PERÓN, PAREDÓN Y DESPUÉS

Por Camila Rocío García ***

La Revolución Fusiladora reinauguró en nuestro país historias de mártires y verdugos que nos imponen a sangre y fuego el honor y la valentía. 1956 fue el inicio del terrorismo de Estado, un punto disruptivo en nuestra historia llevando al movimiento peronista hacia una clandestinidad apasionada y torturante.

La Revolución Fusiladora reinauguró en nuestro país historias de mártires y verdugos que nos imponen a sangre y fuego el honor y la valentía. 1956 fue el inicio del terrorismo de Estado, un punto disruptivo en nuestra historia llevando al movimiento peronista hacia una clandestinidad apasionada y torturante. Esta es una crónica del día después que marcó el principio de una Argentina signada por la muerte, el heroísmo y el recuerdo. Con ella se pretende homenajear a quienes dieron la vida por una causa y a sus familias que subsisten guardando en su memoria el sabor de la injusticia. 57 años después se siguen desentrañando detalles de aquel fatídico 9 de junio que describió Rodolfo Walsh en Operación Masacre.

Allí estaba Walsh, introspectivo, concentrado en su partida de ajedrez cuándo repentinamente escuchó aquel sonido que cambiaría su vida para siempre: balas y más balas a pocas cuadras del bar. Fue como si la historia y el tiempo se inmovilizaran, la revolución del General Juan José Valle había intentado tomar el departamento de policía de La Plata y Walsh estuvo ahí, vio la sangre derramada de las víctimas, sesos esparcidos dentro de un auto y oyó morir a un militante mientras gritaba “no me dejen solo hijos de puta”. Ante tanta violencia solamente quiso volver a su partida de ajedrez. No le importaba el peronismo, no le importaba la revolución, Aramburu, Rojas y el golpe.

Ironías del destino o causalidades del pasado hicieron que aquel rumor de bar “hay un fusilado que vive” signara el destino de Rodolfo, obligándolo a cambiar su nombre. Comenzó a tocar puertas, una tras otra hasta encontrar la verdad oculta de una Argentina dormida. Escribió libros, militó, fundó en Cuba la Agencia de Noticias Prensa Latina, denunció injusticias. Hasta que veinte años después se encontró en aquella esquina de San Juan y Entre Ríos, solo, con un arma en sus manos y una carta que denunciaba las aberraciones del Golpe de 1976. Pruebas suficientes para que un grupo de tareas lo asesinara y mantuviera sus restos en el templo de la tortura: la ESMA.

Peronistas griten

En la casa de Horacio Di Chiano, se reunieron doce personas a escuchar la pelea del Eduardo Lausse con el chileno Loayza. En la historia de Walsh, fue un típico encuentro de hombres con el solo propósito de tomar unos vinos y jugar al truco. Para Daniel Brión, hijo de Mario, “el objetivo de la reunión –en la que estaba su padre- era ser parte del Foco de Resistencia Civil de Zona Norte y esperar la proclama de inicio de la revolución por radio. Los objetivos eran dos: la mitad del grupo iba a tomar el Gasómetro que estaba en la Avenida General Paz y Constituyentes (…) y la otra mitad se iba a reunir con los suboficiales que iban a tomar los cuarteles de Campo de Mayo”. Según Daniel esa noche todos estaban esperando esa señal excepto Juan Carlos Livraga, el fusilado que vive que había sido invitado por Vicente Rodríguez para utilizar su colectivo en caso de ser necesario para trasladar a los militantes a Campo de Mayo. “En definitiva todos los que estaban en esa reunión eran peronistas, esa era la realidad y con respecto a los planes revolucionarios los muchachos se venían reuniendo desde hacía mucho tiempo en cada casa, la noche anterior habían estado en la mía, y las armas estaban adentro de la tirada de aire de la chimenea que se cerraba con una chapa (…)”,expresa Daniel contradiciendo los argumentos de Walsh quién al tocar puerta tras puerta buscando testimonios, el terror de los familiares hizo que negaran la militancia de las víctimas de José León Suárez por miedo a ser asesinados.

Aquel 9 de junio, el gremialista ferroviario Nicolás Carranza estaba prófugo de la justicia por repartir panfletos peronistas. Esporádicamente iba a su casa a ver a sus hijos y a Berta, su mujer. Para Rodolfo Walsh, Carranza no era feliz, vivía en las sombras, era un desconocido que vagaba de un lado a otro tercamente convencido de su inocencia. Ni siquiera había podido ver nacer a su hija menor ni darle su apellido. Su familia sabía de él a través de mensajes y cuando se enteraban que estaba vagando por algún lugar su esposa iba corriendo a verlo para convencerlo que se entregara, la prisión siempre sería mejor que la muerte. Nunca pudo. En el ADN de los Carranza “no hay miedo, hay ansias de dignidad”, expresa Berta, una de sus hijas.

Esa noche, Nicolás se fue, no se sabía si para siempre. Su familia se había acostumbrado a vivir con el temor de la persecución y el orgullo de la lucha. Él dijo que iba a hacer una diligencia, que volvería a tiempo para ir al cine con su esposa Berta. En realidad participaría de la revolución de Valle sin imaginar que presentarse en la casa de Di Chiano, significaría un pase directo hacia la muerte.

Luego de esa fría noche de junio, la suerte fue de mal en peor para los Carranza. Según cuenta su hija, como su madre era concubina, nunca tuvo derecho a ninguna pensión para criar a sus seis hijos. Se mantuvo como pudo, cociendo, haciendo changas, trabajando para una fábrica de zapatillas hasta conseguir trabajo en el Ferrocarril. Un día Enriqueta Muñiz, la ayudante de Walsh, tocó el timbre, y Berta contó su historia, sin miedo, sin vergüenza, con orgullo y con confianza en que algún día la sangre de su marido sería reivindicada. “La historia de Carranza que cuenta Walsh, es la verdadera, es la contada por mi madre, es lo que pasó” expresa Berta, hija de Berta y Nicolás. “En Florida todos sabían de los levantamientos, excepto Livraga que fue el sustento de la crónica de Walsh y que había sido invitado para poder usar su colectivo”, confirma al igual que Brión.

General, la Revolución está vendida

Aquel día de junio, los Generales Juan José Valle, Raúl Tanco, Oscar Lorenzo Cogorno y Eduardo Alcibíades Cortínes organizaron la autodenominada Resistencia Peronista; exigían restituir la Constitución de 1949 y el retorno de la institucionalidad con el General Juan Domingo Perón a la cabeza.

Jorge Costales era el integrante más joven del Estado Mayor de Valle. Fue uno de los organizadores de la Revolución en el Vapor Washington, un albergue de militares peronistas presos y debía encargarse de la inteligencia de la Resistencia Peronista Civil y Militar de 1956 de Zona Sur. Debía poner un transmisor en la Escuela Técnica N° 5 de Avellaneda para difundir aquella proclama que daría inicio a la Revolución.

General, la Revolución está vendida, estuve averiguando y parece que se filtró información. Aramburu y Rojas ya están al tanto de la Resistencia y dejaron firmado un decreto de fusilamiento ¿Qué hacemos?, expresa Costales

-La haremos igual
–contesta convencido Juan José Valle

– Costales, en la Argentina desde Dorrego que no fusilan a nadie
– dice con convicción Cortínes.

Esa fue la apreciación equivocada que firmó la sentencia de muerte de treinta y dos víctimas entre civiles y militares. Los militares peronistas continuaron con sus planes revolucionarios, jamás imaginaron que la locura antiperonista culminaría en terrorismo de Estado.

“Hasta ese momento, el objetivo era transmitir la proclama, para eso se había elegido Zona Sur. La famosa noche del 9 de junio, la pelea de boxeo se iba a transmitir por radio y gran parte del pueblo peronista iba a estar escuchándola hasta que se interceptara con la proclama, esa era la señal
”, cuenta Jorge Costales hijo menor del Capitán Costales. En el momento que su padre entra en la Escuela Técnica N° 5 “Salvador Debenedetti” de Avellaneda, lo detienen y lo trasladan a la Regional de Lanús junto con los civiles Dante Hipólito Lugo, Clemente Braulio Ross y Osvaldo Alberto Albedro. Allí están presos unas horas, incomunicados. A las dos de la mañana antes que los árboles de José León Suárez soplaran de furia ante la matanza de los civiles de Florida, fusilan a Costales y sus compañeros de la Resistencia.

Resistir, cuchichear, hablar, callar, gritar, actuar

Porfidio Calderón se hizo peronista aquel 17 de octubre de 1945 al escuchar colgado desde la ventana de su vecino el discurso del General Perón luego de estar preso en la Isla Martín García. Nació en Gútemberg, Provincia de Córdoba, un pueblo que según el último censo tiene 444 habitantes, que por los años 50 dependían exclusivamente del arado de las tierras y de un desvencijado ferrocarril del Siglo XIX. Allí Calderón, trabajador del campo, abrazó al peronismo luego que el General le devolviera algo de dignidad con el Estatuto del Peón. Quizás esa misma admiración por el General lo llevó a enlistarse en la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral ubicada en los cuarteles de Campo de Mayo.

En 1955 cuándo Perón abandonó el poder, Porfidio fue testigo de cómo bajaban el busto del General y allí comprendió que su vida dependería del silencio. Pero ese silencio, como casi todas las prohibiciones históricas, se fisuró. Los rumores de una revolución con militares peronistas a la cabeza y civiles dispuestos a luchar resonaban en los pasillos de la Escuela de Suboficiales; Porfidio sin mediar reflexiones decidió participar.

Llegó el día, el cabo Calderón cenó, se acostó y a la madrugada el Mayor Stagno lo llamó: “Calderón, ponga en marcha los tanques, vamos a tomar el Batallón de Infantería, cuándo se de la señal espérenos ahí para abordarlo e ir a la Capital”. El cabo esperó, se hizo la hora, se subió al tanque, esperó y esperó a escuchar la proclama que iba a interrumpir la pelea, pero no sucedió, esperó a que se apagaran las luces de los cuarteles, pero no sucedió, algo iba mal. Su ansiedad pudo más y comenzó a manejar hasta la Ruta 8, cuándo volvió a entrar se dio cuenta de que los planes habían fallado, el Coronel Ibazeta había sido abordado por Estados Mayores afines a la Revolución Fusiladora e inmediatamente puesto en prisión. Esa misma noche se efectuó un juicio sumario a los militares sublevados en Campo de Mayo, el cual sería presidido por el General Juan Carlos Lorio. En la sentencia se alegó que los acusados no debían ser asesinados.

Pese al veredicto, Aramburu se opuso y ordenó el fusilamiento de los responsables de la Revolución. “En Campo de Mayo se constituye un tribunal militar que no encuentra motivos para aplicar la Ley Marcial a los allí detenidos. Pero la orden llega del Poder Ejecutivo y el general Lorio la obedece (…): son fusilados los coroneles Eduardo Cortínez y Ricardo Ibazeta, los capitanes Néstor Cano y Eloy Caro y los tenientes Néstor Videla y Jorge Noriega”, denuncia Walsh en una nota de la Revista de la CGT de los Argentinos.

Calderón y algunos compañeros estuvieron presos e incomunicados durante 4 días en Campo de Mayo hasta que en la madrugada del 13 de junio los cargaron en un camión de la Fundación Eva Perón para llevarlos a la Prisión de Las Heras –hoy Plaza Las HerasPorfirio lloraba, no porque lo fueran a matar sino porque habían tomado un camión de ayuda humanitaria comprado por Eva para llevarlo a prisión. Ironías del destino o provocación planificada. Su suerte se presumía negra, ahí hacía tan solo unas horas habían fusilado al General Juan José Valle. Al entrar a la cárcel lloró, manchó un colchón desvencijado, golpeó la cama hasta quedarse dormido. Serían 56 los días encerrado, incomunicado, temiendo por su vida, pero a la vez orgulloso de sus ideales. No lo iban a doblegar.

En las noches que siguieron al 9 de junio “a un cerebro mágico se le ocurre la feliz idea de que los militares detenidos pudieran despedirse de su familia antes de ser asesinados. A mi viejo lo mataron inmediatamente. Por suerte mi familia no se despidió ”, cuenta con algo de humor negro en su sonrisa irónica Jorge Costales, y agrega: “vos fijate el silencio que reinaba en la sociedad que en la partida de defunción de mi padre no dice `fusilado en Lanús´, dice `muerto en la vía pública, herido de bala en cabeza y tórax`” .

Rodrigo Ibazeta, hijo del Coronel Ibazeta, tenía 9 años cuando abrazó a su padre con una fuerza sobrehumana y lágrimas en sus ojos. Lo último que le escuchó decir fue “portate bien que mañana tomás la comunión”. Costales recuerda que Marta, hija de Ramón Videla, otro de los militares asesinados, no soltaba a su padre, gritaba y lloraba ante la inminente llegada de los oficiales que lo conducirían al paredón de fusilamiento. También es conocida la historia de Susana Valle, según el Relato del Padre Hernán Benítez, recopilado en el libro “Compañeros” de Pablo José Hernández, la noche del doce de junio a las nueve y cuarto entra custodiada por armas a despedirse de su padre:

Susanita, si derramas una sola lágrima no eres digna de llamarte Valle,
dijo despidiéndose de su hija

– Es hora,
anunció un oficial sin ningún despojo de quiebre emocional en su voz

Valle se sacó un anillo, lo puso tiernamente en las manos de su hija junto con unas cartas de despedida, con sus labios tocó su mejilla sin que se desprendiera una sola lágrima, avanzó hasta la puerta, hizo un gesto de complicidad a “Susanita”, se dio media vuelta y caminó hacia el paredón de fusilamiento sin voltear. Dicen que el “disparen, apunten y fuego” que culminó con la muerte de Valle estuvo signado de lloriqueos, desmayos y vómitos de soldados que no querían matar a su Jefe. Muchos se sostenían en sus armas para no desplomarse ante la impresión. Nada esto impidió la injusticia.

En las jornadas del 9 y el 12 treinta y dos fueron los fusilados: dieciocho militares y once civiles, de los cuales seis lograron escapar y cinco murieron acribillados. La sociedad dormida, estaba influenciada por titulares como el de La Nación : “El pueblo justo y soberano vitorea al General Aramburu”. En Buenos Aires nadie sabía nada, el pueblo comenzaba a replegarse en un encierro que duraría años. El silencio comenzaba a suscribirse en la historia.

Después de mañana

Jorge Costales nunca conoció a su padre. Hubiese querido saber cómo era su cara, sus facciones, su sonrisa, su verdad, sus ideas. En sus casi 57 años de vida luchó para que su padre fuese reivindicado por la sociedad como un mártir que murió por la democracia. En los 70 el respeto a la muerte signó su vida, pero desde 1983 que milita por la causa peronista. En su paso por la vida logró reunir a todos los hijos de las víctimas, entre ellos a la fallecida Susana Valle y Guillermo Cogorno, hijo del Teniente Coronel Oscar Cogorno. Así fue como entre todos comenzaron a desentrañar los hechos de una historia, callada, silenciada, dormida.

Nunca olvidará el rostro de su madre mientras en la televisión transmitían la noticia del asesinato del General Aramburu. Èl tenía 14 años y los ojos de su madre cargados de lágrimas siguen impresos en su memoria como si fuese una eterna escena viva: “No sé porque lloró, nunca me lo dijo pero supongo que la muerte de Aramburu era el final y el recuerdo de una etapa terminada. Hubiese preferido la justicia, pero la violencia se nos adelantó”, y asegura: “No tengo odio, esa es una de las cosas que me inculcó mi madre. A nosotros hoy nos queda contar la historia y me pone contento que los pendejos escuchen, porque eso significa que esto se seguirá transmitiendo de generación en generación. Esa es la reivindicación histórica que quiero para mi viejo”.

Berta Carranza, considera que la muerte de su padre le dio la fuerza para ser una buena persona y luchar por sus ideales: “En mí siempre afloró el peronismo. Yo tenía entendido que mi viejo dio la vida por Perón, por el trabajo, por la justicia social, y creo que en mi sangre llevo eso”. A ella, como a su padre, nunca le asustó la muerte, nunca la respetó, siempre valoró más sus ideas, su sed de justicia, su patria, la lucha por una causa. En los 70 se unió al ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo). Llegó a manejar armas y a participar de operativos, incluso embarazada. Durante la dictadura de 1976 la chuparon dos veces, la primera se salvó por ser la hija de Carranza, aquel militante asesinado por Aramburu. Y la segunda vez lo único que recuerda es que su valentía duró hasta que se bajó de un colectivo en Agronomía para esperar a una compañera del ERP. Esa tarde el Falcón se le adelantó y el destino quiso que presenciara cómo a su amiga, sin mediar palabras, le pegaron más de veinte tiros entre cabeza y abdomen. “Fue demasiado, habían secuestrado a mi marido que no tenía nada que ver, tenía un hijo por nacer y si bien no me importaba morir, sí me importaba la integridad de mi familia” confiesa.

Hasta el retorno de la democracia estuvo recluida en una Isla del Tigre, nunca lo vio a Walsh, le hubiese gustado, le hubiese agradecido. Hoy vive en la vieja casona de los Carranza en Villa Adelina. Tiene voz de anciana pero no lo es. Con poco más de 50 años tiene la experiencia de un sabio. No le interesa la política en lo más mínimo. Aborrece que Menem haya tenido el descaro de besarla con la misma boca que tocaron las mejillas del General Rojas. Pero inmediatamente recuerda que Walsh le cambió la vida. Walsh reivindicó a su padre. Walsh fue el punto de partida de su historia marcada por la valentía y los ideales. Hoy, mira a sus nietos y confiesa que ha vivido, y que tiene una historia para contar. La cuenta, sonríe y recuerda retazos de su padre con orgullo.

Al principio dije que esta era la historia de personas que murieron por sus ideales, prometí una crónica del día después que reivindicara la memoria de estos mártires y sus familias. Una crónica que permitiera entender la muerte por una causa: la patria. Para encontrar respuestas se lo pregunto a Costales. Él llora, se emociona, fuma con nerviosismo y compulsivamente, se suena la nariz y al contestar me dice que si su padre hubiese sabido que lo iban a fusilar, igual hubiese ido directo a la muerte. Reflexiona, se quiebra, llora, recuerda. Recuerda quizás momentos hermosos y a la vez terribles de su vida, trata de imaginar los rasgos del padre, las palabras, el discurso, sus pensamientos. No puede, todo lo que sabe lo reconstruyó con sus familiares. Sigue emocionado, nostálgico pero contento a la vez. Da una pitada a su cigarrillo consumido y dice: “Si fuera egoísta te tengo que decir que mi viejo fue un pelotudo. Pero como no me criaron con egoísmo debo decirte que el viejo es mi orgullo, es el motor de mi vida y es la razón por la cual sigo luchando, para dejarle a mis hijos aquel país más justo con que su abuelo soñó, un país por el que luchó y murió. Mi viejo es mi orgullo. Simplemente eso.”

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