SOLIDARIDAD Y SOBERANÍA



  Por E. Raúl Zaffaroni   ***

La tarea más urgente será atender la catástrofe económica y social que el gobierno ha generado pero la empresa más importante que tiene por delante la política es cultural: crear cultura de soberanía y solidaridad. No se trata sólo de votar “con el bolsillo”, sino con conciencia nacional, sabiendo que toda lesión a la soberanía siempre afecta nuestras vidas.

Los penalistas decimos que hay “dolo” cuando la voluntad se dirige directamente a obtener el resultado del delito: el que da un puñetazo a otro, lo hace con “dolo” de lesionarlo.  Decimos que hay “culpa” cuando el resultado se produce porque el sujeto no observa el cuidado debido: el que sin precaución manipula un objeto pesado, pierde el control y cae encima de otro y lo lesiona. En el medio, cuando la “culpa” es tan temeraria que indica que, en el fondo, el sujeto actuaba admitiendo el resultado, decimos que hay “dolo eventual”, porque no pudo dejar de contar con que se produciría el resultado.

Estas categorías no las inventó el derecho, sino que las recogió de la ética social, pues las manejamos en nuestras relaciones cotidianas: cuando sin que medie delito alguno, le reprochamos a otro una conducta y le decimos “hiciste mal en no prestarle el paraguas” le atribuimos que tuvo voluntad de que se moje bajo la lluvia. Cuando le decimos “tenías que haberte dado cuenta que se iba a mojar”, le imputamos que no puso el cuidado suficiente. Y cuando le decimos “¿Cómo me vas a decir que no te dabas cuenta, si había una tormenta infernal y se había inundado la calle?”, estamos reprochando algo equivalente al “dolo eventual”.

Sin entrar al campo del derecho –y menos del penal-, es decir, sin que esto sea una valoración “jurídica”, sino ética-social y política-, cabe preguntarse si lo hecho por el actual gobierno desde 2015 hasta hoy fue voluntariamente dirigido al resultado actual, si se lo hizo por descuido, o bien, si el descuido fue tal que, en el fondo, no le importaba que el resultado se produjese.

Pensando con benignidad, debemos admitir que muchas veces la ideología (el sistema de ideas con que intentamos aproximarnos a la realidad) puede llevarnos a deformar la realidad del mundo y creer -seria y sinceramente- que nuestra percepción es la correcta. Así, no cabe descartar que algunos o muchos se hayan “ilusionado” (deformado la realidad) y hasta alucinado (creen ver lo que no existe), creyendo que el fundamentalismo de mercado era lo correcto, que nos llevaría a una real lluvia de inversión productiva, que nuestro PBI aumentaría con esta política, que todas las medidas económicas proteccionistas eran contraproducentes y obstaculizaban nuestro desarrollo, que si se producía una acumulación de riqueza, aunque fuese concentrada,  inevitablemente provocaría un “derrame” hacia abajo y se beneficiarían hasta los más pobres y se lograría la “pobreza cero”.

Hasta allí no deberíamos reprochar mucho a nadie, ni siquiera su error ideológico, porque debemos admitir que todos podemos incurrir en ese tipo de errores: errare humanum est. Cuanto más, sólo podríamos reprochar un “descuido” ideológico, dejarse llevar demasiado por la ideología, exagerar la confianza en un sistema de ideas, es decir, en el fondo y como máximo, sólo “culpa”.

Pero una vez puesto ese programa en funcionamiento con globos amarillos y todo, al cabo de dos años, es decir, al promediar el gobierno, era evidente que no respondía a las expectativas ideológicas.

Cuando hace un par de años escasos advertí que íbamos directamente a topar con el iceberg y dije que debían cambiar de rumbo inmediatamente o que, de lo contrario, se fuesen para dejar de hacer daño, quizá me equivoqué políticamente. Soy bastante torpe en eso y, por consiguiente, no evalué si era o no el momento políticamente oportuno para decirlo, porque en el fondo creo que esas especulaciones pueden interpretarse como formas de participación por omisión.

Eso me valió que me acusasen de “golpista”, “antidemocrático” y hasta “antirepublicano”, y que el presidente ordenase a sus subordinados que pidan a la OEA que me eche de mi función judicial, lo que sus secretarios se apresuraron a hacer con toda diligencia y singular entusiasmo, obviamente sin más resultado que el de exhibir su soberbia y talante autoritario.

En definitiva, me imputaban no ser “moderado” y “prudente”, porque según ellos –y no sólo ellos- suponen que la moderación y la prudencia son virtudes judiciales que imponen el silencio de los jueces frente a hechos flagrantemente lesivos, que callen por completo cuando sea obvio que están quebrando económicamente a su país y destruyendo el orden constitucional de su Estado de derecho, que se valen de claros métodos de persecución política y de amenazas “mafiosas” mediante “carpetazos” de espías. En verdad, no puedo negar que carezco de semejantes “virtudes”.

Pero lo que dije –y de lo que no me arrepiento para nada- se basaba en que, con mis modestos conocimientos de matemáticas de quinto año, había proyectado la curva de endeudamiento un año más y era evidente que, a esa velocidad vertiginosa, se agotaba el crédito del mercado y estábamos en quiebra. En mi memoria estaba muy presente el horror, las secuelas y el alto costo social de la crisis de 2001.

Lamentablemente no me equivoqué, salvo que no calculé que, cuando eso sucediese, el gobierno acudiría al FMI. Fallé en no imaginarlo, pero lo que no podría haber imaginado fue lo que sucedió después, porque era demasiado imprevisible y no me las doy de adivino: mi imaginación no es tan tropical como para concebir que el FMI comprometiese el 60% de sus disponibilidades en otorgar casi 60.000 millones de dólares de crédito a la Argentina cuando había agotado el de mercado, que ese crédito seguiría entrando y saliendo (no “fugando”, sino saliendo cómodamente) sin control alguno hasta llegar a la suma actual, que el propio FMI violaría sus reglas, que los europeos se resistirían dentro del directorio del FMI, que el supuesto “enamoramiento” de los argentinos hacia Mme. Cristine hiciese que por fin la desplazasen dándole una salida elegante y confortable.

Ya que últimamente parece que al oficialismo -todavía actual- le gustan las metáforas de navegación, no podía imaginar que una vez abierta la brecha en el casco del Titanic, su tripulación insistiría en seguir chocando contra el iceberg con el inevitable resultado de acelerar el “efecto campana”, y menos que los violines seguirían sonando como canto de sirenas que no encantan a nadie en todos los medios de comunicación monopólicos, que Durán Barba siguiese proveyendo nuevas partituras, que esbirros con toga o sin ella imputasen el choque con el iceberg a los antiguos tripulantes y los encerrasen en la bodega, que se continuasen perforando los tanques combustible de las pymes, que incluso se agujereasen algunos más grandes del empresariado nacional, que se incitase públicamente a marineros armados a cometer tropelías, preparándolos para contener en cualquier momento a los pasajeros que protestasen, al tiempo que con todo eso rompían las normas más elementales de convivencia  en la nave, es decir, con el Estado de derecho.

Lo que no pude imaginar en su momento ya no puede ser error ideológicamente condicionado. Por muy ideologizado que alguien estuviese, cuando es de toda evidencia que su programa no funciona, no puede dejar de percibir la realidad: nadie puede pensar que le otorgarán créditos hasta el infinito, para que el dinero salga sin control o se invierta en gastos corrientes. Es inconcebible que alguien crea que puede haber un “país mantenido” por un beneficiario dadivoso.

Cuando la nave chocó con el iceberg, la única solución era tratar de desencajarla, bombear para evitar la inundación y la vuelta en “campana” (ponernos la nave de “sombrero”) y, en último caso, salvar lo que se pueda. Si pese a eso se insistió en chocar, quizá al principio se pueda admitir que no se buscaba el hundimiento en forma directamente intencional, sino que no se descartaba su producción, pero al tercer y sucesivos choques, ante la evidencia, no queda otra alternativa que concluir que se trató de una voluntad dirigida directamente a producir la catástrofe.

Aquí es mejor terminar con la metáfora “navegatoria” -tan cara al oficialismo en decadencia acelerada- porque no somos el Titanic, sino una Nación, una sociedad con un Estado nacional, una Patria que debe ser soberana, independiente y justa. Debemos serlo y lo seremos, aunque nos cueste.

Pero para eso será necesario que la política se ponga los pantalones largos, que encare la tarea cultural de hacer consciente esta necesidad a toda la ciudadanía. No se trata sólo de votar “con el bolsillo”, sino con la conciencia nacional al tope, sabiendo que toda lesión a la soberanía siempre nos tocará, antes o después, no sólo el “bolsillo”, sino también la salud, la educación, en definitiva, nuestras existencias, nuestras vidas, aunque no a todos por igual, sino primero a los más vulnerables, que son los más pobres. Luego nos llega a la clase media y en definitiva a todos.

Por eso, la empresa más importante que tiene por delante la política en este momento es cultural: crear cultura de soberanía y solidaridad. Si no somos solidarios nunca seremos soberanos, porque recién reaccionaremos frente a la lesión a la soberanía cuando nos lleguen sus efectos al “bolsillo” y, en ese momento, ya será tarde para evitar el desastre producido, y sólo nos quedará nuevamente la tarea de repararlo.

No es verdad que se repitan “ciclos”, sino que se reiteran “caídas”, sencillamente porque nuestra política aún no alcanzó ese objetivo. Es verdad que la ardua tarea inmediata y urgentísima consiste en reparar, resolver el hambre, la salud, la educación, recuperar la tecnología, resucitar a las pymes, incrementar nuestro capital nacional, recrear trabajo y mercado interno, volver al Estado de derecho, al cauce constitucional, pero no menos urgente es la de impulsar una culturalización o, si se prefiere, una suerte de “mística” que nos haga introyectar a todos la conciencia de la inseparabilidad del binomio “solidaridad y soberanía”. De lo contrario, resolveremos la catástrofe, pero no evitaremos otras futuras.

Hasta que la política no logre este objetivo, nuevos globos de otros colores se alzarán en el futuro y se repetirán las “caídas” con su saldo lamentable de vidas frustradas. ¡Argentinos de todo el espectro social, a lo nuestro!


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E. Raúl Zaffaroni Profesor Emérito de la UBA

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