LA DEUDA LESIONA EL DERECHO AL DESARROLLO

 

Por E. Raúl Zaffaroni

Un ensayo de Eugenio Raúl Zaffaroni sobre el impacto del endeudamiento.

El jurista reflexiona a partir de una premisa: los recursos que se destinen a pagar la deuda no se podrán asignar a salud, educación, jubilaciones o infraestructura, lo que causará muertes, accidentes y frustraciones. Y vislumbra una futura pesquisa por administración fraudulenta.

Imagen: Bernardino Avila

Por tercera vez en cuatro décadas nuestra Nación cae en el endeudamiento.
Las dos anteriores experiencias terminaron muy mal. La actual avanza a un ritmo y con monto superior al de sus precedentes. Cabe preguntarse si ante esto tiene algo que decir el derecho y, en especial, si tienen algo que decir los Derechos Humanos.

Cualquier habitante sabe que si un comerciante compra siempre más de lo que vende y recurre a préstamos bancarios para cubrir la creciente pérdida que se le genera, pronto irá a la quiebra, que será calificada como fraudulenta si lo hizo en forma intencional.

Es previsible que nada muy diferente le suceda a un Estado que importa más de lo que exporta y acumula deuda en dólares. Presuponiendo que haya quienes sigan prestando a un posible quebrado (quizá pensando en un negocio de holdouts), algunas voces oficialistas dicen que la deuda crecerá hasta 2020. En esa fecha, al ritmo actual de endeudamiento, por lo menos superaría la cifra inimaginable de 250.000.000.000 de dólares (doscientos cincuenta mil millones) y comprometería los presupuestos nacionales por varios años.

Las voces más alarmistas hablan de la cercanía de una catástrofe y las más prudentes del talón de Aquiles del programa económico. Más allá del tiempo, es incuestionable que esta deuda deberá pagarse y que, en tanto, se deberá apelar a un enorme ajuste.

Los recursos reducidos del gasto público y los que en el futuro se dediquen a pagar la deuda, suman cientos de miles de millones de dólares que no se podrán destinar a salud, educación, previsión, infraestructura, asistencia social, tecnología, ciencia e investigación, etcétera, lo que causará muertes (por atención selectiva de la salud, aumento de delitos, incentivación de conflictos sociales, depresión de jubilados, inseguridad laboral, accidentes viales), frustrará existencias por carencias alimentarias en la infancia y por dificultar la incorporación escolar y la formación profesional; exilará científicos y técnicos; provocará crisis familiares. En general, retrasará la reducción de la pobreza.

Declaración
Creemos que, ante estos resultados, desde el derecho es verificable que nos hallamos frente a una lesión masiva al derecho humano al desarrollo. Dado que el reconocimiento internacional de este derecho es posterior a la Declaración Universal de 1948, es bueno explicar su alcance.

El derecho humano al desarrollo suele considerarse de tercera generación, lo que es aceptable sólo en el sentido de que su reconocimiento internacional es más reciente, pues en el plano mundial se incorporó a los temas de Naciones Unidas desde que su Comisión declaró en 1979 que el derecho al desa-rrollo es un derecho humano y que la igualdad de oportunidades es una prerrogativa tanto de las naciones como de los individuos que forman las naciones. Esto fue ratificado en el mismo año por la Asamblea General de la ONU, al iniciar los trabajos que culminaron en la Declaración sobre el derecho al desarrollo, aprobada por la Asamblea General en 1986.

La discusión acerca de este derecho –como en todo tema de Derechos Humanos– no está exenta de intereses políticos y económicos, razón por la cual la Declaración de 1986 contó con los votos negativos de Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña y Japón. Además de intereses, en las discusiones acerca del núcleo central de la noción de Derechos Humanos también juegan prejuicios y temores, por lo que suelen repetirse en el derecho internacional viejas discusiones ya ventiladas en el derecho constitucional.

Casi todo el siglo pasado se discutió una supuesta opción preferencial y hasta contradicción entre derechos individuales (llamados de primera generación) y derechos sociales (de segunda generación). Tal opción es falsa, pues si se da libertad sin pan, será usada para conseguir el pan y, de no concederlo, se perderá el pan y la libertad; si, por el contrario, se da pan sin libertad para controlar al que reparte, al final éste se quedará con la mayor parte o con todo el pan.  

Esto impuso la conclusión, hoy generalizada, de que los Derechos Humanos son interdependientes y, por lo tanto, no puede haber un orden de preferencias. Si se habla de generaciones será sólo por una cuestión temporal o cronológica en cuanto a su reconocimiento internacional, pero no por preeminencias.

Esta conclusión se impone porque la jerarquización de los Derechos Humanos no es más que una racionalización para violarlos, al igual que en el derecho constitucional, dado que se acaba negando unos para salvar otros de pretendida mayor jerarquía. Este fue el argumento con que Carl Schmitt desbarató la Constitución alemana de Weimar, al privilegiar supuestamente el principio republicano y, de ese modo, legitimar la persecución criminal contra judíos, socialistas, comunistas y liberales.

Vicio y temor

No obstante, existe otro nivel de discusión, en que se sostiene que los derechos sociales no son exigibles ante los jueces, disputa algo bizantina, porque un derecho que no se puede reclamar es más bien una manifestación de buena voluntad, pero no un derecho. La razón por la cual se sostiene lo anterior, en definitiva, es el temor de que los jueces ordenen políticas de Estado, lo que usualmente se llama activismo judicial y se considera un vicio.

Este temor está en parte justificado, pero se funda en un falso prejuicio. Según este prejuicio los derechos individuales se concretan en prohibiciones (el Estado no debe hacer algo) y los sociales en mandatos (debe hacer algo). En realidad, muchas veces el respeto a los derechos individuales exige que el Estado haga algo (mejore las cárceles, por ejemplo) y, por el contrario, la de los sociales que se abstenga a hacer algo (no reparta medicamentos vencidos, por ejemplo). La cuestión de imponer acciones positivas a los Estados, en definitiva, está reservada a la prudencia de los jueces de la jurisdicción internacional.

En verdad, esta disputa es más teórica que práctica, pues si por ejemplo se condena a un Estado porque ha privado a alguien de atención médica, poco importa que se invoque expresamente la lesión al derecho a la salud como social, porque de todos modos se le indica que no debe lesionar la salud de nadie y, con eso, se le está ordenando que debe respetar el derecho a la salud también como derecho social, pues la salud pública no es más que la de todos los habitantes.

Con el derecho humano al desarrollo se plantean parecidas objeciones. Para algunos autores se trata de un derecho humano consolidado en el derecho internacional, aunque para otros está aún en vías de ser reconocido. Pero las objeciones más fuertes provienen de los autores del hemisferio norte, que sostienen que es un concepto difuso que podría postergar los derechos de las dos generaciones anteriores.

En el fondo, los intereses en juego responden a la creciente brecha entre norte y sur, porque el antecedente internacional de este derecho es la descolonización de tiempos de la última posguerra, dado que la primera condición del desarrollo es la independencia. Conforme a lo anterior, desde nuestra América Latina deberíamos invertir la clasificación en generaciones cronológicas, pues al luchar por la emancipación lo hacíamos por la condición más elemental del derecho humano al desarrollo. En este sentido, nuestros primeros defensores de Derechos Humanos fueron San Martín, Belgrano y todos los próceres de nuestra independencia.

No en vano este derecho se consagró en los sistemas regionales de países descolonizados. Los africanos lo consagraron en el artículo 22 de la Carta Africana de Derechos Humanos (Carta de Banjul de 1981): “Todos los pueblos tendrán derecho a su desarrollo económico, social y cultural, con la debida consideración a su libertad e identidad y disfrutando por igual de la herencia común de la humanidad. Los Estados tendrán el deber, individual o colectivamente, de garantizar el ejercicio del derecho al desarrollo”.

Nuestro sistema regional de Derechos Humanos lo tiene establecido en el artículo 26º de la Convención Americana (incorporada a nuestra Constitución en 1994, en función del inc. 22º del artículo 75), como capítulo III, bajo el rubro Derechos económicos, sociales y culturales y con el título Desarrollo progresivo: “Los Estados Partes se comprometen a adoptar providencias, tanto a nivel interno como mediante la cooperación internacional, especialmente económica y técnica, para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos que se derivan de las normas económicas, sociales y sobre educación, ciencia y cultura, contenidas en la Carta de la Organización de los Estados Americanos, reformada por el Protocolo de Buenos Aires, en la medida de los recursos disponibles, por vía legislativa u otros medios apropiados”.

La definición de la Convención Americana se aproxima a la tesis que lo entiende como un derecho-síntesis, que refuerza la idea de interdependencia o conglobación de todos los Derechos Humanos.

Por nuestra parte, sin apartarnos de la definición de la Convención, creemos que es algo más que eso, en razón de que el más elemental realismo jurídico muestra que el desarrollo es el presupuesto o marco indispensable para la realización de los otros Derechos Humanos, desde que un país empobrecido, con marcada estratificación, exclusión social, dependencia económica en razón de una deuda sideral y alta concentración de riqueza, mal puede hacer efectivos, no sólo los derechos sociales, sino tampoco los de la llamada primera generación, porque la conflictividad inherente a su propia precariedad le llevaría a lesionar también esos derechos.

Es verdad que la progresividad, que la definición legal condiciona “a la medida de los recursos disponibles”, debe ser valorada siempre con prudencia, pues no puede exigirse que toda política económica sea exitosa. Pero esta valoración no es diferente de la que se requiere para la quiebra comercian en el derecho nacional, que no es delito en la medida en que se produzca a causa de los riesgos propios de la actividad mercantil, pero pasa a serlo cuando por imprudencia se incurre en negocios temerarios y, aún más, cuando se la provoca intencionalmente. Estas son las mismas circunstancias que, en caso de alegada violación del derecho al desarrollo, los jueces deberán valorar con la debida prudencia, para no exceder su función y convertirse en juzgadores de cualquier política económica.

En nuestro caso, es bastante claro que el endeudamiento exponencial y rápido supera ampliamente el test de riesgos inherentes o normales en toda política económica, para caer por lo menos en la imprudencia, aunque no cabe descartar tampoco la intencionalidad, ante las claras advertencias de economistas de todo color ideológico. Un gobierno con mandato electoral de cuatro años, está comprometiendo quizá por décadas los presupuestos nacionales futuros, haciendo oídos sordos a las advertencias de los técnicos.

Dada la incorporación de la Convención Americana a la Constitución Nacional, esta violación de Derechos Humanos es un ilícito tanto conforme a nuestro derecho nacional como al derecho internacional continental.

Otro problema, que será menester investigar en algún momento, es si este ilícito no configura un delito en nuestro derecho nacional, pues, si llegado el caso se probarse que se trata de un supuesto de dolo, es decir, si en lo subjetivo superase el nivel de la mera imprudencia y revelase la voluntad de procurar un lucro indebido para alguien, encuadraría en el inciso 7º del artículo 173 del Código Penal, o sea, en el tipo de administración fraudulenta, en su variable de obligar abusivamente.

En síntesis, el crecimiento exponencial de la deuda no es una cuestión discutible sólo en el plano de la política económica, sino que el derecho también tiene bastante que decir: (a) en principio, que se encuentra en curso una violación masiva del derecho humano al desarrollo, conforme a la Convención Americana y a nuestra Constitución Nacional; (b) en segundo término, que un día se deberá investigar si eventualmente no se estaría cometiendo también un delito de administración fraudulenta conforme a nuestro Código Penal.

*E. Raúl Zaffaroni –  Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.

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