POSICIONES DOMINANTES



Por Diego de Charras    ***

Es preciso recuperar los procesos de debate en el espacio público propiciados por diferentes actores de la sociedad civil en distintos países que culminaron con el tratamiento de normas propiciatorias de la democratización de la comunicación. Pero también es necesaria una recuperación que logre trascender la temática restringida al audiovisual y al carácter nacional de la incidencia y poner en debate público temas vinculados a derechos humanos en Internet.

Hace ya casi dos décadas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos encomendó a los Estados la adopción de medidas para evitar la concentración abusiva de la propiedad y el control de los medios de comunicación, incluyendo leyes antimonopólicas, como condición necesaria para asegurar la diversidad y pluralidad de voces. Diversos pronunciamientos posteriores del Sistema Interamericano y de Naciones Unidas han señalado que la concentración indebida de la propiedad de los medios de comunicación conspira contra la democracia, cualquiera sea la forma que pretenda adoptar.

Los primeros años del siglo XXI hallaron a varios países latinoamericanos en proceso de reforma de sus legislaciones de medios audiovisuales. Desde historias y sistemas mediáticos y políticos diferentes, se procuró avanzar con modificaciones que ayudaran a saldar viejas deudas como la inclusión de nuevos sujetos sociales al sistema de medios, la potestad de los Estados para la intervención y la regulación de las condiciones de acceso al debate público mediático, el establecimiento de límites a los medios concentrados, el fomento a la producción de contenidos nacionales, etc.

Al momento en que se suscitaron estas reformas normativas la mayoría de las recobradas democracias de la región ya llevaban más de dos décadas de existencia y, por ende, de demora en el tratamiento de legislaciones plurales y democráticas. A esa altura, muchos de los grupos mediáticos nacionales (como Televisa, Rede Globo, Clarín, entre otros) se habían proyectado a escala internacional, lidiando con corporaciones extranjeras como Telefónica, Prisa o Time Warner. A eso deben sumarse, producto de la incorporación de la convergencia tecnológica como horizonte, los cruces o desplazamientos desde lo estrictamente mediático (o producción de contenidos) a la zona de las telecomunicaciones o las transmisiones satelitales (o infraestructura de distribución) dando lugar de relevancia a otros actores como América Móvil o Direct TV.

El rechazo a las nuevas regulaciones por parte de las corporaciones mediáticas no se hizo esperar y fue unánime en toda la región.
Se vio representado por las acciones de incidencia de las cámaras empresarias, lideradas por la Sociedad Interamericana de Prensa, y que se pueden dividir en tres: i) presionar a los gobiernos antes de la aprobación de las normas para que no se consideren regulaciones que afecten los negocios de los medios de comunicación desde el axioma que sostiene que “la mejor ley de medios es la que no existe”; ii) tras la aprobación presentar recursos judiciales que cuestionen la constitucionalidad de las leyes; iii) ante un eventual cambio de gobierno asegurar que dentro de las primeras iniciativas se ubique la regresividad de lo regulado.

Allí donde las nuevas legislaciones buscaron neutralizar amenazas a la diversidad y tendencias a la homogeneización de los discursos, las posturas empresariales encuentran oportunidades de negocio, cuyo aprovechamiento aparece asociado a una ampliación de tamaño de sus ganancias y de las posibilidades tecnológicas que las propias compañías postulan como garantía de pluralismo. Sin embargo, la experiencia de las últimas décadas, en todo el mundo occidental, ha demostrado que en ningún caso el avance tecnológico implicó, por su mera aparición, una democratización de las comunicaciones. Y en algunos casos puede tener consecuencias inesperadas.

Es cierto que de la mano de la tecnología, algunas problemáticas son nuevas. Pero otras muchas reeditan antiguos debates a la luz de los nuevos espacios digitales. Todas ellas obligan a volver a pensar el rol del Estado como garante del derecho humano a la comunicación.

Paradójicamente, algunos actores que renegaron de la intervención estatal anticoncentración hoy, ante la llegada de dos gigantes como Google y Facebook, reclaman legislaciones e intervenciones estatales que limiten el extractivismo informacional. Según Jorge Fontevecchia, propietario del diario argentino Perfil: “Lo que no pudieron los distintos regímenes autoritarios lo lograron Google y Facebook al quedarse con el 80% de la publicidad digital del mundo, quitando a los medios la mayoría de sus ingresos. No hay que confundir internet ni redes sociales con Google y Facebook. Hay millones de empresas de internet del mundo y solo dos –que más que empresas de internet o tecnológicas son empresas de publicidad– son las depredadoras de redacciones. Tampoco el problema que Google y Facebook acarrean al ecosistema de las industrias culturales tiene que ver con la tecnología ni con nada nuevo. Es el viejo problema del monopolio y el abuso de la posición dominante, tan viejo como el capitalismo. Abuso que les permite usar el contenido que producen los periodistas sin pagar por él y vender publicidad sobre ese contenido. La codicia no es solo patrimonio del mundo físico, lo es también del mundo digital”.

La preocupación tiene algún asidero. En Argentina, la evolución del financiamiento publicitario pasó del 0,7 por ciento de pauta en Internet en 2002 al 25 por ciento en 2018, mientras declinó la prensa gráfica del 46,2 por ciento en 2002 al 15 por ciento en 2018. Esto obliga a replantear algunos de los consensos históricos acerca de la centralidad del trabajo periodístico en las industrias informacionales, cuando, por un lado, es el propio público el que produce los contenidos que consume en algunas plataformas y, por otro, es el algoritmo que dirige a contenidos producidos por terceros que no facturan. Ello vulnera el lugar social de las trabajadoras y los trabajadores creativos o culturales: periodistas, musicalizadores, dramaturgos, guionistas, actores, etc. ¿Estaremos ante el momento paroxístico del capitalismo en el que la burguesía se apropia de un trabajo por el que no paga ni siquiera el valor de la subsistencia?

Pero si las prácticas periodísticas se vieron vulneradas por las nuevas plataformas también lo fueron por la incorporación tecnológica al proceso de trabajo en el marco de una concentración de la propiedad que alentó la precarización. Esto involucra nuevos desafíos tanto en términos de formación como de protección de derechos laborales cuando se pretende que un periodista con un celular de última generación realice el trabajo que anteriormente estaba a cargo de un cronista, un camarógrafo, un productor y un asistente. Buena parte de la discusión pasa, también, por evitar la concentración de la riqueza a expensas de las condiciones de los trabajadores que hacen realidad las llamadas industrias informacionales, asumiendo que, en gran cantidad de ellas, pueden crecer los puntos de contacto, los públicos y las ganancias sin un céntimo de aumento en los costos de producción.

Es preciso recuperar entonces los procesos de debate en el espacio público propiciados por diferentes actores de la sociedad civil en distintos países que culminaron con el tratamiento de normas propiciatorias de la democratización de la comunicación. Pero es precisa también una recuperación que logre trascender la temática restringida al audiovisual y al carácter nacional de la incidencia. Son necesarias articulaciones desde una perspectiva de sociedad civil del sur global que diagnostique y proponga contenidos y acciones vinculados al derecho a la comunicación en su generalidad. Esto es, que pueda poner en debate público temas vinculados a derechos humanos en Internet, responsabilidad de intermediarios, regulación audiovisual, derecho a la privacidad, acceso a la información pública, administración democrática de la pauta oficial, etc. En muchos casos estos temas permanecen invisibilizados.

A lo largo de las últimas dos décadas distintos movimientos y grupos sociales fueron los grandes impulsores de las reformas democratizadoras de los paisajes mediáticos en nuestros países y comenzaron a ser tomados como interlocutores y hasta aliados estratégicos de los Estados. Luego de años en los que su voz permaneció confinada a espacios marginales por los tradicionales formadores de agenda, en especial los propios conglomerados mediáticos comerciales, fueron estos movimientos sociales quienes encontraron en los estándares de derechos humanos el sostén para impulsar reformas institucionales, políticas, sociales y culturales sin antecedentes.

Queda por delante una ardua tarea de amplificar no sólo los temas sino las fronteras, los acuerdos y la capacidad de incidencia de una sociedad civil que, aún en su dispersión y heterogeneidad, ha demostrado en distintas instancias supranacionales ser capaz de interpelar a los poderes fácticos de las grandes empresas y también a los Estados.

*** Diego de Charras – Director de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación de la Universidad dee Buenos Aires (UBA). Docente e investigador en Comunicación. Twitter @DiegodeCharras

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