CON LA BOCA ENTREABIERTA

Por Oscar Castelnovo   ***
Mario Galeano rememoró a su amigo Juan. «¡Qué tipo!», recordó. Con él organizaron, a los 12 años, un «Campeonato Mundial Juvenil de Pajas», en la carpintería de su tío. Entre una decena de competidores, Mario ganó con tres al hilo.
Lo testimoniaron en un pergamino, bebieron vino tinto y fumaron un paquete entero de Particulares 30. Todos estaban en sexto grado. Ese fue el primer recuerdo de Mario Galeano (74) cuando su mente rumbeó hacia el pasado, mientras estaba tumbado en la cama nº 27 del hospital Diego Thompson, en el partido bonaerense de San Martín. Acababa de entrar en coma inducido, por COVID-19, para que le instalaran un respirador porque le faltaba todo el aire y le galopaba el corazón».

Se vio pibe y ágil trepando los árboles en los descampados ásperos de José León Suárez. Se acordó que no tuvo ni así de miedo cuando escaparon con Juan a ver el baldío de los fusilamientos de junio de 1956. «Vení para acá, Marito, es peligroso», le dijo su madre, pero no fue. «Vas a ver a la noche cuando venga tu padre», advirtió ella.

Las palizas del viejo le dolían en el cuerpo y en el alma. «Algún día yo te voy a cagar a trompadas, ya vas a ver», le arrojaba a su padre en silencio y mirando al piso. Ya era grande, no le podía pegar así, pensó.

—Doctor Manzi, lo esperan en la cama 27
— dijo la experimentada enfermera Estela Rodríguez, en tanto Galeano la escuchó Galeano en la nebulosa.

Otra «notable» que exhumó del baúl se había iniciado en la esquina de doña Alicia, quien fue una de las primeras mujeres policías de la Argentina. A metros de su jardín se reunían para empacharse con los Beatles a todo volumen en el Wincofon.

—Váyanse, pendejos, ya son las dos de la madrugada. Se van o llamo a la policía
— gritó doña Alicia, compañera de promoción del comisario. Aunque no lo esperaban, «llegó la cana» en una estanciera Ika y a certeras patadas de borceguíes en el culo dispersó a los «revoltosos».

—Doctor Manzi, a la cama 27, por favor
—retumbó en las brumas del carpintero jubilado —aunque todavía artista de la madera—, Mario Galeano.

Pero él volvió a aquella secuencia que ahora ocupaba la retrospectiva de su vida. En la desbandada, Mario se había llevado del jardín de doña Alicia un enano que portaba un hacha entre sus manos, sobre el hombro. Todos fueron a la carpintería y dejaron el Winco y el enano. El pequeño leñador de cemento quedó allí más de seis meses. Por puro joder, un día Juan movió el hacha hasta sacarla. Las manos vacías y en forma de cono deseante del enano fueron una invitación cantada. Juan talló un gran pene de madera y se lo colocó en ambos huecos superpuestos. Después, escribió un cartel que colgó en el cuello del gnomo: «Señora policía: fui a recorrer el mundo y le traje este regalo, con todo mi afecto», decía. Lo volvieron a ubicar en el jardín de doña Alicia a siete meses de la partida del enano. Ella los puteó hasta quedarse ronca, sin aire y —mascullando indignación— llamó al comisario.

—Doctor Manzi, a la cama 27, por favor —
insistió la enfermera Rodríguez en el Thompson, ese bastión del AMBA que albergaba a decenas de pacientes con COVID-19.

Ya siendo muchachos, se reían de aquellas andanzas, pero ahora sí era tiempo de concretar. La Gladys jamás les daría bola, era más grande, tenía novio y militaba en política. Su hermana, Gloria, podía ser… estaba muy buena y, además, ella había «relojeado». «¡Y con qué mirada!», según evaluaron a sus 16 años. Aunque no sabían exactamente a quién de los dos, porque siempre «corrían en yunta».

Juan encaró primero, pero Gloria lo rebotó. Al tiempo fue Mario y tuvo su debut glorioso en el green del hoyo 18 del San Andrés Golf Club. Ahí se podía entrar sin que nadie jodiera, por un agujero en la alambrada perimetral. Acompañó a su flamante novia de regreso a la casa y no durmió en toda la noche. La repasó entera, la olfateó en su propia piel y escuchó las cosas que ella le musitó: «Desde sexto grado que te deseo», le reveló Gloria, empapada en su primera vez. Mario no se había agitado así nunca: «Una respiración frenética», describió. Y agregó patriótico: «¡Ooh, juro con Gloria morir!».

Mario Galeano —metido a full en los recuerdos— oía las voces de las enfermeras del Thompson. En representaciones caóticas lo invadían episodios lejanos.

«Se van, se van y nunca volverán», se vio en la despedida «calurosa» al dictador Lanusse, quien se marchó de la Casa Rosada en helicóptero. Estaba en la movilización con Gloria, Gladys, el cuñado y Juan. Saltaban, puteaban, reían y transpiraban con el respirar jadeante. «Mierda, cuanta gente», se sorprendió en la Plaza de Mayo.

Voces anónimas lo alentaban en el hospital.

—Resista, don Galeano, resista.

Ahora irrumpió La Resistencia. Nítidas, le llegaban las imágenes de cuando hizo de campana el día en que Luis, su cuñado, puso un «caño» en plenas vías del ferrocarril Mitre a la altura de la estación Villa Ballester.

—Cuídense o los pueden agarrar
—les previnieron.

—Las pelotas, nos van a agarrar
—desafió Mario. Corrió como no recordaba haberlo hecho jamás. «Casi me quedo sin pulmones», admitió.

Luego, vino la mirada de su pequeña hija muerta en el accidente. Gloria quedó devastada y él, primero, se hundió en toneles de alcohol. Después, acudió a la blanca y radiante que lo hacía olvidar de todo. Equivocó el camino. «Le erré mucho, carajo», se dijo, mientras encendía otro Particulares con el anterior. «Te va hacer mal, viejo», le decía Gloria.

—Vamos, don Galeano, su mujer y su amigo Juan le mandan fuerzas. Están haciendo cadenas de oración por todo San Martín
—escuchó en la vorágine que atropellaba.

Otra vez que se quedó sin aire fue cuando Chacarita salió campeón del fútbol argentino en una memorable atropellada, 4 a 1 River Plate en cancha de Racing. Todo San Martín fue a la Plaza principal y el festejo duró hasta muy tarde esa madrugada de gloria  en 1969. Los muchachos agitaban sus remeras en cueros y fue entonces que por primera vez vio a dos adelantadas del topless en la Argentina. Justo al lado suyo. «Funebreee, Funebreee», gritaban ambas con los senos bamboleantes mientras el Libertador seguía firme sobre su caballo. Galeano quedó incrédulo, con la respiración fatigada  y temblorosa.

—Doctor Manzi, el paciente está al borde del paro
—oyó decir a Estela Rodríguez desde las tinieblas… y Manzi coordinó la reanimación.

«Pip-pip-pip», silbó el aparato de controles. Ahora estable, Galeano había empatado otro round de una pelea sangrienta.

—Te dije que te cuides, mirá como tosés
—le insistía Gloria cuando ya eran mayores. Él, que no podía verla triste, entonaba a Celedonio Flores porque a ella le encantaba ese tango:

«He rodao como bolita de purrete arrabalero

y estoy fulero y cachuzo por los golpes, qué querés.

Cuántas veces con un cuatro a un envido dije ‘quiero’

y otra vez me fui a baraja sobrando con treinta y tres».

Y así arribó a la memorable partida de truco que ganó en el bar de La Crujía y Ayacucho, en San Andrés. En esos terrenos —precisamente— fueron fusilados por el gobernador Juan Manuel de Rosas, Camila O’ Gorman y el sacerdote Ladislao Gutiérrez, por «sacrílegos amantes». Los parroquianos se sabían toda la historia: que Sarmiento —opositor acérrimo de Rosas— había celebrado la ejecución; que Camila estaba embarazada; que el padre Castellanos la obligó a ingerir agua bendita «para bautizar a la criatura antes de su fusilamiento»; que a Camila le ofrecieron «un trato» donde debía decir que Ladislao la había violado y secuestrado para evitar su ejecución; que ella lo rechazó de plano y que Ladislao no se enteró de este hecho.

—¿Y cómo va andar cogiendo con un cura?
—lanzó un tipo en el bar. —Oiga, che, no hable así de una mujer tan valiente o le arruino la salud a trompadas —aulló Galeano y arrancó para la vereda esperando la pelea, que no se concretó porque el otro no salió.

Historiador de sí mismo, Mario Galeano combatió —uno por uno— hasta el último round contra el COVID-19.

—Doctor Manzi, doctor Manzi, cama 27, rápido.

En tanto, por la vereda, Gloria circundaba el hospital con la vista dirigida hacia la nada misma.

—¡­Doctor Manzi!,
insistió Estela Rodríguez, y comenzaron la enésima reanimación.

—Piiip-Piiip-Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii—y el doctor Manzi giró la cabeza de este a oeste y retorno. Tres veces reiteró el gesto, apretando los labios y mirando a la enfermera.

El paro cardiorrespiratorio no pudo borrar esa especie de sonrisa en Galeano, mientras los camilleros del Diego Thompson llevaban su cuerpo hacia la morgue.

Con la boca entreabierta… lo acarrearon.
(Texto de O.C., dedicado a sus amigxs de San Martín, a su primo -el doctor Miguel Manzi-, y a su abuela Estela Rodríguez, quien trabajó como enfermera en el hospital Thompson durante 32 años y aún palpita en su corazón).

 

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