Por Juan Manuel Padín ***
La asunción de Mauricio Macri como presidente conllevó diversas modificaciones en la orientación de la política económica. En ese marco, la política comercial externa adquirió un rol estratégico como eje central dentro del objetivo de “volver al mundo”.
Por fin, la supuesta cerrazón proteccionista a la que había sido sometida la economía nacional por designio de los funcionarios kirchneristas quedaría en el olvido, dando paso a un proyecto de “inserción inteligente” conducido bajo la máxima de convertir al país en el “supermercado del mundo”.
Bajo esta particular perspectiva, además de eliminar los derechos de exportación y la obligación de liquidar divisas, entre otros cambios vinculados al comercio exterior, el Gobierno multiplicó los esfuerzos en vistas de concluir vastos acuerdos de libre comercio. Entre las razones que justificarían el nuevo ímpetu negociador, hay una que remarca asiduamente el ministro de Producción, Francisco Cabrera: “Somos el país más cerrado después de Sudán”. Esta afirmación, utilizada como leitmotiv de la nueva orientación de política, simplifica al absurdo una realidad por demás compleja. Es, sencillamente, una zoncera (económica), entendiendo a ésta a la usanza de Arturo Jauretche: “Principios introducidos en nuestra formación intelectual desde la más tierna infancia –y en dosis para adultos– con la apariencia de axiomas, para impedirnos pensar las cosas del país por la simple aplicación del buen sentido”.
En un mundo cada vez más globalizado donde existen un alto grado de interrelación entre las distintas economías, la apertura comercial se presenta, generalmente, como la llave maestra que conduciría a un reino de oportunidades (inversiones, acceso a nuevas tecnologías y conocimientos, generación de empleo, etc.). Entonces, ¿por qué no recurrir a este tipo de frases para intentar legitimar una política de apertura con mala prensa, dado el impacto que genera en algunos sectores el crecimiento de las importaciones, y el creciente rechazo a las negociaciones comerciales en marcha? Pero aquí se presenta un primer escollo, puesto que en la literatura económica la supuesta relación virtuosa entre apertura y crecimiento es objeto de fuertes controversias, con ejemplos y contraejemplos de todo linaje.
La aludida frase del ministro, en particular, refiere a la relación entre las importaciones y tamaño de la economía. A medida que las primeras incrementan su peso con relación al PIB, el denominado coeficiente de apertura es mayor (o sea, aumenta el grado de apertura de un país). Sin embargo, si tomamos los datos del Banco Mundial para el año 2016, calculando el coeficiente como usualmente se hace –esto es, tomando las exportaciones e importaciones de bienes y servicios–, podemos encontrar algunas “sorpresas” que conforman un segundo escollo.
Así, en los primeros veinte puestos de ese particular ranking que casi lidera la Argentina, se encuentran países tan disímiles como Brasil, Nigeria, Cuba, Japón, China o Estados Unidos. Al parecer, los nipones, los chinos y los estadounidenses desconocerían el valor central que tiene “abrirse al mundo”, a pesar de ser parte nodal del grupo de potencias comerciales del planeta. Como contracara, si observamos a los veinte países más “abiertos al mundo”, también encontramos un cuadro difuso. Allí habitan, entre otros, Luxemburgo, Hong Kong y Países Bajos junto a Vietnam, el Congo, y Mozambique.
En este panorama variopinto, una cuestión resulta evidente: un mayor grado de apertura no se vincula, invariablemente, con un mayor crecimiento y desarrollo. Para esto, es preciso implementar otra batería de políticas, entre las cuales aquellas que impulsen el intercambio comercial (por ejemplo, los acuerdos comerciales) tendrán seguramente un papel destacado, más o menos beneficioso (o perjudicial) de acuerdo a la orientación que se le brinde a la política económica en general, y a la política comercial externa en particular, y los resultados que se logren alcanzar.
*** Doctorando – Universidad Nacional de Quilmes.
