DE HERENCIAS Y VIOLENCIAS


Por Mario de Casas

Mario de Casas propone en este artículo un ejercicio de memoria acerca de las herencias que desde 1976 la derecha dejó cada vez que, legítimamente o no, ejerció la conducción del Estado.

Desde que asumió, el oficialismo hizo de la “herencia recibida” una letanía vacía: nunca dio precisiones y menos pruebas -no las podía dar- que confirmaran esa falsa imagen del país y del Estado que había recibido para gobernar. Es que no obstante la sucesión de golpes de mercado propinados al gobierno de Cristina Fernández, los sectores dominantes no lograron poner en crisis y/o destituir al gobierno popular; debieron inventar entonces la “herencia recibida” para implementar políticas antipopulares que, además, responden a una ley de hierro: cada una es el vehículo de algún negociado.

El propósito de estas líneas es recordar las herencias que desde 1976 nos fue dejando la derecha cada vez que -legítimamente o no- cayó en sus manos la conducción del Estado. Ejercicio de memoria cuya importancia se puede estimar considerando que no pocos miembros del bloque de poder actual dieron sustento y se beneficiaron con las transformaciones acaecidas entonces, y durante la remake de los 90. Si hiciera falta un ejemplo, ahí está el grupo económico perteneciente a la familia presidencial.

Cuando la última dictadura entregó el gobierno después de imponer a sangre y fuego un proceso económico, político y social que cambió estructuralmente la Argentina, no sólo había caído el ingreso per cápita con un marcado perjuicio relativo para los sectores populares, también se había incrementado la deuda externa de 7800 millones de dólares en 1976 a 43100 en 1983. En aquellos años la deuda ya se había convertido en motor de una incipiente fuga de capitales, en factor de dependencia política y en argumento para profundizar por distintas vías la postergación de las capas sociales más vulnerables. Había sido entronizada la valorización financiera del capital como eje ordenador de las relaciones económicas, e instrumento central de una regresión que fue posible por el disciplinamiento social impuesto por la madre de todas las violencias, el terrorismo de Estado.

Cuando al compás del colapso de esas mismas políticas cayó el delarruismo, fase final de la larga década menemista, la deuda externa pública y privada había dado otro gran salto: sólo entre 1991 y 1997 de 61 mil millones a 124 mil millones de dólares. Asimismo, se habían enajenado activos estatales estratégicos, en un proceso decisivo en la centralización del capital y estrechamente vinculado al carácter que asumió y a la manera en que se resolvió la crisis hiperinflacionaria de 1989: otra forma de violencia disciplinadora de amplio espectro, cuyo antecedente más importante fue la “quiebra” del Estado en 1988 provocada por la puja entre el capital concentrado interno y los acreedores externos por la apropiación del excedente; episodios que forzaron la renuncia del presidente Raúl Alfonsín, severa advertencia para quien lo sucediera. La herencia de los 90 fue alta desocupación  -recurso infalible para el sometimiento de la fuerza de trabajo-, precarización del empleo y disminución en la participación de los asalariados en el ingreso nacional; mayor concentración de la producción y centralización del capital, desindustrialización y desaparición de pequeñas y medianas empresas; y debilitamiento del Estado, impedido de intervenir en sectores clave de la economía a la sazón controlados por conglomerados extranjeros y empresas transnacionales, es decir, nueva cesión de soberanía y sumisión del sistema político a grandes corporaciones.

Si la eliminación de cuadros políticos que cumplían un rol central en la organización de los sectores subalternos fue un aporte fundamental de la dictadura a los sectores dominantes, y si durante el menemismo se intensificó la cooptación non sancta de buena parte del sistema político por el bloque dominante, con el macrismo parece haberse consumado la subordinación ideológica lisa y llana de una porción de la superestructura política que aun así dice pertenecer al campo popular.

Hoy sería aventurado precisar los alcances de la herencia que dejará el macrismo, aunque la palpable identificación de sus políticas con las de sus mayores y la declamada adhesión a Tratados de Libre Comercio sugieren efectos demoledores desde una perspectiva nacional-popular. Pero sí se puede describir la violencia a partir de la cual va forjando su legado, demostrativa de su pertenencia al ADN de todas las derechas: lo que las distingue no es las políticas que ejecutan, sino el tipo de violencia con que las imponen y sus secuelas.

Una originalidad de las agresiones de la “nueva” derecha es la sobredosis de cinismo y mentira con que son enunciadas y se pretenden justificar sus iniciativas. Una característica política es la flexibilidad táctica que, necesariamente, complementa la imperturbable rigidez estratégica.

Algunas mentiras quedan expuestas por ostensibles, como reconoció Macri cuando parafraseó a Menem: “Si decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. Otras encierran sutilezas para el ciudadano de a pie; es el caso de políticas que constituyen formas de violencia de Estado, medios de control social al servicio de los intereses dominantes, pero que se presentan como si su finalidad fuera la “protección” de los “ciudadanos” -Michetti dixit-; ejemplos: la brutal represión en la Patagonia en resguardo de miles de hectáreas de terratenientes amigos y de éstos como ocupas de espacios públicos, la denominada “lucha contra el narcotráfico” y la adhesión a la política imperial conocida como “guerra antiterrorista”.

Lo invariable es que siempre mienten, mas siempre con una cínica sonrisa. Y que cuando tienen que dar un paso atrás lo dan, pero para dar dos adelante en la dirección del implacable deterioro de las condiciones de vida de los sectores populares.

*Mario de Casas – Ingeniero civil. Diplomado en Economía Política, con Mención en Economía Regional, FLACSO Argentina – UNCuyo. FpV

 

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