¿QUÉ ES VIVIR BIEN?

 

Por Ricardo Aronskind   ***

 

LA DESTRUCCIÓN DE LA BIOSFERA Y EL TRASTOCAMIENTO DEL “MAPA HACIA EL PROGRESO” / Sin haber logrado los estándares de vida que sus capacidades permitirían obtener –dados los reiterados boicots de civiles o militares tanto como de norteamericanos y europeos abocados a que, al igual que el resto de la región, no levantara cabeza– y enfrentando un mundo que ha cambiado y que pone en duda el sentido de mantener las mismas metas que hace setenta años: así se encuentra nuestro país.

De allí que, mientras las corporaciones siguen dedicadas a acumular riqueza a costa del bienestar de la población, de los fondos del Estado y de los recursos naturales, el campo popular deba repensar sus objetivos y propuestas. Soluciones hay, y se vinculan con la posibilidad de convergencia entre un tipo de desarrollo social y humano y el resguardo de la casa común, lo que requiere ser asumido como una tarea colectiva por toda la humanidad.

Fotos: Sebastián Miquel

Hace setenta años no teníamos dudas: había que crecer. Crecer, en aquella época, era producir riqueza y elevar el nivel de vida de las mayorías. Elevar el nivel de vida, en ese entonces, consistía en que la gente accediera a más bienes y servicios para que viviera mejor, con menos carencias o más confortablemente.

Hoy, lo que vamos sabiendo, conociendo y aprendiendo sobre el mundo, la naturaleza y lo humano nos saca de ese conjunto de certezas tan precisas, nos trastoca el “mapa hacia el progreso” y nos coloca en otro escenario de evaluaciones y decisiones.

En el capitalismo de posguerra se repetía como un mantra que había que producir más para satisfacer las necesidades de la gente. 
Las necesidades, a su vez, no eran estáticas, sino que se iban “descubriendo” nuevas necesidades a medida que “avanzaba” la civilización. Siempre el horizonte de los bienes a adquirir se corría y había que producir más, cada vez más cosas para “satisfacer las necesidades” de cada vez más gente.

Por supuesto que las nuevas necesidades que aparecían no eran espontáneas, sino que estaban cada vez más intervenidas por las ofertas que realizaban las empresas –a su vez, cada vez más grandes e influyentes– que habían descubierto, mediante múltiples técnicas de comunicación, el arte de incidir profundamente en la subjetividad de las masas, que se mostraban dóciles y maleables a la prédica consumista. Nacían y se criaban –o eran criadas– en el mundo del consumo, más allá de si podían cumplir o no sus sueños de concretarlo.

El capitalismo tiene como marca de fábrica la acumulación de capital, 
es decir, un ciclo económico que nunca se repite porque siempre tiene que ampliar lo producido y lo vendido para que las ganancias crezcan. En las décadas de oro de la posguerra, las empresas, para ganar más, tenían que hacer crecer la producción, que por ser masiva requería que hubiera un consumo siempre creciente para absorberla. A tal punto estaba –y está– incorporada la “obligación” de la expansión del producto, que en cualquier país la falta de crecimiento económico es vista como un claro fracaso del Gobierno de turno.

En paralelo, los avances en la medicina redujeron dramáticamente la mortalidad infantil y prolongaron la vida, contribuyendo a consolidar un piso enorme de población mundial, aumentando más aún la presión sobre los recursos de la biosfera.

La idea de la expansión ilimitada estaba arraigada en la visión del mundo del siglo XVIII, donde “El Hombre”[1] había comenzado a sentirse en el centro de la creación, capaz con su propio raciocinio de doblegar todas las dificultades y limitaciones, y la fe en la ciencia daba pie a la ilusión en un ciclo de progreso infinito.

La convicción que primaba en el norte de Europa, que se autopercibía como el centro del universo, era que los recursos mundiales eran tan grandes que no había que preocuparse por su eventual agotamiento. El horizonte del agotamiento de los recursos no existía.

El capitalismo actuó durante parte del siglo XX con la sensación de crecimiento ilimitado, infinito.

La particular circunstancia de la posguerra mundial, con la competencia abierta entre dos sistemas sociales antagónicos –capitalismo versus socialismo estilo soviético–, provocó en el núcleo de las potencias capitalistas centrales una particular reacción: diseñar una versión especialmente regulada de capitalismo en la cual el Estado cumplía un papel muy importante, para garantizar la reproducción del capital y al mismo tiempo sostener un nivel aceptable de vida para las masas –al menos en los países centrales–, a fin de impedir que estas fueran tentadas por el modelo social alternativo.

Al mismo tiempo, los soviéticos, en el período posestalinista, pretendieron demostrar que contaban con un sistema de organización de la producción que era capaz de batir al capitalismo en el propio terreno de la producción de bienes de consumo para las masas. Se competía por quién podría “satisfacer las necesidades” más abundantemente.

La preocupación por el medioambiente no tenía relevancia política en el marco de una confrontación sistémica que todo lo absorbía. El accidente de Chernóbil no fue tomado como una advertencia universal, sino como un elemento más de propaganda en la Guerra Fría. Los procesos de desertificación se entendían como problemas específicos de los Gobiernos de África o Asia Central. Los derrames de petróleo eran tratados como accidentes de alguna empresa puntual. La desaparición de especies, como un efecto menor y sin importancia del progreso. La quema del Amazonas, como un triste incidente de una desafortunada gestión presidencial.

En todo caso, cuando algún problema ambiental serio aparecía en los medios de difusión, se lo resolvía apelando a la fantasía tecnológica de que a cada incidente ambiental que surgiera se le podría dar una solución técnica –que además proporcionaría una nueva fuente de negocios, de ingresos y de progreso…–. No olvidemos que el actual derretimiento del Ártico es visto como una excelente oportunidad para acortar las rutas comerciales entre Oriente y Occidente ¡para seguir “satisfaciendo necesidades”!

Las crecientes advertencias sobre el deterioro ambiental de algunos científicos comprometidos y activistas sociales comenzaron a sensibilizar y a crear conciencia: no estábamos frente a episodios anecdóticos y aislados.

Los daños que se producían eran irreparables, y estábamos en camino de arruinar el agua de ríos y océanos, hacer desaparecer miles de especies que hacían a la biodiversidad y el ecosistema, agotar la fertilidad de la tierra y envenenar el aire, además de provocar incendios, inundaciones y devastaciones varias producto de la irresponsabilidad de los poderes fácticos y la indiferencia o complicidad de los poderes públicos. La opinión pública empezó a enterarse.

No era fácil el desafío de ver el fenómeno. No olvidemos que en el transcurso del proceso civilizatorio vivido en los últimos siglos, que giró en torno al proceso de acumulación mundial de capital, hasta nuestro propio cuerpo y nuestro propio cerebro han sido transformados en una máquina de consumo de bienes y servicios de mercado, en muchos casos superfluos e innecesarios, más relacionados con el estatus y la compulsión consumistas que con la satisfacción de necesidades.

Se derrite el mundo, de la mano del modelo del consumismo infinito

La expansión del mercado mundial, en el contexto de un modelo de expansión del consumismo, empezó a mostrarse cada vez más inviable en las últimas décadas del siglo XX y comienzos del siglo XXI.

Se fueron presentando señales en la naturaleza, intuiciones en el campo del pensamiento acerca de que algo estaba funcionando mal, y luego pruebas en el campo de la investigación científica de que la ampliación infinita del consumo imitativo del estilo de vida norteamericano no era sostenible ni generalizable. Lleva a la extinción de la vida en la Tierra.

Ese estilo de vida, la zanahoria del sistema cultural hegemónico actual, está basado en el despilfarro de recursos por sobreconsumo, impulsado por una presión cultural sistémica por el “éxito”, acelerado mediante obsolescencia programada de los objetos de consumo y obligado por los reiterados saltos tecnológicos, que se vuelven crecientemente compulsivos en cuanto a plantear la abierta exclusión de las formas de vida y comunicación actuales.

Sin embargo, la consciencia existente en núcleos científicos, militantes “verdes” y agrupaciones ecologistas sobre el peligro de destruir la biosfera por sobre explotación no fue acompañada por una decisión colectiva de los poderes políticos que garantizara el giro hacia otra forma de organizar la vida en sociedad.

En esa inacción pública para actuar eficazmente contra el deterioro ecológico evidente se pueden ver algunas de las principales trabas estructurales que enfrenta la humanidad para hacerse plenamente cargo del peligro y tomar las medidas adecuadas para ponerlo bajo control.

La humanidad se encuentra fragmentada en Estados nación en competencia política y económica, con bajo espíritu colaborativo, y atravesada universalmente por el modo de producción capitalista basado en la fantasiosa idea de la acumulación infinita.

El capitalismo altamente concentrado del siglo XXI es incapaz de pensar un freno a sí mismo.
 No concibe una regulación –propia o ajena– que lo obligue a adecuarse a las necesidades de supervivencia de la biosfera. No está en condiciones de autoconducirse seriamente hacia la sustentabilidad. Y los poderes políticos, al expresar por lo general los intereses empresarios o estar subordinados a ellos, no lo incorporan seriamente en su agenda de temas prioritarios.

Recordemos que cuando el capital mundial en los años ochenta decidió que las privatizaciones de las empresas y los recursos estatales eran un gran y suculento negocio en todo el planeta, fue capaz de implementar una campaña global de presión política y comunicacional de tal magnitud que no quedó casi rincón del planeta sin sufrir ese tipo de políticas.

Hoy, con un grado aún mayor de influencia política y mediática, el capital global niega el problema ecológico, porque lo percibe en contradicción abierta con sus propios intereses sectoriales. El caso extremo que expresó esta tendencia de las grandes corporaciones fue la gestión de Trump, que tuvo como política oficial la negación del cambio climático y el despido del personal estatal que se ocupaba del seguimiento de este gravísimo problema.

En la periferia, una contradicción adicional

En la periferia del capitalismo central, en cambio, el desarrollo de las fuerzas productivas era mucho más incipiente a mediados del siglo XX, y, gracias al caos que se produjo en el centro del sistema entre 1930 y 1945, apareció con fuerza la idea de reducir la distancia económica y social con los países centrales, la idea del “desarrollo”.

Basado en una matriz fundamentalmente imitativa, se trataba de igualar los estándares de vida, de bienestar y de consumo de las economías más “avanzadas”. El “desarrollo” venía de la mano de la “modernización”, que en la periferia latinoamericana tenía mucho de invitación al capital extranjero a invertir para modernizar la producción, y la “educación” de las masas en nuevas formas y estilos de consumo provenientes de los países centrales.

El proyecto del desarrollo resultó ser mucho más esquivo de lo que en su momento se pensaba, porque la dependencia en relación con los centros era multidimensional, no solo económica, y requería un esfuerzo mucho más profundo en lo político, lo cultural, lo científico-tecnológico.


Al ser concebido en los mismos términos de lo ya hecho en los países centrales, planteaba también una expansión acelerada de la producción, que en los términos tecnológicos existentes en el siglo XX implicaba una cierta forma de producción intensiva en recursos naturales. Esa producción ampliada estaría destinada al consumo masivo, tanto para la satisfacción de necesidades básicas como para responder a las demandas de mayor consumo imitativo de los sectores medios y altos, que era parte de la prédica central del sistema capitalista en esa etapa keynesiana.

Argentina y las nuevas circunstancias

En nuestro país, el desarrollo se hizo esquivo. Fue así porque desde que aparecieron a nivel estatal las ideas vinculadas a la promoción de la industria y del avance científico-tecnológico local, básicamente con el primer peronismo, no se pudo consolidar un modelo estable y que no sufriera los reiterados boicots de sectores civiles o militares que respondían a las fuerzas más retrógradas de la economía, además de la activa apuesta de norteamericanos y europeos a que nuestra región y nuestro país no levantara cabeza. Apoyaron desde fuera siempre lo peor para el progreso de las mayorías.

La estabilidad del proyecto industrializador, con las correspondientes correcciones que hubieran hecho falta en cada etapa, habría permitido que hoy Argentina estuviera en otro nivel de vida, de bienestar y de desarrollo científico y tecnológico. No ocurrió, y desde la dictadura cívico-militar de 1976 los intentos por desmantelar el desarrollo nacional que había sido logrado fueron parcialmente exitosos.[2]

Sin embargo, en los 45 años que siguieron al nefasto golpe de 1976 pasaron muchas cosas en el mundo que obligan a repensar las metas de hace décadas.

Primero, se implantó el neoliberalismo a nivel global, cuyo efecto es concentrar sistemáticamente la riqueza en sectores cada vez más reducidos a nivel mundial y local. Las masas empobrecidas cada vez pudieron consumir menos. El sistema global comenzó a generar cada vez menos empleos en relación con el tamaño de la población, y los mejores empleos se concentraron en el Norte, producto de su primacía tecnológica.

Segundo, se hicieron cada vez más evidentes los efectos ecológicos negativos de la forma de producir y consumir a nivel mundial, apareciendo una consciencia mucho más importante sobre los peligros ya próximos, y surgieron partidos políticos, personalidades y grupos muy activos en la protección ambiental.

No todos esos grupos tienen las mismas orientaciones: algunos son sumamente progresistas y comprenden con claridad la relación profunda existente entre la destrucción de la biosfera y el reino de las corporaciones, y otros son muy conservadores y pretenden que el estancamiento de regiones enteras del planeta “compense” el deterioro generado por los países más avanzados.

Tercero, la periferia latinoamericana extravió el rumbo nacional, y las élites regionales abandonaron cualquier atisbo de espíritu desarrollista para centrarse en la acumulación sectorial de ganancias asociándose con los centros y sus corporaciones en la “globalización”. Esas élites en muchos casos no reinvirtieron en sus propios países, sino que enviaron al exterior, a guaridas fiscales, debilitando la economía local. No están interesadas en el desarrollo y tampoco en el futuro de la población de sus propios países, ya sea en términos sociales o ecológicos.

Cuarto, apareció China como gran potencia, convirtiéndose en uno de los centros industriales más vigorosos y dinámicos del planeta, absorbiendo plantas industriales tanto del centro como de la periferia, y al mismo tiempo transformándose en un poderoso comprador de materias primas que abundan en nuestra región. Como China no está dirigida por las lamentables élites latinoamericanas que habitan gustosamente el subdesarrollo, sino por el Partido Comunista Chino, no se contentó con ser un eslabón subordinado de las cadenas de producción de las multinacionales occidentales, sino que aprovechó el fuerte envión industrial para poner en marcha un proyecto autónomo también en lo económico, lo tecnológico y lo militar. Ha pagado y sigue pagando un alto costo ecológico, siendo junto con Estados Unidos los mayores aportantes al calentamiento global. Parece haber tomado consciencia de este problema y comenzó un proceso incipiente de reversión de la producción dañina para el ambiente.

Quinto, la buena noticia es que el enorme desarrollo tecnológico y del conocimiento en estas últimas décadas en un conjunto de disciplinas vinculadas al buen uso productivo de los recursos disponibles ha puesto en manos de la humanidad las herramientas necesarias para hacer posible la reversión del ciclo destructivo de la naturaleza y la posibilidad de encontrar una convergencia entre las aspiraciones básicas de la población mundial y la sostenibilidad ecológica del planeta.

En ese contexto general se encuentra nuestro país. Frustrado por no haber logrado los estándares de vida que sus capacidades permitirían obtener, y enfrentando un mundo que ha cambiado y que pone en duda el sentido de mantener las mismas metas que hace setenta años.

Mientras en el mundo corporativo no surge ninguna otra idea que la de acumular riqueza a costa del bienestar de la población, de los fondos del Estado y de los recursos naturales, el campo popular está obligado a repensar sus metas y sus propuestas para estar a la altura de nuestra realidad actual.

Soluciones hay
Para encontrar una respuesta nacional a esta situación, nos parece necesario distinguir entre los elementos materiales que serían los soportes imprescindibles de una vida buena para la población –vivienda, alimentación, salud, educación, esparcimiento–, que son metas legítimas que debemos y podemos lograr, y las aspiraciones sociales que constituyen formas de consumismo asentadas en patrones globalizados y sustentadas en determinada definición de lo que es la “felicidad”, el “éxito” y la “realización” de acuerdo con los parámetros del capitalismo dominante, que alimentan las fantasías y las ilusiones materiales que pueblan las cabezas de los habitantes del planeta.

Existe un abordaje que debe combinar dos elementos que en el mundo actual están completamente divorciados: por un lado, el mundo subjetivo, el de los valores que nos rigen, el sentido de la existencia, el sentirse subjetivamente bien y en armonía con el entorno humano y material, por un lado; y, por otro, el mundo “objetivo” de la tecnología y el conocimiento acumulado, que tienen el potencial de transformar el mundo.

En el mundo de los valores, de los objetivos de la vida, de lo que favorece una subjetividad que pueda vivir con cierto grado de armonía no solo consigo misma sino con su entorno, parece necesario desmontar la subjetividad consumista para avanzar hacia otro tipo de vida espiritual más rica, que por lo tanto pueda respaldar una demanda social que elimine la disociación entre el individuo y su comunidad.

Si se abandona el paradigma consumista de acumulación individual como sinónimo de realización, de éxito y de reconocimiento social, y al mismo tiempo se garantiza el acceso a un conjunto de bienes y servicios que caracterizarían un buen vivir, incluyendo la seguridad absoluta de contar con sustento y con la protección y el cuidado por parte de la sociedad, se podría avanzar con mayor facilidad hacia un perfil productivo no destructivo del medioambiente.

Para eso es necesario recuperar la producción y el direccionamiento del conocimiento científico-tecnológico para la sociedad, rompiendo el monopolio del uso del saber para apoyar exclusivamente la acumulación corporativa o la acumulación de capacidades militares estatales.

Por lo tanto, la solución tecnológica no puede tener el sentido que le dan las corporaciones, que por cada desastre ambiental que provocan inventan una nueva forma de gasto para simular compensarlo, sino que debe colaborar en la búsqueda de minimizar todos los aspectos de la vida humana –tanto en la producción como en el consumo o el esparcimiento– que dañen a la naturaleza, a las otras especies y a los propios seres humanos.

Precisamente, contar con toda la información que hoy tenemos sobre el impacto ambiental de cada una de las actividades humanas nos puede permitir seleccionar con criterios socialmente inteligentes qué actividades productivas son sustentables o pueden serlo introduciendo ciertos cambios, cuáles son tolerables transitoriamente por razones sociales hasta construir alternativas ecológicas sustentables, y cuáles generan un daño inaceptable por su impacto sobre la vida presente y futura en la Tierra y deben ser detenidas inmediatamente.

En síntesis, hay una convergencia posible entre un tipo de desarrollo social y humano –que debe asumir en nuestro país formas parcialmente diferentes de la definición que teníamos hace setenta años de lo que queríamos ser– y el cuidado de la casa común, la biosfera, que requiere ser asumido como una tarea colectiva por toda la humanidad. Nosotros debemos hacer nuestra parte.

Notas


[1] 
Así se escribía en aquella época.

[2] Nos referimos, además de la dictadura, al período menemismo-Alianza y al macrismo.

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