PANDEMIA, SAMARITANOS Y LA CIENCIA

Por Rubén Emilio Tito García   ***

En el tomo 4 del libro de Historia Argentina, de Gustavo Raúl Levene, se lee en la página 43 el folletín impreso de la publicación Nº1 del Boletín de la Epidemia del año 1871, referenciando a la epidemia de la fiebre amarilla que asoló Buenos Aires ese año, decía: “Cuando un diario nace, desea una larga vida y los colegas se apresuran a ser corteses con sus cumplidos en este sentido.

Nosotros, al contrario, lo decíamos con sinceridad, deseamos una muerte temprana porque siendo este un diario de circunstancia, su muerte indicará la conclusión de la epidemia. Desde ya contamos con la buena voluntad de la Comisión Popular para suministrarnos los datos y resoluciones que tomen sobre la epidemia, y esperemos que las Comisiones Parroquiales nos ayuden en este servicio público. Nos habíamos propuesto a dar los nombres de los médicos parroquiales y de la Comisión Popular, pero es inútil. Las papeletas de asistencia que da la Comisión Popular les son devueltas por los médicos, tomando diversos pretextos para negarse a asistir. En todo el día de ayer la Comisión no ha podido atender a los pedidos de asistencia. Otro tanto sucede con los médicos parroquiales, lo cuales la mayor parte se van al campo por la noche. Entre estos cuadros tristes resaltan los nombres de unos cuantos, muy contados por supuesto, que cumplen con su deber”.

Tiempo después, pasada la epidemia, se contabilizaron las víctimas caídas que no huyeron despavoridas por atender enfermos. Revelarían que el clero con más de cincuenta muertos fue el grupo que mayor cantidad de vidas humanas perdió en la tragedia. Un testimonio de la época da cuenta: “He visto también, señores, en altas horas de la noche, en medio de aquella pavorosa soledad, a un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas calles. Era el sacerdote, que iba a llevar la última palabra de consuelo al moribundo».

Fallecieron médicos de los cuales a varios de ellos se los recuerdan con sus nombres en hospitales: Manuel Argerich, su hermano Adolfo, Francisco Javier Muñiz, Zenón del Arca, decano de la Facultad de Medicina. Otros sobrevivieron, como Tomás Liberato Perón, eminente médico, abuelo de quien fuera presidente de la Argentina. Su vida es interesante y da comienzo cuando siendo estudiante fue enviado con otros compañeros a curar heridos en la guerra del Paraguay, donde conoció a Mitre. De vuelta de la guerra terminó sus estudios, fue becado a Francia para adquirir conocimientos, ganó por concurso la cátedra de Química de la Facultad de Medicina y fue el primer docente que tuvo a su cargo la cátedra de Medicina Legal en la Facultad de Derecho. Por el partido de Mitre asumió como legislador de la provincia de Buenos Aires. Fue ahí que impulsó el cierre de frigoríficos y curtiembres que tiraban los desperdicios al Riachuelo, pues se creía que los vapores al viento era fuente de contagio, ignorando el desarrollo del vector en el agua estancada.

Cuenta Juan Domingo Perón, que su abuelo médico fue diputado, Presidente del Consejo Nacional de Higiene, equivalente al Ministerio de Salud de hoy, y que anduvo hasta en la guerra con el Paraguay. Se hizo muy famoso, no por aquellos cargos, sino por ser el primero que usó en la Argentina la vacuna antirrábica humana y como profilaxis en los perros.

Todo aquel pequeño grupo de samaritanos que se quedó en Buenos Aires para asistir a los enfermos y ayudar a combatir la epidemia, que se llevó casi el 20 % de una ciudad de 200 mil habitantes, no huyeron como lo hicieron altos funcionarios, políticos, la clase dominante y hasta el propio Sarmiento Presidente de la República. Tampoco tuvieron el merecido reconocimiento, salvo de algún bardo, algún poeta y periodistas redactores. Reconocimiento que sí tuvieron, por parte de la sociedad argentina, el ejército de samaritanos que lucha hoy contra la pandemia del coronavirus: médicos, enfermeros, camilleros, chóferes de ambulancias, fuerzas especiales y todos los hombres y mujeres de la actividad y quehacer sanitario con sus muertos incluidos. A ellos le debemos gratitud.

La fiebre amarilla, vómito negro por regurgitar sangre coagulada, ataca el hígado y produce ictericia Por tal motivo decían los nativos por los conquistadores españoles: “El deseo del oro en el corazón, se las hace en la cara”. Siempre se creyó que el mal provenía del agua putrefacta, sin embargo, según leyenda cubana, un médico se sentó en la galería de su casa a otear el horizonte y rezar el Santo Rosario. Poco más un mosquito se le posó en un brazo, lo miró, lo aplastó y se quedó meditando. Luego se puso a estudiar al mosquito picador, Aedes aegypti, y comprobar que las víctimas indefectiblemente padecían la enfermedad después de la picadura. El médico era Carlos Finlay, y en 1880 lanzó por primera vez la teoría metaxénica, transmisión de enfermedades por agentes biológicos, ante el escepticismo del mundo científico.

En 1898 se produce la guerra hispano-estadounidense, conflicto bélico que enfrentó a España y a los Estados Unidos debido a la intervención estadounidense a favor de la guerra por Independencia cubana. Los soldados de ambos bandos en la contienda y los revolucionarios cubanos caían como moscas por la fiebre amarilla. De ahí que los yanquis mandan al eminente médico militar Walter Reed para que estudiara la hipótesis de Finlay. Éste lo primero que hizo fue cultivar huevecillos de hembras del Aedes y del compuesto obtenido inyectaron a voluntarios que enfermaron. Luego le aplicarle el suero de Finlay y sanaron. Se confirmaba de esta manera, y por primera vez, la teoría metaxénica y la zoonosis del contagio.

El gran avance en la investigación de estos dos hombres, uno yanqui el otro cubano, abrieron un nuevo hito en la biomedicina. Sin embargo, por ideologías opuestas los países de estos hombres, ahora, son nefastamente antagónicos. Confirmando la regla sanitaria: “Cuando las enfermedades se ideologizan, se bastardea a la ciencia”.

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