HUGO DEL CARRIL SEGÚN OSVALDO SORIANO: «LA DIGNIDAD INVICTA»



Por Osvaldo Soriano   ***

Casi un año antes de su muerte, el 8 de septiembre de 1988, Osvaldo Soriano había publicado una semblanza suya en este diario.


Tiene la sonrisa helada y una voz bellísima, pero sin alegría. Sus películas fundadoras son melodramas tristes y perfectos: una calesita que rueda, inmutable y fantasmal como la vida, un mensú que se rebela y funda una epopeya de la dignidad.

Hugo del Carril no es, como el intocable Gardel, un alma simple que resume los sueños de un pueblo engreído. A él le tocó una época compleja de esplendores y de sombras y la enfrentó con furia de militante. Ha envejecido con una dignidad que parece de otros tiempos. Por eso lleva la transparencia del dolor y algo de desconfianza en la mirada. Cuando cayó el peronismo, los años de cárcel y de odio le fueron oscureciendo la vida. Su eclipse discreto, callado, como si supiera que algún día alguien se mirará en él, en su vida intachable, como en un espejo desolado y acusador. El verano último estuvo muy enfermo, pero se recuperó con la misma callada entereza que había mostrado cuando estuvo preso o prohibido.

Ahora está ciego y ha enmudecido su canción de gesta. No quiere premios ni reconocimientos, pero aceptará el homenaje que sus amigos le hacen hoy, por fin, en el Luna Park. Se dice que día a día este hombre escribe sus alegrías y sus largas desventuras en un cuaderno de memorias que debería publicar alguna vez para evocar el sueño que le despertaron aquel general del caballo pinto y esa mujer de exultante destino. Es posible que allí haya anotado las jornadas de humillación que siguieron a las lluvias de setiembre de 1955 y la cárcel, el desprecio, la prohibición y el rechazo. ¿A quién le importa hoy que haya fundado otro cine argentino, ese del que se nutren Leonardo Favio, Pino Solanas, Eduardo Mignogna y Miguel Pereira? ¿Quién recuerda que resistió ante el propio Perón la caza de brujas desatada por un régimen que se quería nacional y popular?

Del Carril le dio todo a ese movimiento de masas que nació con el cruce del Riachuelo y la toma de la plaza mayor. Le dio su voz de tango furioso para que fuera, en adelante, marca de guerra. Le prestó su talento a los textos marxistas de Alfredo Varela y Juan José Manauta para que el cine (Las aguas bajan turbias, Las tierras blancas, Surcos de sangre, La calesita) dijera por primera vez que esta sociedad era injusta y había que cambiarla.

Eso y su carácter levantisco le costaron muy caro: maldito dentro del justicialismo, odiado por los adversarios, casi ignorado por los intelectuales, le quedan su soledad testaruda, el cariño de la gente simple que lo escucha por la radio o lo ve de vez en cuando por televisión -galán lejano, actor sutil- en los melodramas de barrios grises y amores imposibles.

Su vida no es, me parece, muy distinta a sus tangos ni a su cine ejemplar: conserva los viejos anhelos con una modestia altiva. Cuando murió su mujer, pareció que el destino, como un mal tango, se ensañaba con él. Aun quienes no lo conocemos en persona intuimos que sufrió la soledad y remontó apenas la cuesta. Es, desde hace tres años, ‘ciudadano honorario de Buenos Aires’, reconocimiento algo tardío de una ciudad -¿un país?- que se le parece cada vez menos.

Si la palabra nobleza todavía tiene algún sentido, hay que usarla para definir la vida y la obra de Hugo del Carril. Sin moralina, porque no es hombre de dar consejos ni mostrar ejemplos. Cuando hubo que salir a decirle que no a Perón, él salió. Cuando la dignidad estuvo presa, Hugo del Carril estuvo preso y encima está orgulloso de eso. En la cárcel de la Libertadora se acercaba a los barrotes que daban a la calle y a todo pulmón cantaba su Marcha para que todo el mundo supiera que allí estaba viva la resistencia de los ‘cabecitas negras’. Entonces la gente pasaba en silencio por la vereda y confiaba en que un día, tarde o temprano, llegaría ese oscuro día de justicia.

No lo pudieron doblegar. No le pudieron cambiar el alma de bandoneón estrujado. Nunca renegó de lo suyo -que quizá es una ilusión-, y eso, en estos tiempos, es una lección de humanidad. Ahora, que va por esta vida pobre, ciego, callado, pero invicto, vestido de punta en blanco, sin una hilacha que mostrar, es tiempo de decirle, aunque él oponga su cólera legendaria, cuánta hermosa voz le deben los humillados de este suyo, ingrato país.”

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