Ese suplemento especial de Cabildo dio a conocer los nombres de los 706 periodistas insurrectos. Haber firmado un manifiesto a favor de los Derechos Humanos o adherir a la candidatura de Alfonsín o colaborar en diarios como Clarín, Tiempo Argentino y La Razón, te situaba automáticamente en el panteón de los facciosos. Entre los inculpados estaban Marcos Aguinis, Jorge Lanata, Alfredo Leuco y Luis Majul, por fortuna, ellos supieron leer el mensaje de Cabildo y mansamente emprendieron la ruta del bien.
El 24 de marzo de 1996, a veinte años del golpe cívico-militar, Clarín publicó “Los archivos de la represión cultural”, un suplemento que daba a conocer un memorándum secreto de aquella dictadura. “Nómina de personas vinculadas al ámbito cultural con antecedentes desfavorables”, se titulaba y reunía a un vasto número de artistas y escritores con probados “antecedentes desfavorables”, por ejemplo: “Representar las corrientes renovadas del teatro argentino”, o escribir poemas, novelas y cuentos o ser “directores de cine” o “críticos cinematográficos”. Desde marzo de 1976 hasta diciembre de 1983, a esos artistas e intelectuales se los había espiado e inculpado por el solo hecho de crear y pensar, exactamente la misma fechoría por la que la revista Cabildo, en octubre de 1986, había condenadoa los 706 “periodistas subversivos”. Los espías de la dictadura cívico-militar y los espías de Cabildo recurrieron a idénticas metodologías y arribaron a idénticas conclusiones. Pero mientras los primeros contaban con 30.000 desaparecidos y miles de muertos en su haber, los segundos no eran otra cosa que un conjunto de nostálgicos del Tercer Reich, que movían a la risa antes que al espanto. Numerosos periodistas que no integraban la lista de los 706 subversivos exigieron que se los incluyera de inmediato: consideraban una ofensa que se hubieran olvidado de ellos.
A pocos meses de asumir, la actual directora de la AFI supo que ciertamente estaba en “los sótanos de la democracia”. Entre el material confiscado había una carpeta que, bajo el rótulo “Periodistas G20”, guardaba celosamente los datos personales de 403 periodistas que en 2018 se habían acreditado ante el Ministerio de Seguridad para cubrir la Cumbre del G20. La carpeta detallaba las tropelías cometidas por cada uno de ellos, las sentencias no admitían apelaciones: “Está en una foto con Estela de Carlotto”, “Comparte permanentemente posteos en contra del gobierno”, “Utiliza las redes como herramienta de viralización de contenido feminista”. Los funcionarios de la AFI estaban íntimamente ligados a los espías de la última dictadura y a los entusiastas denunciadores de la revista Cabildo.
Espiar es una de las pasiones del anterior presidente, se trata de un hábito que arrastra desde su juventud y que le ha traído más de un dolor de cabeza. Gracias al beneplácito de un juez bondadoso, que lo sobreseyó en una causa de espionaje, pudo asumir la presidencia de la Nación. Pero los vicios no son fáciles de curar, minutos después de que le colocaran la banda presidencial, volvió a las andanzas, puso en funciones a los “Super Mario Bros”, un equipo de espías difícilmente superables en su nivel de torpeza: uno de esos sagaces operadores conservaba en su celular todo lo espiado en los últimos tres años. “Esta grabación se autodestruirá en cinco segundos”, advertía la cinta que recibían los agentes de “Misión Imposible”. Seguramente, a ese funcionario de la AFI no le interesaba ni el cine ni la televisión, algo de lo que sí hace gala la exministra de Seguridad. Cuando el suicidio del fiscal Nisman, aseguró que tenía la prueba definitiva de cómo lo habían matado. Bastaba con ver la serie “El tirador”, que se emitía por Netflix, para comprenderlo. “Hay una escena clave –reveló–, donde la mafia agarra a una persona, la sienta en una silla, le pone unos aparatos especiales, le pone la pistola en la sien y de golpe una persona totalmente cubierta tira de un piolín y lo hace suicidar”.