Por Cecilia Cross ***
La corrupción es la apropiación indebida de recursos por parte de quienes ejercen la función pública. No existe como delito en el Código Penal, es un modo de interpretar acciones de gobierno que tiene una connotación eminentemente política. La diferencia entre delito y picardía es la cara del infractor, me decía hace poco un alto ejecutivo de la industria farmacéutica.
Esta plasticidad del concepto de corrupción le ha permitido ser un
argumento recurrente en contra de los gobiernos de corte popular, aun en
las épocas en las que no estaba de moda hablar de populismo. Es y ha sido la excusa perfecta para encarcelamientos, proscripciones y ostracismos de toda laya. Y por espinoso que sea el tema, si es que va a ser un argumento de debate político, hay que desnaturalizar los sentidos que esta palabra adquiere porque su sentido no es unívoco.
La
palabra corrupción, con su connotación de podredumbre o impureza,
descansa en la distinción que efectúa la filosofía moderna, desde Kant
en adelante, entre necesidad y libertad. En la esfera de la necesidad
rige la lógica mercantil y el fin último de cada acción es apropiarse de
los recursos para satisfacer los apetitos, mientras que la de la
libertad es el ámbito para la libre deliberación y decisión, en función
de las inclinaciones del espíritu. Dicho es forma más directa, en la
esfera de la necesidad rige la lógica del interés y en la de libertad la
del desinterés, por eso la primera se identifica con el mercado y la
segunda con la política en general y con el Estado. Así, esperamos que
el mercado produzca riqueza y que el Estado se encargue de distribuir
esa riqueza para sentar ciertas condiciones básicas para el ejercicio
democrático y republicano. Nadie debería ser tan rico como para comprar a
otra persona, ni tan pobre para tener que venderse, nos advertía
Rousseau.
La distinción entre necesidad y libertad, lógica del
interés y del desinterés, está en la base de la moral política que
prevalece en nuestros días. Partiendo de esta distinción, se habilita un
doble estándar:
lo que se le permite a la dirigencia empresarial no se le perdona al
funcionariado, porque mientras la primera persigue legítimamente su afán
de lucro, el otro debe ser capaz de velar por el bien común. Esto
es de por sí controvertido, porque nos lleva a aceptar, a naturalizar,
las conductas delictivas de las corporaciones o a asumir que, si alguien
tiene dinero, no va a entrar en política a hacerse más rico, porque no
lo necesita, lo hace en ejercicio de su libertad, porque quiere. Este
mismo supuesto opera cuando se sostiene la escasa autonomía moral de las
personas en situación de pobreza para ejercer su condición ciudadana: si pasan necesidades, no pueden pensar. En definitiva, si se manifiestan políticamente es porque les dan un choripán.
Sin
embargo, esa interpretación no es la única posible, creo que existe
otro modo de interpretar la teoría kantiana que le da al concepto de
corrupción una mayor potencia política. Si las esferas del mercado y la
política existieran como ámbitos diferenciados que se rigen por lógicas
distintas, entonces la verdadera corrupción es permitir que la primera
tome control sobre la segunda. Condonar las deudas de empresas con el
Estado, financiar la fuga de capitales privados con dinero público,
reducir impuestos a exportadores en contexto de déficit fiscal,
privatizar empresas a precio vil, contraer deuda pública a tasa
usuraria, son todas expresiones de esta especie de corrupción.
A diferencia de la otra, la individual, esta corrupción que podemos
llamar sistemática, es difícilmente judicializable: todo ello se puede
hacer a través de la sanción de leyes, con respaldo mediático y con el
beneplácito judicial. Entonces, el
sistema republicano entra en total colapso, porque la lógica del
negocio amoral se impone en todos los ámbitos de la vida social.
Y
ese es el tipo de corrupción característico de los gobiernos
antipopulares, que vampirizan las arcas públicas hasta agotarlas. No
porque en ellos no se ejerza el otro tipo de corrupción, la individual,
muy por el contrario, la predisposición a tener un funcionariado infiel
aumenta, porque sus cuadros suelen provenir del ámbito de los negocios en los que se premia y legitima la codicia.
Cuando
no queda nada o casi nada por saquear o el humor popular exige su
retirada, se sientan cómodamente en la tribuna, a lanzar diatribas
contra el proceso político al que le toque el papel de reparar el daño
que han causado. Lentamente volverán con su cantinela de la
corrupción, señalando los delitos existentes o inventados, desde los que
volverán a cimentar su superioridad moral y técnica para administrar el
estado. En la medida en que seamos incapaces de entender la complejidad
de la corrupción sistemática, volverán
a iniciar un nuevo ciclo de saqueo acompañados por quienes creen que la
idoneidad moral se compra con dinero, aunque la Historia les grite que
esa falacia ya nos costó dos siglos de sudor y sangre.
*Cecilia Cross – Conicet-UMET-UNAJ.
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