UN REY, O UNA REINA, PARA LA REINA DEL PLATA

Por Vicente Mario di Maggio    ***

Los intentos por entronizar a un nuevo rey en el Río de la Plata comenzaron a la par de las invasiones inglesas. Durante los cuarenta y seis días en que flameó la bandera británica en Buenos Aires fueron varias las autoridades locales que juraron fidelidad al Rey George. Entre ellas se encontraba el máximo representante religioso, el Obispo de Buenos Aires Don Benito de Lué y Riega, seguido por el clero, los miembros del Cabildo, los militares y otros representantes “de la parte más sana e ilustrada del Pueblo”. El abogado y capitán de milicias Manuel Belgrano, para evitar el compromiso, debió cruzar el río hacia la Banda Oriental.

Tupac Amaru

Los planes de ocupación de Napoleón sobre la península ibérica en 1808 llevaron al arresto del rey de España, ya sea que este fuese Fernando VII, o su padre, Carlos IV, ambos disputando en sus pésimas relaciones una misma corona. Bonaparte prefirió acabar con las desavenencias familiares entre los dos borbones y otorgar el trono a su hermano José, apodado “Pepe Botellas” por su afición a los potenciales contenidos de este envase. Oficialmente se lo conoció como José I de España. A partir de aquí Francia, Inglaterra y Portugal se interesarán, una vez más, por el Virreinato.

Ante las circunstancias, la actitud de las jerarquías de Buenos Aires fue variada y pendular. El virrey interino, Santiago de Liniers, molesto por no haber recibido un título permanente luego de escarmentar a los ingleses, fue de la opinión que los problemas de España debía mejor resolverlos España y que Buenos Aires podía jurar fidelidad al vencedor de la disputa, que bien podía ser Napoleón, con sus 100.000 soldados de ocupación, o Fernando VII, en caso de que este se liberase de su prisión en Valençay. Martín de Álzaga, por otro lado, también héroe de la resistencia y alcalde de primer voto del Cabildo, prefería la autonomía tanto de Francia como de las juntas de gobierno de España levantadas a la ocasión y en rebeldía contra los franceses. Las malas lenguas lo llamaban “Martín I” y sostenían que él, un vasco, quería por sí solo ser Rey del Río de la Plata.

Mientras tanto a Brasil se había mudado, con ayuda de los ingleses, la entera corte de Portugal ante el irrefrenable avance de los ejércitos napoleónicos. Allí, en Río de Janeiro, estaba la hermana de Fernando VII, la princesa Carlota Joaquina, casada con el Príncipe Juan, Regente de Portugal. También estaba el primo de Carlota, el Infante don Pedro, hijo de Gabriel de Borbón, hermano de Carlos IV. Ambos, Carlota y Pedro, juzgaron que estando Fernando inhabilitado de su mando bien podían ser ellos reyes en Buenos Aires y presentaron una “Justa Reclamación” al Príncipe Regente, a quien consideraron autoridad competente e imparcial en el asunto.

Mientras tanto algunos notables de Buenos Aires, Manuel Belgrano entre ellos, fueron partidarios de la coronación de Carlota Joaquina como Reina del Plata. En el ajedrez político no faltaron otros interesados. El riesgo era, según Lord Strangford, embajador inglés en Brasil, que el gobierno colonial de Buenos Aires se transformase en “una república licenciosa y sin ley” pues se sabía -según informes de los muchos corresponsales que abundaban en nuestro suelo- que “el ideal republicano” había penetrado en una parte de “los espíritus rioplatenses”.

Mientras, el Príncipe Regente de Portugal, el futuro Juan IV, se compenetraba en la solicitud de su esposa Carlota, su ministro Souza Coutinho ofrecía a Buenos Aires la “protección” de Portugal ante una posible invasión francesa. La propuesta fue, con cortesía oficial, rechazada por el Cabildo, aunque la respuesta resaltaba que, si la corona de Portugal quería hacer el intento de protegernos, los recibiríamos de igual modo que a los ingleses el año anterior.

El infante don Pedro quedó entonces como encargado de afianzar la “Justa Reclamación” de Carlota Joaquina ante las autoridades de Buenos Aires. Sin embargo, “existía el riesgo de que los designios del infante don Pedro pudieran ser mal interpretados [y por tanto, decía un informe oficial inglés] era aconsejable colocar un cuerpo de ocho o diez mil soldados a la disposición de Su Alteza Serena a fin de asegurar su acogida en Buenos Aires.” Es decir, otra invasión.

Casi al mismo tiempo llegaba a la capital del codiciado virreinato el marqués Claude Bernard Henri Sassenay, enviado por Napoleón para entrevistarse con su viejo amigo Santiago de Liniers, y reclamar la colonia para la parcialidad francesa. La recepción de este enviado, quien portaba documentos y credenciales de José I para apersonarse como Rey de los porteños y de toda Sud América fue paso a paso inspeccionada por el Cabildo quien desconfiaba de Liniers y de su condición de francés.

Fernando VII



En Irlanda, entre tanto, Sir Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington, preparaba sus tropas para una tercera invasión inglesa al Plata con el objeto de reclamar aquella obediencia jurada al Rey Jorge dos años atrás. No obstante, las prioridades habían cambiado y su ejército fue destinado a España para contener el más urgente asunto de Napoleón.

Todas estas contingencias abrieron paso al Cabildo Abierto del 25 de Mayo de 1810, donde se juró fidelidad al rey Fernando VII pero no así a España ni al virrey delegado por la Junta Central en la península. Buenos Aires quedó entonces a cargo de su propio destino y buscó imponer su autonomía y autoridad al resto de las gobernaciones del virreinato. Se convenció, al decir de Juan Bautista Alberdi, que podía reemplazar a Madrid en sus atribuciones. Así comenzaron los conflictos con el Paraguay, cuyos cabildantes exclamaron “¡ni españoles, ni porteños!”, los conflictos con la Banda Oriental, con Santa Fe, con Entre Ríos, Corrientes, Misiones, San Juan, Santiago del Estero, el Alto Perú… El “Pueblo Rey” llamaba a Buenos Aires con sarcasmo el republicano José Moldes, un irascible militar salteño, buen amigo de Güemes, quien opinaba que la nueva metrópoli trataba al resto de la población y autoridades provinciales como a esclavos. Por anti-porteño y anti-monárquico Belgrano lo envió desterrado a Chile en 1817; y San Martín lo confinó prisionero al castillo de San José en Valparaíso.

Para principios de 1815 las disputas entre Buenos Aires y el caudillo oriental José Gervasio Artigas, partidario del sistema republicano, eran irresolubles al punto que Carlos María de Alvear, a la sazón Director Supremo de las Provincias Unidas, optó en la impotencia por ofrecer la corona del Plata a Gran Bretaña.
El 25 de enero de 1815 escribía al embajador inglés en Río de Janeiro: “Estas provincias desean pertenecer a Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés y yo estoy resuelto a sostener tan justa solicitud para librarlas de los males que las afligen. Es necesario se aprovechen los momentos; que vengan tropas que impongan a los genios díscolos y un jefe plenamente autorizado para que empiece a dar al país las formas que sean de su beneplácito, del rey y de la nación a cuyos efectos espero que V.E. me dará sus avisos con la reserva y prontitud que conviene para preparar oportunamente la ejecución…”

En octubre de 1804, la flota inglesa había, traicioneramente, cañoneado y hundido al barco español en que se encontraba la madre de Alvear y sus siete hermanos ante los ojos azorados del joven Carlos María que viajaba junto a su padre a bordo de otra nave. En un gesto cercano al síndrome de Estocolmo Alvear ofrecía diez años más tarde las Provincias Unidas a Inglaterra.

Alvear fue destituído en abril de 1815 a causa de sus excesos y del mal desempeño en el conflicto con los caudillos del Litoral. El ex Director se embarcó en una fragata (inglesa otra vez) para protegerse de la ira popular. Un informe enviado a la corte del Brasil aseguraba  que “Si el pueblo que tanto lo aborrecía, lo hubiese habido en sus manos el mayor pedazo de su cuerpo hubiera sido muy pequeño.”

Luego de la derrota de Napoleón, Fernando VII recuperó su trono en España. Si bien su poder se vio algo acotado por los liberales españoles sus planes para las colonias continuaban siendo absolutistas. De modo que no aceptó por parte del enviado porteño, Manuel de Sarratea, el ofrecimiento de la corona de las Provincias Unidas dentro del marco de una monarquía “temperada” como gustaba llamarse en la época al gobierno del rey consensuado por un congreso de notables.

Sarratea, pergeñó entonces junto a Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia la idea de ofrecer el “Reino Unido de la Plata, Perú y Chile” al infante Francisco de Paula de Borbón, hermano de Fernando VII. Para esto era necesario pedirle permiso a su padre, Carlos IV, el viejo rey desplazado a Roma luego de que Fernando reimpusiera su predominio. Carlos IV prefirió no contrariar a su hijo mayor, Fernando, con el que había arreglado recientemente el estipendio de un millón de reales al mes. De nada sirvió que los rioplatenses le ofrecieran al viejo rey una suma similar en caso que su hijo le retirase el subsidio real. Carlos IV desconfiaba de la capacidad de pago de los argentinos. Sarratea entonces propuso secuestrar al príncipe y coronarlo en Buenos Aires por la fuerza, pero la iniciativa fue descartada por Belgrano y Rivadavia.

Aún sin un candidato firme para el trono del expectable Reino Unido de la Plata, el Congreso de la Provincias Unidas decidió reunirse para declarar su independencia de España. La decisión del lugar estuvo dada por presiones –nuevamente– de Gervasio Artigas partidario del sistema federativo, quien se oponía a que la reunión de los representantes de la provincias se realizase en Buenos Aires. Por otra parte, Buenos Aires, prefería un lugar lo suficientemente alejado de la influencia del caudillo oriental. Un año después de la declaración de la independencia y reiniciado el conflicto de Buenos Aires con las provincias de la Liga el Congreso de Tucumán se mudaría a la capital porteña como había sido la intención inicial.

En Irlanda, entre tanto, Sir Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington, preparaba sus tropas para una tercera invasión inglesa al Plata con el objeto de reclamar aquella obediencia jurada al Rey Jorge dos años atrás. No obstante, las prioridades habían cambiado y su ejército fue destinado a España para contener el más urgente asunto de Napoleón.

Todas estas contingencias abrieron paso al Cabildo Abierto del 25 de Mayo de 1810, donde se juró fidelidad al rey Fernando VII pero no así a España ni al virrey delegado por la Junta Central en la península. Buenos Aires quedó entonces a cargo de su propio destino y buscó imponer su autonomía y autoridad al resto de las gobernaciones del virreinato. Se convenció, al decir de Juan Bautista Alberdi, que podía reemplazar a Madrid en sus atribuciones. Así comenzaron los conflictos con el Paraguay, cuyos cabildantes exclamaron “¡ni españoles, ni porteños!”, los conflictos con la Banda Oriental, con Santa Fe, con Entre Ríos, Corrientes, Misiones, San Juan, Santiago del Estero, el Alto Perú… El “Pueblo Rey” llamaba a Buenos Aires con sarcasmo el republicano José Moldes, un irascible militar salteño, buen amigo de Güemes, quien opinaba que la nueva metrópoli trataba al resto de la población y autoridades provinciales como a esclavos. Por anti-porteño y anti-monárquico Belgrano lo envió desterrado a Chile en 1817; y San Martín lo confinó prisionero al castillo de San José en Valparaíso.

Para principios de 1815 las disputas entre Buenos Aires y el caudillo oriental José Gervasio Artigas, partidario del sistema republicano, eran irresolubles al punto que Carlos María de Alvear, a la sazón Director Supremo de las Provincias Unidas, optó en la impotencia por ofrecer la corona del Plata a Gran Bretaña.
El 25 de enero de 1815 escribía al embajador inglés en Río de Janeiro: “Estas provincias desean pertenecer a Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés y yo estoy resuelto a sostener tan justa solicitud para librarlas de los males que las afligen. Es necesario se aprovechen los momentos; que vengan tropas que impongan a los genios díscolos y un jefe plenamente autorizado para que empiece a dar al país las formas que sean de su beneplácito, del rey y de la nación a cuyos efectos espero que V.E. me dará sus avisos con la reserva y prontitud que conviene para preparar oportunamente la ejecución…”

En octubre de 1804, la flota inglesa había, traicioneramente, cañoneado y hundido al barco español en que se encontraba la madre de Alvear y sus siete hermanos ante los ojos azorados del joven Carlos María que viajaba junto a su padre a bordo de otra nave. En un gesto cercano al síndrome de Estocolmo Alvear ofrecía diez años más tarde las Provincias Unidas a Inglaterra.

Alvear fue destituído en abril de 1815 a causa de sus excesos y del mal desempeño en el conflicto con los caudillos del Litoral. El ex Director se embarcó en una fragata (inglesa otra vez) para protegerse de la ira popular. Un informe enviado a la corte del Brasil aseguraba  que “Si el pueblo que tanto lo aborrecía, lo hubiese habido en sus manos el mayor pedazo de su cuerpo hubiera sido muy pequeño.”

Luego de la derrota de Napoleón, Fernando VII recuperó su trono en España. Si bien su poder se vio algo acotado por los liberales españoles sus planes para las colonias continuaban siendo absolutistas. De modo que no aceptó por parte del enviado porteño, Manuel de Sarratea, el ofrecimiento de la corona de las Provincias Unidas dentro del marco de una monarquía “temperada” como gustaba llamarse en la época al gobierno del rey consensuado por un congreso de notables.

Sarratea, pergeñó entonces junto a Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia la idea de ofrecer el “Reino Unido de la Plata, Perú y Chile” al infante Francisco de Paula de Borbón, hermano de Fernando VII. Para esto era necesario pedirle permiso a su padre, Carlos IV, el viejo rey desplazado a Roma luego de que Fernando reimpusiera su predominio. Carlos IV prefirió no contrariar a su hijo mayor, Fernando, con el que había arreglado recientemente el estipendio de un millón de reales al mes. De nada sirvió que los rioplatenses le ofrecieran al viejo rey una suma similar en caso que su hijo le retirase el subsidio real. Carlos IV desconfiaba de la capacidad de pago de los argentinos. Sarratea entonces propuso secuestrar al príncipe y coronarlo en Buenos Aires por la fuerza, pero la iniciativa fue descartada por Belgrano y Rivadavia.

Aún sin un candidato firme para el trono del expectable Reino Unido de la Plata, el Congreso de la Provincias Unidas decidió reunirse para declarar su independencia de España. La decisión del lugar estuvo dada por presiones –nuevamente– de Gervasio Artigas partidario del sistema federativo, quien se oponía a que la reunión de los representantes de la provincias se realizase en Buenos Aires. Por otra parte, Buenos Aires, prefería un lugar lo suficientemente alejado de la influencia del caudillo oriental. Un año después de la declaración de la independencia y reiniciado el conflicto de Buenos Aires con las provincias de la Liga el Congreso de Tucumán se mudaría a la capital porteña como había sido la intención inicial.

Manuel Belgrano en Paraguay

Para ese entonces, el Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón, había realizado gestiones secretas con la corona de Portugal para que esta invadiese la Banda Oriental y poder así neutralizar la influencia artiguista. El Protector de los Pueblos Libres escribió entonces a Pueyrredón: “Vuestra Excelencia es un criminal indigno de la menor consideración.”

La representatividad del Congreso de 1816 fue por lo menos parcial. Bartolomé Mitre dirá que el congreso se sentía “representante en teoría de la unidad territorial del virreinato, cuando en sí una tercera parte estaba ocupada por los realistas y la otra tercera parte por la anarquía” . Cuando Mitre dice anarquía se refiere a aquellas provincias partidarias al sistema republicano y federal, políticamente refractarias a la idea de un rey. Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones y la Banda Oriental no tuvieron representantes en el Congreso. Algunas provincias que si tuvieron representación hoy ya no pertenecen al grupo que actualmente conforma la Argentina como es el caso de Mizque, Chichas, Charcas y Chuquisaca.

El 6 de julio de 1816, es decir tres días antes de la Declaración de la Independencia, el general Manuel Belgrano es citado por los congresistas en reunión secreta para escuchar su opinión sobre “que forma de gobierno sea más adaptable a nuestro actual estado y más conveniente para hacer prosperar las Provincias Unidas.” En la jornada Belgrano –que había regresado de su misión en el Viejo Continente– se refirió con candidez a “el cambio de vientos en cuanto al ideario político en Europa […] con la revolución francesa todo era republicano […] con la derrota de Napoleón todo era política de vencedor, es decir monarquía constitucional a la inglesa.” La tendencia era monarquizarlo todo. Francia había adoptado el sistema, Prusia, España pugnaba por ello…Pero luego Belgrano arrojó entre los representantes lo que se puede considerar una bomba: propuso la elección de un monarca de origen inca “por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta Casa tan inicuamente despojada del trono”.

“Nos quedamos como atónitos con lo ridículo y estravagancia de la idea”
dirá sobresaltado el diputado porteño Tomás de Anchorena. No obstante, y “a pesar del descontento provocado”  Anchorena reconocerá que los de Buenos Aires “debimos  mostrar mesura en las observaciones de Belgrano” ya que no pudieron obviar el entusiasmo que provocó la sugerencia del general sobre los diputados “cuicos” (un despectivo término quechua que aún hoy se usa en Chile para significar forastero y que se le aplica a los habitantes de la actual Bolivia. El vocablo deriva de ‘cuica’ que quiere decir lombriz, escurridizo, rastrero). “Vimos brillar el contento en los diputados cuícos, […] y también en otros representantes de las Provincias, tuvimos por entonces que callar y disimular el sumo desprecio con que mirábamos tal pensamiento quedando al mismo tiempo admirados de que hubiese salido de boca del General Belgrano.”

Sin embargo, continuará Anchorena “los diputados de Buenos Aires tuvimos que manifestarnos tocados de igual entusiasmo por evitar una dislocación […] y bien persuadidos que conducido el negocio con sagacidad y prudencia al fin quedaría en nada, nos adelantamos á proponer que en atención á ser un acto tan serio, que seguramente iba á decidir de la suerte del país, era necesario tratarlo con toda circunspección”.

Es aquí donde el padre franciscano Justo Santa María de Oro, hoy lo recuerda una calle de Palermo, emitirá en el Congreso sus votos republicanos siendo de la opinión que la elección de un rey era un acto de suma gravedad que debía ser consultado con el pueblo. Algo que un año más tarde, ante la posibilidad de elegir un monarca europeo, olvidará de reiterar.

Los diputados porteños indagaron la seriedad de la proposición del general Belgrano y Anchorena lo reconvino en privado. Una “ocurrencia tan exótica los había expuesto al peligro de trastornar todo el territorio”. Belgrano -según Anchorena- habría expresado su idea como un modo de incentivar la resistencia del Alto Perú a la ocupación realista que por ese entonces se encontraba en un eterno tablas con el ejército patriota que Belgrano conducía. “Me contestó -continúa Anchorena- que él lo había hecho con ánimo de que corriendo la voz, y penetrando en el Perú, se entusiasmasen los indios y se esforzacen en hostilizar al enemigo”.

La proposición de Belgrano fue muy bien recibida en el Norte y en la Provincias del Alto Perú. El candidato buscado era Juan Bautista Túpac Amaru, tenía 78 años de edad y llevaba más de tres décadas prisionero de los españoles en Ceuta. Juan Bautista era medio hermano de José Gabriel Condorcanqui, quien se había levantado en Cuzco contra la corona española en 1780 y proclamado Rey de Buenos Aires entre otros títulos que incluían el de Don José Primero, en coincidencia con el del hermano de Napoleón, para luego continuar con poca mesura con una larga secuencia nobiliaria: Inca Rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y Continentes de los Mares del Sur, Duque de la Superlativa, Señor de los Césares y Amazonas, con dominio en el Gran Paititi, Comisario Distribuidor de la Piedad Divina por el erario sin par”. Como castigo por su rebelión fue apresado y descuartizado por los españoles junto a su familia. Juan Bautista era uno de los pocos sobrevivientes de la catástrofe.

Manuel Antonio de Castro, abogado salteño encargado de abrir las sesiones del Congreso de Tucumán será efusivo con la idea: ¡Monarquía, Monarquía, compañero! – le dirá al diputado Darregueira a tres semanas de la declaración de la independencia- “monarquía nuestra bajo de una Constitución liberal, y cesarán de un golpe las divergencias de opiniones, la incertidumbre de nuestra suerte y los males de la anarquía […] después de haber probado todas las formas republicanas infructuosamente. Todos los patriotas de juicio están decididos por esta opinión. Ella hará tomar a la masa general de los indios el interés que hasta aquí no han tomado por la revolución…”

El general José de San Martín no fue hostil a la idea de una monarquía incásica.
Políticamente el Libertador era partidario de una monarquía constitucional. La opción de un rey inca era vista por San Martín como solución a un problema político con Europa. El general era de la opinión, nada errada, de que cualquier candidato de un país europeo llevaría a la inmediata oposición de las otras naciones.

La otra variable posible que meditó San Martín para un trono en el Plata era “dividir la América del Sur entre las principales potencias europeas, formando tal número de reinos, que se pudiera proveer con ello a un príncipe de cada casa real, y por tal medio satisfacer a todas las partes y prevenir las rivalidades y celos que de otro modo pudieran producir oposición y dificultades. España podría quedarse con Méjico; las otras potencias con los diferentes virreinatos…”  El testimonio, recogido por el comodoro William Bowles, uno de los tantos corresponsales ingleses que supo tener el militar argentino para informar de sus progresos a Gran Bretaña, agregaba que, San Martín, “está decididamente en favor de un gobierno monárquico, como el único adecuado al estado de la sociedad en este país, así como al genio y disposición de sus habitantes”.

Jose de San Martin

En octubre de 1817 el Congreso de Tucumán envió al canónigo Valentín Gómez a Europa con el compromiso de buscar un nuevo candidato para el Reino de la Plata. Sus instrucciones eran que el futuro monarca debía “hacer cesar las hostilidades que inundaban en sangre a las Provincias […], acreedoras a mejor suerte, por cuyo resultado clamaban sus habitantes y naturales, deseando los momentos de esta feliz metamorfosis, aunque resueltos a sostener a todo trance su independencia.” Gómez buscó como primer postulante al príncipe Louis Phillipe de Orleans Bourbon, duque de Orleans, quien será en 1830 el futuro Rey de Francia.

París vio con beneplácito la propuesta de un trono para una cabeza francesa en Sud América pero prefirió guardarse a Louis Phillipe para sus orillas y ofrecer a cambio a Charles Louis de Bourbon, duque de Luca, antiguo heredero del Reino de Etruria y entroncado por línea materna con la dinastía de los Borbones. El Ministro de los Negocios Extranjeros de Su Majestad Cristianísima de Francia, quien llevaba las negociaciones con el canónigo Gómez, sugirió incluso que, ya que el candidato tenía la ventaja de estar soltero, podía contraer matrimonio con una de las princesas portuguesas en Brasil para resolver el molesto conflicto sobre la Banda Oriental. Esta elección –acotaba el Ministro- encontraría la mejor acogida en los Soberanos de las Cortes principales y particularmente con los Emperadores de Austria y Rusia.

El Congreso de Tucumán, ahora en Buenos Aires, durante sus deliberaciones vaciló un momento. La idea de un rey colocado por Francia no iba a agradar en nada a Gran Bretaña, sin embargo en su sesión secreta del 12 de noviembre de 1818, apostó por avanzar en las tratativas con Francia solicitando que tal país “anticipe la benida del Duque de Luca con toda la fuerza que demanda la empresa”. Es decir, un ejército capaz de influir sobre la opinión pública.

Godoy Cruz, Uriarte, Thames, Gurruchaga, Gorriti, Malabia, Fray Justo Santa María de Oro, Cabrera, son hoy calles del barrio de Palermo que recuerdan a los congresistas que apoyaron la candidatura del rey Charles Louis de Bourbon. Otros diputados partidarios de la monarquía se reparten en el resto de los barrios de la Capital de la República: Anchorena, Darregueira, Gascón, Medrano, Colombres, Bulnes, Sánchez de Loria, Castro, Pacheco de Melo… El único republicano que integró el congreso no tiene calle que lo recuerde. Se llamó Don Jaime Zudañez, diputado por Chuquisaca (la que por otros diez años formaría parte de las Provincias Unidas). El Dr. Zudañez se opuso a la medida y mientras el Congreso sesionaba en 1819 por la instauración del Duque de Luca, este dejó en claro sus convicciones republicanas y las de su provincia agregando “que estaba persuadido que este proyecto [era] degradante y perjudicial a la felicidad nacional”.

A comienzos del año 20 otro rey veía frustradas sus capacidades de reclamar su privilegio real en el Plata. Por meses las Provincias del Sud estuvieron expectantes ante la potencial invasión de un numeroso ejército de 20.000 soldados que se sabía organizado en Cádiz. Así lo informaban los numerosos simpatizantes a la causa americana que trabajaban en la península. Sin embargo, la amenaza se desbarató de la noche a la mañana. El general liberal Don Rafael de Riego, arengó el 1 de enero de 1820 a sus soldados en pos de la defensa de la Constitución Española de 1812 y obligó a Fernando VII a aceptar el sistema de una monarquía constitucional. Así, “el deseado”, mote con el que se conoció a uno de los peores monarcas de la historia de España, se quedó sin invasión y rumiando venganza (la que ejerció sobre Riego tres años más tarde cortándole la cabeza).

Para febrero de 1820, los intentos del Congreso en pos de una monarquía se vieron abortados abruptamente con la Batalla de Cepeda. Las tropas combinadas de Estanislao López, gobernador de Santa Fe y de Francisco Ramírez, recientemente autodenominado Gobernador de Entre Ríos obligaron a Buenos Aires a disolver el Directorio y el Congreso de Tucumán en Buenos Aires, y ratificarse como una provincia más entre las que debían formar “La Federación”. San Martín se quedó sin un mando central a quién responder y pasó a formar parte del Ejército de Chile en su expedición al Perú.

La victoria conseguida en Cepeda por parte de los caudillos federales recibió dos contribuciones fundamentales. Por un lado la sublevación del Ejército Auxiliar del Alto Perú al que el Directorio conminó a que bajara al Sur a reprimir a las provincias de Santa Fe y Entre Ríos. El ex ejército de Belgrano, quién se encontraba a la postre enfermo y moribundo, se amotinó en Arequito. Los cabecillas Juan Bautista Bustos, Alejandro Heredia y Felipe Ibarra se convirtieron más tarde en gobernadores de Córdoba, Tucumán y Santiago del Estero. El otro factor indispensable fue la desobediencia de San Martín que deshoyó la orden de Rondeau de cancelar sus planes de invasión al Perú y retornar con su Ejército de los Andes a sofocar a los artiguistas.

No obstante, poco antes de embarcarse en uno de los barcos de Lord Cochrane, San Martín, enviará un mensaje a los gobernadores de las Provincias del Plata, juzgando severamente el ideario federal: “Habéis trabajado un precipicio con vuestras manos, y acostumbrados a su vista, ninguna sensación de horror es capaz de deteneros. El genio del mal os ha inspirado el delirio de la Federación: esta palabra está llena de muerte, y no significa sino ruina y devastación.”

El historiador Vicente Fidel López, hijo del creador del Himno Nacional, con doloroso sentimiento patricio lamentará la derrota de Cepeda. En su prosa no podrá evitar el tono dramático: “Buenos Aires renunciaba al destino que le habían dado los acontecimientos y […] se tomaba á la bandera de sus propios enemigos [la federal], y ahora quería también aislarse para salvar al menos su cultura y sus adelantos, dejando á las demás provincias que gozaran de la independencia bárbara que tanto amaban.”

Vicente Fidel López era un pequeño de cinco años cuando los sucesos de Cepeda. En una prosa característica de la época narrará su recuerdo: “Era un niño –dirá sobre la noche de la derrota- yo ante el pánico que presenciaba, oía y pensaba que se trataba de degollarnos a todos. Mi padre me tomó de la mano; seguíamos mi madre como Hécuba en la terrífica noche de Troya. Al entrar al salón de las aflicciones”. Allí López verá a la mujer del general Balcarce, “bellísima de rasgos y de griega talla […] crispadas las marmóreas manos […] daba gritos aterrantes y parecía querer alcanzar el cielo con las manos […] su hija, echada sobre las rodillas de la madre, gemía anegada en un monte de lágrimas […] Algún dolor como ese debió ser el que inspiró al estatuario griego el grupo de Niobe”

Estanislao López y Francisco Ramírez, caudillos recios, sin duda (uno usará finalmente de pisapapeles la cabeza del otro), se abstendrán de entrar a la ciudad para saquearla. Una atención –hay que decir– que Buenos Aires no tuvo con sus respectivas provincias durante los seis años de guerra de recursos. En su proclama de la víspera alegarán que su intención era liberar a Buenos Aires «del Directorio y del Congreso que pactaban con las Cortes de Portugal, España, Francia é Inglaterra la coronación de un príncipe europeo en el Río de la Plata, contra la opinión de los pueblos que han jurado sostener la forma republicana federal.»

La segunda década de lo que se conocería más tarde como Argentina pasará por una serie de interminables enfrentamientos entre las provincias. Finalmente Buenos Aires reinició una vez más su papel preponderante bajo la dura mano de Don Juan Manuel de Rosas, quien se ocupará de representar, no sin violencia, al resto de la provincias como encargado de Relaciones Exteriores de la Federación. Con un breve intervalo Rosas reinará por los siguientes veinte años.

Es dentro de este contexto que el ex diputado Tomás de Anchorena le escribirá su carta al Brigadier General y Gobernador de la Provincia de Buenos Aires sobre la idea de una monarquía en el Plata. Anchorena se dirigía a su “querido primo”, ya que eran parientes, el 4 de diciembre de 1846, a treinta años de los hechos del Congreso de Tucumán, haciendo el raconto de los pormenores de la elección de un candidato para el Reino del Plata.  Le aclaraba que la oposición a una monarquía de parte de los congresales porteños no era que fueran, en sus convicciones, abiertamente republicanos sino que por el contrario no querían un rey inca, “un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona, si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para colocarla en el elevado trono”.

La carta va dirigida a Rosas, a la sazón con quince años en el poder, para que este contemplara la idea de erigirse en rey. “He hecho a Vd. esta narración para manifestarle que la idea de monarca y de monarquía en nuestro país no fue siempre mirada con mal ojo, antes por el contrario, tuvo mucho tiempo la mejor acogida en el concepto de que la forma […] era la que más nos convenía.”

Con la caída del Rosas en 1852 comienza para la Argentina un nuevo ciclo de desavenencias. Las provincias organizaran la Confederación y Buenos Aires, ante la imposibilidad de imponer su criterio, se mantendrá autónoma por ocho años, incluso jugará con la idea, previo a su victoria en Pavón, de separarse del resto del país y proclamarse “República del Río de la Plata”.

Es aquí donde Bartolomé Mitre hace su entrada en el teatro de los acontecimientos y pergeñará con sus múltiples facultades de militar, político, periodista, poeta e historiador, la visión retrospectiva del país. Mitre desestimará en sus estudios históricos las intenciones monárquicas de Belgrano y San Martín como esporádicos caprichos y fantasías, productos de la frustración, momentos de debilidad de nuestros prohombres en el seguro camino de la República. El historiador, por otra parte, adjudicará a Buenos Aires facultades especiales en la construcción de nuestro sistema político. Pero la ciudad no compondrá su república bajo los conceptos franceses de igualdad, libertad y fraternidad sino que adoptará, más bien, un estilo clásico. Buenos Aires será, para Mitre y sus pares, Roma, la República Romana, dirigida por un grupo selecto de patricios que toman las decisiones necesarias para con el resto de su vasto dominio. Se verán a si mismos como Catón, Cicerón, Séneca, Pompeyo luchando contra la dictadura y la barbarie de las provincias, a las que con un espíritu a lo Anchorena denominaran “los trece ranchos”. Rosas será Nerón. Artigas, el Atila del Plata, el Arroyo del Medio, límite con Santa Fe, el Rubicón, el conflicto con el litoral “la guerra del Peloponeso”. Cepeda, la Batalla de Farsalia. Las comparaciones clásicas en los libros de historia del siglo XIX abundan en referencias tanto en Mitre como en Vicente Fidel López, Andrés Lamas, Vicuña Mackenna, José Luis Bustamante… La mirada de estos primeros historiadores será la encargada de construir el panteón para la Nueva Nación. El general San Martín, Belgrano, Rivadavia, serán, a pesar de sus convicciones monárquicas, los hacedores finales de la República. Estanislao López y Francisco Ramírez, accidentes de la barbarie, o, al decir de Vicente Fidel López un “pillastre de aldea” y un “vago de los montes”.

Para fines del siglo XIX los cuarenta años de demonización de Rosas encontraron al primer revisionista en el polígrafo Adolfo Saldías. En su Historia de la Confederación Argentina, Saldías estudiará la acción de la federación y la evolución de las ideas para la futura república. Cada tomo publicado de su historia era enviado prudentemente a Mitre para su lectura con una dedicatoria de discípulo admirador. Saldías, no obstante, había logrado su poblado estudio gracias a la cesión de cientos de documentos por parte de Manuelita Rosas, hija del ex Brigadier General. El último intento de instauración de una dinastía en el Plata es comentada justamente por este historiador quien aventura que -de no haber mediado Caseros- Manuelita podría haber heredado el privilegiado sitial de su padre consagrándose Reina del Plata:

Manuela de Rozas -sostendrá Saldías- tenía en la República Argentina fundamentos más sólidos, legitimidad menos discutible  y probabilidades de éxito mucho menos dudosas que el protectorado inglés, el protectorado francés y la monarquía incásica «con el cholo bastardo de Huayna-Capac», como lo llamó con sensibilidad porteña el fraile Francisco de Paula Castañeda a Juan Bautista Túpac Amaru.

A esta altura, ya en el último tomo de la Historia de la Confederación, Mitre perderá la paciencia y en una carta dirigida a su joven colega expresará: ¡… una reina hereditaria por el derecho divino del tirano […] Eso es lo que usted antepone al ideal de las libertades y á la realidad de la República democrática…!

La hipótesis de Saldías cierra el arco de lo que será el conflictivo desarrollo del joven país. Como en los inicios de la Antigua Roma, Buenos Aires se encontrará en sus comienzos con el escenario de una disputa entre reyes y república, o, a la manera francesa, entre monárquicos versus republicanos. El siglo XX, en cambio, será el siglo de los dictadores: Uriburu, Rawson, Ramírez, Farrell, Lonardi, Aramburu, Onganía, Levingston, Lanusse, Videla, Viola, Galtieri, Bignone. Y la República deberá lidiar con ellos durante cincuenta años.

Vicente Mario di Maggio
–  Director del Teatrito Rioplatense de Entidades

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