DES MER CAN TI LI ZAR

 

Por Enrique Mario Martínez   ***

Enrique Mario Martínez pone de relevancia en esta nota la necesidad de pensar en términos concretos la producción con empresas sociales. Martínez sostiene que si definimos que vale la pena aplicarse a la producción de bienes o servicios que tienen una utilidad comunitaria, entonces habrá comenzado la desmercantilización de la sociedad argentina.

Medio siglo atrás era el tiempo de cuestionar la acumulación de propiedad en manos de los más poderosos.

De los varios himnos de aquel entonces, A desalambrar, compuesta por Víctor Jara y super instalada por Daniel Viglietti podía decir:


Yo pregunto a los presentes

Si no se han puesto a pensar

Que esta tierra es de nosotros

Y no del que tenga más.

A desalambrar,

A desalambrar,

Que la tierra es nuestra

Es tuya y de aquel.

En la reacción contra la explotación de los trabajadores, que tenía siglos de acumulación, se imaginaba que acceder a la propiedad de los medios de producción era el camino del cambio para mejor.

No sucedió.
En absoluto. Por el contrario, se inició un tiempo de trasladar a manos privadas tareas económicas que ejercía el Estado desde la posguerra. Solo se revirtió parcialmente esa tendencia en algunas ramas como la provisión de agua potable y cloacas a las ciudades, en que la rotación de capital era tan baja que las corporaciones perdieron interés, porque su salida predilecta pasaba por fijar tarifas tan elevadas que conducían al conflicto social de modo inexorable.

El escenario global actual es mucho más negativo para las mayorías populares que aquel que motivaba a Víctor Jara.

Creció el control productivo y financiero del mundo por parte de un grupo reducido de corporaciones.

Tales grupos están dirigidos por ejecutivos que buscan fidelizar a sus millones de pequeños accionistas, generando utilidades de corto plazo, lo cual los lleva a descartar toda inversión que no genere un retorno alto e inmediato.

En consecuencia, no sólo se produce la conocida socialización de los eventuales daños ambientales, de los cuales los causantes no se hacen cargo, sino que infinidad de inversiones que necesitan las comunidades dejan de hacerse por “poco rentables” o quedan a cargo de gobiernos cuya gestión es acosada en nombre de teorías perimidas y perversas, que buscan reducir el peso de la acción pública o en todo caso, ponerla al servicio de las corporaciones.

El reclamo neo socialista es hoy que el Estado se haga cargo de las empresas donde la explotación llega a situaciones límite. El reclamo populista es, por su parte, que el Estado controle los efectos de la acción corporativa sobre la vida de las y los ciudadanos.

En 50 años, la misión del Estado pasó de ser partícipe necesario en la actividad productiva, para bregar por la equidad distributiva, a ser policía del comportamiento de grupos empresarios de los que se admite por definición que su vocación es extraer riqueza sin límites del resto de la sociedad. Hasta cuando aparecen situaciones extremas de mal desempeño empresario, como en la YPF que Argentina debió estatizar parcialmente, el comportamiento posterior del Estado empresario se mimetiza absolutamente con el de las corporaciones que a la par se critica políticamente.

No es de extrañar que la combinación de la concentración de poder económico con la naturalización de ese fenómeno en la conciencia de gobernantes y gobernados, tenga como efecto dos cuestiones centrales:

1. Que la vía pensada para mejorar la condición popular de vida sea el apoyo del Estado a los sindicatos y organizaciones sociales para mejorar sus ingresos en la puja distributiva.

2. Que paradojalmente la principal forma de crecimiento productivo sea asociada a conseguir inversiones incrementales, por parte de las mismas corporaciones con las cuales se puja de la mañana a la noche.

Esta última condición se ha extendido progresivamente a cada una de las actividades económicas, incluyendo las más básicas cuestiones de subsistencia, como la alimentación o la indumentaria. Todo es negocio y todo avance quedaría a cargo de decisiones que tomen los que quieren hacer negocios.

Las reivindicaciones populares, dentro de esa subjetividad, se fragmentan, pero solo en apariencia.

Quienes trabajan en relación de dependencia esperan mejores salarios; quienes trabajan de forma independiente y consiguen ingresos razonables, esperan demanda sostenida de sus servicios; quienes están excluidos o marginados, esperan que algún subsidio público complemente sus insuficientes ingresos por el trabajo que realizan.

Todos, sin embargo, explícita o implícitamente, esperan poder desarrollar más su negocio o participar mejor en la distribución de los frutos que genera el negocio de su empleador.

Si estos reclamos afectan la vida de otras fracciones de la sociedad, es la ley del juego. Si los bancos ganan mucho dinero, los bancarios buscan participar en las ganancias. En otro extremo, si un oligopolio aceitero distorsiona todo el abasto de ese producto básico, el gremio nada opina sobre el punto; solo persigue y consigue mejores salarios relativos. Y para toda la sociedad eso es normal. Quien pudiera ser empleado bancario u operario aceitero…

¿Cuál es el destino de una sociedad con tales condiciones de funcionamiento?

Probablemente, la sistemática balcanización de todo poder con vocación transformadora. Frente a quienes entiendan la necesidad de mayor soberanía en la explotación petrolera o minera, por ejemplo, aparecerán confrontando gremios y dirigencias políticas locales o nacionales conformes con el statu quo. Esos conflictos, planteados sobre la subjetividad media vigente, tienen una alta probabilidad que el posibilismo – “se hace lo que se puede” – termine siendo campeón invicto.

¿Entonces?

Queda el camino de la lucha política de base. Esto quiere decir: la discusión popular por el sentido de las cosas.

Empezando por la base misma: ¿Para qué se produce algo?

Si definimos que vale la pena aplicarse a la producción de bienes o servicios que tienen una utilidad comunitaria, sea para la subsistencia o para cualquier aspecto colateral que mejore la calidad de vida colectiva, inmediatamente surge la pregunta complementaria: ¿Quién tomaría el compromiso de producir esos bienes y por qué?

En términos de la economía más básica, serían quienes se encontrarán con una demanda dispuesta a pagar por los bienes que recibe, en la medida que los necesita, obteniendo así un ingreso que permita reproducir el capital y obtener un margen extra para satisfacer sus propias necesidades y las de los trabajadores que formen parte de la unidad productiva.

Todo muy elemental y primario, sólo que poniendo la iniciativa en la comunidad en lugar del capitalista.

Sin parar el mundo, ese trasvasamiento cultural y productivo puede y debe concretarse desde los grupos más castigados por el sistema vigente y desde las comunidades pequeñas, en que quede en inmediata evidencia su innecesaria dependencia de abastecimientos externos que se pueden generar localmente.

El riesgo elemental e inmediato es que las iniciativas de producción social sean cooptadas ideológicamente por el sistema vigente y apenas puedan, pasen a hacer uso de posiciones dominantes locales. La forma de evitarlo es articular los distintos tipos de iniciativas con fundamento similar, agigantar la participación popular de protagonistas y usuarios, poner la ideología sobre la mesa como componente imprescindible.

Cuando se reiteren los sistemas integrados de producción, faena y comercialización de carne vacuna a escala municipal, bancados por la comunidad;

los molinos harineros para mercado interno que siembren su propio trigo y se independicen del precio internacional;

las industrias lácteas locales con garantía de suministro de leche;

los centros de servicios personales técnicos en cada pueblo, con formación técnica de los oferentes y banco de herramientas a su disposición; la conectividad digital comunitaria;

la generación de energía fotovoltaica en todos los techos de edificios públicos y en techos humildes;

la recolección de residuos urbanos integrada con seriedad y rigor técnico a un sistema de reciclado que sume a los actuales cartoneros como trabajadores regulares;

un sistema equivalente para la recuperación y reciclado de aparatos electrónicos, línea blanca, automotores;

Cuando todo eso exista aquí y allá y se muestre que funciona, que la comunidad lo reclama, lo recibe y lo valora; entonces habrá comenzado la desmercantilización de la sociedad argentina.

Ingresaremos a otro mundo, por el que vale la pena pelear.

***  Enrique Mario MartínezInstituto para la Producción Popular.

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