EL MUNDO NO EXISTE….SON LOS SIGNOS


Por Claudio Véliz   ***

Claudio Véliz afirma en este artículo que nos hallamos ante el inédito desafío de producir una nueva forma de hibridación entre la técnica y la vida humana que, en las antípodas de la actual colonización de la psiquis y la cultura, logre poner a las tecnologías al servicio de los vínculos comunitarios, las pasiones democráticas, las políticas de la reparación y el cuidado.


El semiocapitalismo o la era de la abstracción generalizada

Las tecnologías digitales del siglo XXI en su conjunción explosiva con las exigencias disgregantes del neoliberalismo, lograron instaurar un nuevo (¿y definitivo?) aniquilamiento de la referencialidad, que extrema y radicaliza los planteos de sus tímidos antecesores: el sistema diferencialista saussureano, la semiosis infinita peirceana, las emisiones realizativas-performativas de Austin y Searle y la con-fusión entre lenguaje y mundo que enarbolaba el giro lingüístico. En un libro tan riguroso y erudito como desolador (1), el escritor italiano Franco Berardi sostiene –siguiendo al crítico francés Jean Baudrillard– que en tiempos de extrema financiarización de la economía y circulación virtual del dinero, todo es considerado según su valor de intercambio y ya no de su utilidad concreta. De un modo similar a lo que ocurre en la esfera del mercado, en el universo de la comunicación, el lenguaje solo es valorado y comercializado como performance. Así, lo que se pone en juego en los lenguajes comunicacionales no es su valor de verdad sino su efectividad, no su hermenéutica sino su pragmática. En esta etapa de la (pos)modernidad capitalista –que Berardi designa como semiocapitalismo–, el signo pierde toda referencialidad y se desplaza en una espacialidad abstracta, en la absoluta virtualidad. Los significantes se autonomizan de todo anclaje (de toda producción significativa sustentada en representaciones, designaciones, alusiones, etc.) para producir artificialmente contenidos inmateriales, fluctuantes, frágiles, al igual que los flujos siempre inestables del capital financiero. Al evaporarse por completo “la cosa” (señalada por esa imagen que “se pone en su lugar”), ya no es necesaria ni deseable una argumentación que dé cuenta (interprete, critique, valore) los desplazamientos sígnicos. De este modo, tal como sugiere Ricardo Forster (2), los sujetos se sienten impulsados por fórmulas vacías y abstractas que impactan en su sensibilidad y en su dimensión afectiva; se vinculan con el “mundo real” a través de signos liberados de su función representativa. Esta circunstancia inédita (cuya novedad obedece al encuentro entre los aparatos de captura del neoliberalismo y la digitalización de la vida) habilita no solo la posibilidad de que todo pueda ser dicho, sino también la eventualidad de que cualquier delirio inverosímil pueda convertirse en verdad irrefutable en virtud de la potencia repetitiva de la que disponen las usinas mediáticas.
Lo más peligroso de esta pesadilla (que irrumpe en nuestra vigilia) –continúa diciendo Forster– es que tanto “la dimensión real como imaginaria de este trastocamiento de la materialidad en abstracción, acabe por ser aceptada como efectiva ‘realidad’ sin chances de sustraerse a una colonización cada vez más profunda” (Ibíd.: 160). En ausencia absoluta de ese “algo” al que los signos se refieren (hacen referencia), la ficción semiótica se instaura como la única materialidad existente. En el siglo XXI, se han consumado –dice Berardi– las tres modalidades de la abstracción: la primera corresponde a la subsunción del trabajo en la mercancía; la segunda, a la absorción de las cosas y los cuerpos por la acción de los bites informativos; y la tercera, al proceso mediante el cual la valorización financiera del capital se desvincula de toda necesidad productiva (física o semiótica de bienes). En estas coordenadas nos hallamos hoy, en este “instante de peligro” a partir del cual se abren (solo) dos posibilidades: una resignación complaciente (e incluso placentera) o una resistencia activa, creativa y transformadora en todas las esferas de la vida.


La revolución neurolingüística

El semiocapitalismo es el punto máximo de virtualización del capital impactando de un modo directo y fulminante sobre individuos que viven al interior de realidades artificiales (la “sociedad-pantalla”), atravesados por la descorporeización de los vínculos intersubjetivos. Para Berardi, la aniquilación del “mundo” fue posible en el preciso momento en que el capital pudo prescindir de la producción de cosas útiles, para concentrarse (casi exclusivamente) en la dimensión virtual de la circulación monetaria cuyo soporte técnico es la velocidad y la desmaterialización de la información. Así, el capitalismo en la era neoliberal no se contenta con devastar lo “real” (los cuerpos, las cosas, los argumentos, etc.) sino que también despoja a los sujetos de una reflexividad crítica que les permita comprender los mecanismos de dicha dinámica; los priva de cualquier posibilidad de intervención ética y política capaz de transformar un orden invisibilizado por la trama no-referencial. Este devenir a-significativo de un capitalismo sin-mundo (quizá deberíamos decir in-mundo), esta asfixia de la comprensión por parte de sujetos inermes e indefensos, es directamente proporcional –me valgo, una vez más del texto de Forster– a la complejidad tecnológica que posibilita el desplazamiento del capital financiero por el éter informacional. La digitalización de los aparatos comunicacionales inhibe la crítica y la reflexividad, habilitando la pasividad de sujetos digeridos por la trama ficcional-artificial. Las tecnologías digitales insertan expresiones neurolingüísticas en la esfera de la cognición, en la psiquis colectiva y en las formas amorosas de vida. El “cerebro social” de este tiempo está mediado por dispositivos electrónicos y protocolos lingüísticos inmateriales.
Así, a medida que los algoritmos se internan en el cuerpo social, la construcción de poder societario se desplaza desde el dominio de la política, la voluntad o la consciencia hacia el nivel técnico de los automatismos que rigen la generación del intercambio lingüístico y la formación orgánica y psíquica de los cuerpos. Por su parte, los medios de comunicación no hacen más que reproducir la misma lógica de los memes cognitivos, logrando adormecer (saltear) la capacidad reflexiva de los telespectadores, y direccionando su sensibilidad hacia los gestos irritados, las emociones o las respuestas furibundas. De este modo, cualquier acción argumentativa permanece bloqueada.

 

Tal como lo define Berardi, el semiocapitalismo es una particular configuración de la relación entre lenguaje y economía según la cual, la producción de cualquier bien (material o inmaterial) puede ser traducida como una combinación y recombinación de información (guarismos, figuras, álgebras digitales). Esta semiotización de la producción y el intercambio transforma el entero proceso de subjetivación: la esfera informativa (infoesfera) opera sobre el sistema nervioso de la sociedad afectando a la psiquis y a la sensibilidad (psicoesfera). Las relaciones conjuntivas (corpóreas, materiales, directas) dejan paso a las relaciones conectivas (mediadas por las tecnologías).
Este proceso de informatización del mundo produce una estética de despreocupados consumidores, se corresponde con la despolitización de la vida, y excede ampliamente la “cultura de la imagen” para penetrar en los laberintos del lenguaje hasta atrapar su núcleo más profundo e inconsciente. Así, los sujetos son hablados (ya no por la lengua fascista, tal como la definía Roland Barthes sino) por una trama de procedimientos, tecnicismos, artilugios digitales.
Si en los entresijos gramaticales de la lengua aún era posible –tal como afirmaba el semiólogo francés– “tenderle trampas” para escapar de su sesgo autoritario y de su confinamiento binario, en la esfera de la conectividad total y de las convulsiones neurolingüísticas, solo nos quedaría recurrir a las “pastillas de la felicidad” para restablecer el equilibrio de los circuitos neurotransmisores. Si nuestra psiquis pudiera ser reducida a contactos neuronales, conexiones químicas, polaridades eléctricas o a un mero proceso de sinapsis (una pretensión que consagraría el triunfo de la utopía neoliberal), solo nos quedaría refugiarnos en las neurociencias y abrazar la consecuente expansión del mercado (psico)farmacológico.

Pero las tecnologías del vértigo digital –tal como lo expresamos en otro artículo publicado en este sitio (3)– tampoco se detienen ante el bios. Lejos de contentarse con aniquilar la dimensión simbólica y sus conflictivos sedimentos psíquicos, se lanzan a la captura de “la organicidad”, interviniendo en sus procesos biológicos y en sus modalidades productivas hasta reducirla a un mero artefacto: conexiones previsibles y “modelizaciones” digitales expresadas en bites informacionales. Por consiguiente, aun si pudiéramos afirmar (con Peirce) que “solo hay signos en el mundo”, ahora deberíamos agregar que dichos signos reniegan de sus desplazamientos significativos para devenir matemas, cálculos, ecuaciones, sin dejar de acudir a la iconicidad audiovisual indispensable para consolidar un entramado afectivo atravesado por las “pasiones tristes” y señalizado por memes, stickers, emojis, gifs.


La persistencia de la ideología en un mundo ¿postideológico?

Si aún nos interesa defender (con absoluta convicción) la pertinencia del criticismo filosófico, de la teoría psicoanalítica y de la sabiduría popular persistente en Nuestra América es, precisamente, porque todos estos saberes (y sabores) han demostrado acabadamente que tanto en las constelaciones cognitivas, como en los laberintos del aparato psíquico, como en los hedores, memorias y “estructuras de sentimiento” de nuestros pueblos, late una exigencia rebelde que no cesa de resistir a su captura. Pero también porque creemos necesario advertir y denunciar el sesgo socialdarwinista y la impronta depredadora y autodestructiva de una “lógica” (neoliberal) pretendidamente postideológica que se escuda en la falsa neutralidad tanto de las tecnologías digitales como de las racionalidades mercantiles.

Tal como sostenía el filósofo francés Louis Althusser, la (tan denostada) ideología no consiste en un simple hechizo, en un velo que debiéramos descorrer o en una falsa conciencia respecto del “lo real”; por el contrario, debiéramos advertirla en las prácticas, en los rituales, en las retóricas discursivas, en las prescripciones normativas, e incluso en los gestos, los afectos y las percepciones. Por lo tanto, más que intentar deshacer la fantasmagoría para acceder al “mundo verdadero” (como si, por otra parte, el entramado conectivo de las pantallas y las tecnologías digitales fuera una mera ficción ilusoria), debemos emprender un combate contra todas esas prácticas, esas rutinas, esos automatismos y esos circuitos afectivos que producen aquellos sentidos no-referenciales, aquellas reacciones trémulas, aquellas adhesiones irracionales y acríticas, como el único mundo visible-posible; al mismo tiempo que obturan la capacidad reflexiva, la riqueza cognitiva, las pasiones alegres, los contactos corporales, los saberes y solidaridades que habitan las barriadas populares.

Al menos por ahora, no creemos oportuno abandonar el “terreno enemigo”: ese escenario delimitado por la cloaca reticular (jerarquizada y asimétrica) que diseñan los gigantes tecnológicos, y también por las operaciones mediáticas pergeñadas desde posiciones oligopólicas. Aun en ese campo minado que nos toca transitar, es preciso cavar una trinchera para darles batalla. Si la lengua se redujo a la brevedad y la fugacidad del meme y el algoritmo, habremos de imaginar otros modos de “tenderle trampas”: suspender el vértigo, detener el bombardeo, complejizar la banalidad, callar el ruido, oponerle un argumento a la convulsión, una reflexión a la fórmula sin contenido, una crítica al estereotipo y a la oquedad militante. Nos hallamos ante el inédito desafío de producir una nueva forma de hibridación entre la técnica y la vida humana que, en las antípodas de la actual colonización de la psiquis y la cultura, logre poner a las tecnologías al servicio de los vínculos comunitarios, las pasiones democráticas, las políticas de la reparación y el cuidado.
Habremos de resistir a la insoportable volatilidad del artificio y a la astucia demoledora de los circuitos integrados, persistiendo en todas aquellas prácticas y disposiciones que resultan inasimilables para las arquitecturas cibernéticas de los artefactos digitales y mediáticos: los diferimientos, los sentires duraderos, las construcciones colectivas, los lenguajes políticos, los devaneos filosóficos, la irrenunciable predisposición a dejarnos invadir por la alteridad.

Referencias:

(1) Berardi, F. (2017): Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva, Caja negra, Bs. As.

(2) Forster, R. (2019): La sociedad invernadero, Akal. Bs. As.

(3) Véliz, C. (2020): “De las ‘muertes del hombre’ al mundo posthumano”: https://lateclaenerevista.com/de-las-muertes-del-hombre-al-mundo-posthumano-por-claudio-veliz/


*** Claudio Véliz  Sociólogo, docente / claudioveliz65@gmail.com

 

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