EL HOMBRE LIBRE Y LAS GRANDES ALAMEDAS

Por José Pablo Feinmann

Cuando Farrell le dice a Perón mándelos a sus casas pidiéndole, con tal frase, la desmovilización de la jornada popular del 17 de octubre, está pidiendo lo que toda derecha quiere: el pueblo debe estar en su casa, toda movilización es peligrosa, pues nadie puede prever su resultado. Perón habrá de encontrar la formulación perfecta de ese deseo. Siempre, aun en los días aciagos de su caída, les dirá a sus seguidores que permanezcan en sus casas: de casa al trabajo y del trabajo a casa.

Los días fueron aciagos porque el que caía, en 1955, era un gobierno popular. Y los obreros lo sabían: todo lo que viniera sería peor. Incluso intelectuales de izquierda como Milcíades Peña, acérrimo crítico del peronismo, fueron a la CGT a pedir armas. Pero el líder se había ido. Salvador Allende fue la imagen diferenciada. Se quedó a pelear y hasta dijo que surgirían las grandes alamedas por las que pase el hombre libre.

¿Volverán a crecer las grandes alamedas?
¿Volverán a verse los hombres libres que pasen bajo las hojas de la libertad? Nada es para siempre. A veces parece que se cerraran los espacios y horizontes de la esperanza. El grupo siempre está en crecimiento. Y aunque se atraviese una etapa en que todo se obstina en estar mal, siempre hay que sostener la mirada crítica, esa que ve el desajuste en que se nos quiere hacer vivir. El desajuste es lo que se produce entre las políticas del poder y los intereses de las clases no poseedoras. El neoliberalismo vive en el desajuste que constantemente reproduce. Porque hace política para lo macro. Si cierran los números en exterioridad, todo está bien. No le importa lo micro. Incluso lo despoja para sostener los números de la balanza de pagos. De aquí que se le quite dinero hasta los más débiles, los jubilados, los niños.

Así, el desajuste con cualquier posibilidad de apoyo popular y las políticas de estado se presenta una y otra vez. Crece la deuda externa y no hay sensibilidad interna. Todo esto se defiende desde las armas. Un neoliberalismo que se precie de tal requiere un fuerte aparato represivo. O se busca el consenso o se lo impone por la fuerza. El miedo a asistir a manifestaciones de rechazo crece cada vez más. Es más seguro manifestar desde la derecha protegida por el poder que desde la izquierda, eterna sospechosa y víctima de todo ultraje. Durante la dictadura de Videla se pudo ganar las calles para festejar el Mundial. La policía militarizada instaba a los grupos que se formaron para festejar. Vamos, es el triunfo de todos, hoy salgan a la calle, sean bulliciosos, nosotros estamos para cuidarlos y acompañarlos. Hoy se puede, porque el fútbol es nuestro aliado y juega a favor de nosotros. Al goleador de la selección nacional de 1978 le decían el matador. Una notable simetría entre el poderío militar y sus gladiadores. El pueblo puede salir a la calle cuando está permitido. Y durante esos días de festejo multitudinario y custodiado, la alegría era obligatoria.

El fútbol y los celulares cumplen hoy una estrategia de poder mundial. La globalización del poder. No hay sonoridad en la palabra del otro porque no hay sonido. Y aunque lo haya la comunicación está devaluada porque no tiene expresiones ni cercanías. Se trata del aplanamiento del todo. Lo uno suplanta a la diversidad. Todos nos hablamos con todos. Todos escuchamos lo mismo o vemos el mismo partido, ya que todos se parecen.

De casa al trabajo y del trabajo a casa. Es el mismo trayecto. Ya que tanto en casa como en el trabajo escucho y veo lo mismo. Un proyecto sólido, algo que nos acerque a la posibilidad de ese hombre libre y sus alamedas es construir espacios de libertad. Un espacio de libertad es uno en el que se hable de lo que no se habla. Por el momento habrá que reunirse y verse las caras, escucharse y plantear la agenda que pueda alejarse del discurso agobiante del poder unificador.

La cacerola tiene un aspecto sospechoso: le sirvió a la clase media y alta en Chile para derrocar a Allende. Durante los días del 2001 en Buenos Aires la clase media y sectores populares la usaron contra De la Rúa. Durante el kirchnerismo y el problema del campo sirvió los intereses del campo: el kirchnerismo no usó la cacerola. En Venezuela fue utilizada contra Chávez. Ahora se usa contra Macri. La cacerola, en sí, perdió identidad al tener tantas. Más importante que su uso es saber para qué causa sirve. La cacerola, al no tenerla, mal puede dar identidad. La identidad es más ardua que eso. Saber quiénes somos y a qué nos oponemos y por qué son los pilares fundantes de toda posible identidad. Y eso se conquista desde el individuo al grupo y el espacio de libertad. Cuando se consigue esta lúcida y crítica trinidad (individuo, grupo, espacio) puede hablarse de una verdadera hegemonía. Las grandes alamedas pueden ser pequeñas, pero deberán siempre cobijar al hombre libre. Por ahora, entonces, construir las alamedas es la consigna.

 

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