión y de malentendido, aprovechado por la derecha para tratar de instalar que este gobierno es “K” –con la connotación oprobiosa que ese sector le da a esa letra-.

Pero también es motivo de desorientación para todo el espacio progresista, nacional y popular, y de izquierda, que existe en la coalición gobernante, por la evidente disonancia entre las connotaciones que despierta el nombre de CFK y la práctica política y discursiva de la actual gestión.

CARACTERÍSTICAS DEL GOBIERNO ALBERTISTA SEGÚN SUS DICHOS Y ACCIONES

Da la impresión que en la figura de Alberto Fernández conviven buenas intenciones, deseos genuinos de mejora social, espíritu humanista, con un fuerte respeto por la formalidad de las instituciones deformes que tiene la Argentina, y por la autoridad extra-democrática del poder económico sobre diversos aspectos de la vida del país.

Es evidente que toda la lógica de acción de este gobierno no tiene nada que ver con el imaginario al que terminó asociado el kirchnerismo.

Vale recordar que en un país que se estaba resignando a la obediencia de los grandes partidos políticos a los dictados de las corporaciones, el kirchnerismo fue una sorpresa que entusiasmó a millones, pero que generó una furia indescriptible en los sectores sociales que rodean u orbitan bajo la lógica política del capital concentrado.

De ese sector social autoritario e intransigente en relación a sus intereses, surgió la versión del “extremismo” de los Kirchner, de su “soberbia” y “autoritarismo”, y de la ficciones sobre su “chavismo” y su voluntad expropiatoria y antiempresaria.

No hubo en eso improvisación, sino un largo y sistemático trabajo de implantación de imágenes falsas en sectores de clase media, que terminaron conformando la masa electoral cambiemita, y también la masa de caceroleo y de protagonistas de las marchas republicanas a favor del dólar libre y demás causas dictadas desde el poder económico y la derecha.

Lo cierto es que, desgraciadamente, buena parte del peronismo que se retiró del gobierno de los Kirchner desde que empezaron conflictos severos con el poder corporativo y mediático, tomaron esa versión ficcional, machacada por la derecha, y adhirieron a ese discurso que ponía en eje en la supuesta vocación “conflictiva” de Cristina, que sería innecesaria en un país que estaría dispuesto al diálogo, pero que era llevado a la confrontación por la personalidad, el estilo y los modales de una persona que era seguida o por fanáticos ideológicos, o por pobres infelices comprados con prebendas estatales.

Parte del peronismo que no quería la confrontación con los factores de poder, que tiene un instinto conservador y resignado en su visión del mundo, que está perfectamente adaptado al subdesarrollo estructural de la sociedad y a la falta de proyecto nacional de la clase dominante argentina, tomó el discurso anticristinsta de esa clase y lo hizo suyo.

Alberto tomó de ese “marco conceptual” el espíritu de buena parte de las frases que hizo famosas, hablando contra la grieta –otro éxito comunicacional de la derecha-, mostrando moderación y rechazando las confrontaciones.

La idea era -y es- que nadie pudiera acusar a su gobierno de “hegemonismo”, que en el léxico de la derecha quiere decir “gobierno popular que acumula poder y lo ejerce”. El gobierno de Alberto Fernández se ha caracterizado, desde el primer día, por no querer acumular poder, y mostrarle todos los días a la clase dominante que no les disputa el poder, ni pretende debilitar el poder fáctico que han acumulado en las últimas décadas sobre la sociedad argentina.

Alberto no quiere ganar, o al menos no quiere que alguien piense que quiere ganar. Desde el comienzo de la gestión, la preocupación es demostrar afabilidad con los factores de poder, salvo alguna arremetida verbal accidental. Se juega, en todo caso, a empatar. Es lo que pasó con la Ley de Emergencia de diciembre de 2019, apenas unos días de asumido el gobierno, quien se autoimpuso una traba legislativa en materia de retenciones a la exportación agropecuaria, como señal de buena voluntad hacia “el campo”, renunciando a un instrumento muy importante para regular los precios internos de los alimentos.

Alberto tiene como límite a su imaginación política la mirada retrógrada del diario La Nación. La tribuna de doctrina reaccionaria lo ha maltratado constantemente, y lo ha puesto bajo la sospecha de presunto “kirchnerismo”. Eso empuja al gobierno a demostrar con hechos que no hay nada de confrontativo en él, no hay nada de “malo” en términos de lo que la derecha local identifica como malo, y que se guía por el principio de la colaboración voluntaria.

En un país en el cual la clase dominante sólo respeta de la Constitución Nacional el principio de propiedad privada, toda imposición desde los poderes democráticos es vista por este sector como un inicio de autoritarismo que no puede soportar.

El albertismo parece haber incorporado, por convicción o por conveniencia, esta mirada de la elite argentina.
 El problema se vuelve de fondo cuando esa actitud deriva en la internalización en el espacio peronista de la mirada de la derecha, como si fuera un principio legítimo.

A los intereses corporativos se los consulta, se les pide, se respeta su veto, no se los critica en público y en lo posible no se piensa por afuera del marco tolerable por ese sector. 
Sólo con un altísimo consenso social se les pide algo más allá de lo que están dispuestos a dar, como el impuesto por única vez que se le pidió a una minoría súper rica en el contexto de pandemia. Consenso social que por otra parte no se trabaja políticamente, sino que se toma de lo que se genera espontáneamente en la sociedad. El Frente de Todos hace nulo trabajo político, salvo el que deriva de la tarea de gestionar con muchas limitaciones propias, e impuestas por el poder dominante.

Estamos hablando de una sociedad que está ultra intervenida en las ideas e “información” que circulan desde los medios y las redes, por las terminales del poder económico.
 No hay “opinión pública espontánea” sino opinión pública construida. Si el pensamiento crítico se calla y no se expresa, todo lo que circula es pensamiento retrógrado, al cual luego se supedita mansamente el gobierno. Ese es un punto llamativamente diferente al del gobierno kirchnerista, que daba una batalla comunicacional y conceptual clara a las ideas imperantes. Ofrecía, mal o bien, una versión alternativa de los cosas, y con eso generaba pluralismo democrático.

Así, el “volver mejores”, si se acepta el marco conceptual de la derecha, es volver más dóciles, menos audaces, más previsibles y más predispuestos a un diálogo “vinculante” con un sector que no es portador de un proyecto válido para toda la población, sino de estrechos intereses particulares. Al reducir la distancia con la mirada del poder económico, se reduce el arco de lo posible.

Lo mismo se puede decir de la expresión “es con todos”. Tomando como punto de referencia el momento en que diversas fracciones peronistas se fueron desgajando del gobierno kirchnerista, a medida que este mantuvo un rumbo independiente de los dictados de los poderes fácticos, la expresión “es con todos” parece aludir a la convocatoria a la unión del kirchnerismo de 2015, con todos los otros espacios peronistas (intendentes, gobernadores, dirigentes sindicales) que se alejaron por diversas razones de la órbita de Cristina.

Pero ese “es con todos”, como parte del marco conceptual incorporado de la derecha, tiene especialmente problemas con lo que la clase dominante odia del kirchnerismo, como por ejemplo 678, como símbolo de un espacio crítico y develador del hipócrita discurso republicano de la derecha local.

Si. Es con el kirchnersimo -¿cómo podría ser de otra forma, si fue la base del triunfo del Frente de todos?-, pero es con un kirchnerismo silenciado, desmovilizado y neutralizado. En ese papel quedará maniatada la propia Cristina, que por responsabilidad institucional deberá limitar fuertemente su aparición pública y el tenor de su crítica.

No podemos dejar de señalar que de por sí el kirchnerismo dista mucho de ser una fuerza política organizada, que esté en condiciones de aprovechar el gran caudal de adhesiones y de recursos que posee a lo largo del país para incidir en la dinámica social. Por diversas razones políticas y de estilo, el kirchnerismo no ha desplegado todo su potencial transformador, y la presencia de su líder indiscutida en tareas pública ha reforzado su inactividad de los últimos años.

Un aspecto en el que la tradición peronista de la que abreva Alberto Fernández –el peronismo porteño- confluye con los deseos de la derecha local, es en el tema de la movilización popular.

El estilo del Presidente es más formal, más vinculado a las negociaciones y a los encuentros de dirigentes, que a la presencia fuerte de sectores sociales en las calles. Esa particularidad argentina, odiada por el antiperonismo en tanto manifestación de poder popular, y comenzada a utilizar por la derecha golpista en los años de Cristina para sus propios fines, no es del agrado presidencial, y no se alienta en ningún sentido esa presencia “extraña” en las calles. Presencia que se desalentó incluso cuando la Quinta Presidencial estaba rodeada de bandas policiales de la Provincia de Buenos Aires. Es otra forma de decirle al poder “somos buenos, no mordemos, no incluimos ninguna práctica política inquietante”.

En el espacio de lo que parece ser “el albertismo”, nunca queda claro cuánto hay de “no conviene hacer tal cosa porque no da la relación de fuerzas” y cuánto hay de “eso no lo vamos a hacer porque no creemos en eso”.

La relación con la clase empresarial se entiende fundamental, y no es que CFK no quisiera también establecer una buena relación. No hay discrepancias entre los socios de la coalición en relación al modelo capitalista. Las diferencias aparecen en relación a qué grado de autonomía tiene que tener el Estado en relación a los sectores dominantes, y cuán posible es, a través de consensos, generar un modelo de desarrollo socialmente potable.

En su momento, el kirchnerismo acrecentó su potencia política, mediante el entusiasmo y las esperanzas que generaba en vastos sectores de la sociedad
. Esa adhesión le permitía negociar en una forma más fuerte con sectores del capital. El albertismo, dada la influencia más significativa de la ideología de las corporaciones en su esquema, parece apuntar más a la moderación de las expectativas populares, y a la depresión de las pasiones, para buscar la confluencia con el modesto horizonte económico que surge de las presiones empresariales internas y del FMI.

SITUACIÓN EXCEPCIONAL Y MODERACIÓN DISFUNCIONAL:

La discusión sobre los estilos de gobierno y sobre los matices del capitalismo periférico argentino es opinable. Cuanto más sereno sea el escenario económico-social, más es la diversidad de opiniones admisible.

Pero ocurre que el panorama local fue sacado de un estado socialmente aceptable -como lo era hasta 2015- para ponerlo en un lugar de fuerte inestabilidad económica a través del gobierno macrista. Inestabilidad financiera, pero también inestabilidad fiscal, monetaria y de la actividad económica, que acentuó el desempleo y la pobreza.

Eso recibió el gobierno de Alberto, que dado su talante, no utilizó sus primeros 100 días para tomar medidas fuertes de cambio de rumbo. Luego estalló la pandemia, que tampoco fue aprovechada como una ocasión excepcional para tomar medidas excepcionales, como por ejemplo un mayor control sobre los precios de los productos básicos mientras millones no tenían empleo. Nada de eso se hizo, como tampoco crear un esquema de aprovisionamiento popular que debilitara a los monopolios que controlan rubros clave de la canasta familiar. Podemos inferir que esto tuvo -y tiene- que ver con no disgustar a los monopolios y a los medios que los expresan.

Lo cierto es que a pesar de haber llegado a arreglos con los acreedores externos privados, y con el propio FMI, la desconfianza de los financistas globales continúa, y Argentina no consigue crédito a tasas razonables.

Por lo tanto, el gobierno debe financiarse a tasas muy altas con los actores locales, lo que genera una explosiva situación de endeudamiento interno. Los monopolios continúan remarcando alegremente, lo que obliga a elevar la tasa de interés interna para que los depósitos no se pasen al dólar, obliga a elevar el gasto público para apoyar el acceso a los alimentos de amplios sectores populares, crecen las lógicas presiones sindicales para recuperar el salario real y se profundiza la velocidad de la devaluación requerida para que el tipo de cambio no se retrase.

Y vino la guerra en Ucrania, que aceleró un proceso inflacionario internacional que venía en marcha ya desde 2021. Ahora son los precios de ciertos alimentos, los fertilizantes y los costos de la energía los que están subiendo en el mundo, y aquí.

Mientras todo esto pasa, sectores del poder económico interno no aceptan que se tomen las medidas imprescindibles para proteger a la población
. Mientras Indonesia, principal exportador mundial de aceite comestible prohíbe las exportaciones de ese producto, y la India prohíbe la exportación de trigo para no hambrear a su población, en Argentina se impone el veto sobre la posibilidad de poner retenciones o cupos a la exportación, así como de aplicar leyes antimonopólicas o de abastecimiento para frenar la especulación privada.

La situación, hay que decirlo con claridad, es grave y peligrosa.

Contiene elementos que podrían poner fuera de control variables sociales y económicas fundamentales. No es sencillo el panorama, porque el cuadro externo parece deteriorarse aún más, debido a una crisis financiera en ciernes en los Estados Unidos.

Estas situaciones en todo el mundo, y también en Argentina, obligan a los gobierno a acciones mucho más audaces que las habituales para mantener el control sobre el timón económico, y exigen a los estados autonomía de decisión en relación a los intereses particulares, para salvaguardar valores elementales, como la paz social y la vida de los habitantes.

Pero resulta que el actual gobierno argentino no cree en ese tipo de políticas, atrapado en la mirada conservadora de la derecha antisocial local, y pretende actuar como si viviéramos en tiempos “normales”, moviéndose con mucha parsimonia en relación a hechos económicos que se suceden y potencian constantemente. No sólo se mueve así, sino que no alerta a la población sobre lo que está ocurriendo. Actúa una realidad que no es tal.

Hoy la moderación es una idea inadecuada para guiar la acción en relación al cuadro internacional y local en plena evolución.

Ahora precisamente la prudencia en la acción de gobierno requiere un tipo de comportamiento público mucho más audaz y decidido del gobierno nacional. Un gobierno cuyo instinto conservador parece inadecuado para las circunstancias excepcionales en las que vivimos.


*** Ricardo Aronskind – Economista y magister en Relaciones Internacionales, investigador docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento.

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