EL INDIO VIOLENTO: DESAPARICIONES FORZADAS Y LA «NUEVA CAMPAÑA DEL DESIERTO»


Por Esteban Rodríguez Alzueta

Esteban Rodríguez Alzueta afirma en esta nota que la desaparición de Santiago Maldonado es el corolario de la desaparición de la Cuestión Mapuche de la agenda no sólo del estado sino de la agenda periodística. En el estado y en la prensa, el conflicto mapuche no encuentra ninguna caja de resonancia. Tanto la desaparición de Santiago como la de la Cuestión Mapuche son desapariciones militadas por las agencias del estado y la prensa empresarial.

1.

La desaparición de Santiago Maldonado es el corolario de la desaparición de la Cuestión Mapuche de la agenda pública. No sólo de la agenda del estado sino de la agenda periodística. Salvo honrosas excepciones, en el estado y en la prensa, el conflicto mapuche no encuentra ninguna caja de resonancia. No se trata de una desaparición fortuita sino forzada. Tanto la desaparición de Santiago como la de la Cuestión Mapuche son desapariciones militadas por las agencias del estado y la prensa empresarial.

Pero la desaparición de la Cuestión Mapuche no empezó con la desaparición de Santiago. Hace rato que los mapuches, como otros pueblos originarios (y hay 38 pueblos en todo el país), se encontraban fuera del campo de la visibilidad política, proscriptos o ninguneados como movimiento social.


2.

Para muchos sectores sociales los mapuches son una reliquia arqueológica. Los mapuches saben, como otros pueblos originarios, que sólo tienen chances de aparecer en televisión en los programas dedicados a explorar los lugares recónditos de la Argentina que entusiasmen a viajeros y turistas. La trasmisión tiene sus reglas: nada de política y los actores tienen que asumir el estereotipo que tenemos de ellos, es decir, actuar al indio hiperreal.

La antropóloga brasileña, Alcida Ramos, llamó “indio hiperreal” al indio que debe ponerse a la altura de las fantasías de los televidentes o adecuarse a los parámetros de las burocracias monitoreadas por las ONG. Si los indios quieren ser tenidos en cuenta deben ser más reales que el indio real. El indio hiperreal es un indio despolitizado o lavado políticamente, un indio desideologizado, que solo merece la tutela y el financiamiento del onegismo global cuando se presenta como una pieza en extinción que compite con la flora y fauna del lugar. Un indio que será televisado siempre y cuando reniegue su historia y se resigne al paso del tiempo: “Los indios de carne y hueso deberían mantenerse a distancia, o deberían filtrar su otredad salvaje –una fuente potencial de desorden- y transformarse en indios modelos.”

Si los pueblos originarios no asumen ese lugar anecdótico, el corsé identitario, no se muestran paseando con su folklore y costumbres excéntricas frente a las cámaras de TV, difícilmente tengan chances de estar en la agenda de los medios. El precio de la visibilidad es la invisibilidad política, el olvido de su historia. Una historia que subsistirá como mera escenografía para aportarle el pintoresquismo necesario a los programas periodísticos y volverse de paso retratables ante el resto de los argentinos.

Pero hay más: Los mapuches desaparecen forzosamente también, cuando las autoridades judiciales y gubernamentales se niegan a reconocer la dimensión social, étnica y cultural de los conflictos, sino cuando se les niegan el estatus político a las comunidades protagonistas de aquellos conflictos.

Para el estado, los pueblos originarios fueron, históricamente, ciudadanos de segunda. Ese estatus diferencial hay que buscarlo en las políticas asistencialistas y clientelares que desarrollaron durante décadas los gobiernos locales para generar -de paso- malentendidos entre las distintas comunidades. La pobreza es el destino forzoso de las comunidades cuyos integrantes se vieron condenados a trabajar de peones de estancias o como trabajadores informales. Una pobreza que continuó con el desplazamiento poblacional toda vez que muchos grupos se vieron obligados a emigrar hacia Chile o distintas ciudades del país en busca de mejores oportunidades para la sobrevivencia.

Los mapuches serán considerados ciudadanos mientras no cuestionen el ordenamiento que los invisibiliza, caso contrario, corren el riesgo de ponerse fuera de la ley y ser considerados criminales. Para el estado no hay historia (de expoliación) que reparar, tampoco una diversidad cultural que reconocer –más allá del corsé identitario-, solo existen negocios que promover y una propiedad (privada) que proteger.

La actualización de los conflictos, la reivindicación de sus tierras comunales y los bosques ancestrales, pone a los mapuches afuera del marco del indio hiperreal que se construyó en el siglo XX. Frente a estas circunstancias, el estado tiene un nuevo marco para seguir invisibilizándolos: el indio violento, el indio terrorista.

 

3.

Después del desalojo de un piquete en la ruta 40 en la provincia de Chubut, llevado a cabo en repudio de la detención del líder Facundo Jones Huala, los escuadrones 35 y 36 de la Gendarmería Nacional irrumpieron sin orden judicial en Pu Lof en Resistencia, una comunidad de cinco familias mapuches, ubicada en la estancia Leleque, propiedad de Benetton. El operativo fue conducido por Pablo Noceti, actual jefe de gabinete del Ministerio de Seguridad de la Nación. En palabras de Ricardo Ragendorfer, en una nota escrita para Nuestras Voces, Noceti es un abogado “fogueado profesionalmente bajo el ala del camarista durante el “Proceso”, Alfredo Battaglia –quien luego tuvo a Galtieri entre sus defendidos–, Noceti supo afinar su visión del mundo en las filas de la Corporación de Abogados Católicos, un distinguido antro de propagandistas del terrorismo de Estado influenciado en su momento por la organización ultraderechista La Cité Catholique, cuyo imaginario bailoteaba sobre los siguientes pilares: la doctrina de la guerra contrarrevolucionaria, el método de la tortura y su fundamento dogmático tomista, cuya dialéctica se sostenía en el “principio del mal menor por el bien común.”

El telón de fondo de este conflicto es la tierra pero también la historia vinculada  a esa tierra. Porque la tierra que se reclama está cargada de historia, una historia hecha de violencia, aniquilación, expropiación, pobreza, persecuciones y estigmatización. Una historia que se quiere hacer desaparecer. Una historia que no terminó porque está visto que el verdugo no ha cesado de vencer; una historia que no puede quedar en el tintero, ser un mero objeto de estudio de antropólogos, documentalistas o sociólogos. Una historia que pide ser actualizada políticamente con el peso de la cultura mapuche.


La privatización de la tierra es de larga duración, más vieja inclusive que el estado nacional.
Y lo mismo puede decirse de la extranjerización de las tierras: En el siglo XIX el reparto se dio entre los terratenientes ingleses y la elite criolla. Hoy, la concentración de la tierra en manos extranjeras, sobre todo en determinadas provincias, es un proceso que recomenzó en las últimas décadas de la mano del monocultivo, los mega-emprendimientos turísticos, el extractivismo (minería a cielo abierto y el fracking petróleo), y la especulación inmobiliaria. Sin embargo, entre la acumulación originaria y la actual, la violencia y la amenaza de la violencia de estado siguen siendo el común denominador.

Pero esta vez el estado no necesita movilizar todas sus tropas para exterminar al indio, le alcanza con desplazar una dotación de gendarmes o disponer a los cuerpos especiales antidisturbios de las policías locales para dispersar a los manifestantes, eventualmente encarcelar a alguno de ellos y , en última instancia, detenerlo y desaparecerlo.

Para todo eso tendrán a disposición otros resortes legales votados por los legisladores kirchneristas: las leyes antiterroristas que permiten generar procesos de excepción al margen de las garantías normales y los estándares internacionales de derechos humanos. Esta vez la represión será civilizada, amparada por los tribunales ordinarios, habilitada por una ley nacional. No es casualidad que los principales funcionarios de la gestión Cambiemos hayan sindicado a los mapuches como “activistas”, “amenaza armada”, “guerrilla mapuche”, incluso como “terroristas”. No es casualidad tampoco que la prensa empresarial, que cuida las espaldas del gobierno y se encarga de reclutarle el consenso que necesita para actuar al margen de la legalidad, se haya hecho eco rápidamente de las bravatas de estos funcionarios y salido a denunciar al “indio violento”.


Se calcula que el italiano Luciano Benetton posee alrededor de un millón de hectáreas en la Patagonia; que el magnate financista británico Joe Lewis tendría unas 18.000 hectáreas en la provincia de Río Negro, y que el dueño del multimedios global Ted Turner sería propietario de unas 5000 hectáreas en Neuquén y Tierra del Fuego.
La mayoría de esas tierras fueron adquiridas durante el gobierno de Carlos Menem y se compraron sin importar si en esos lugares estaban asentadas las comunidades mapuches, había cementerios de sus pobladores, o se estaban cercando las áreas abiertas donde estaban los bosques milenarios donde las machis toman sus insumos para practicar los rituales forjadores del lazo social.

Pero detengámonos en Benetton, propietario de la famosa trasnacional que comercializa ropa, perfumes, artículos de aseo personal, accesorios de cocina y productos para bebés. Como dice Fernando Rosso, para La izquierda diario, la empresa textil “compró en 1991 unas 900.000 hectáreas en las que crían alrededor de 280.000 ovejas que producen 1.300.000 kilos de lana por año. También posee 16.000 vacas, 8.500 hectáreas plantadas con soja, 24.600 hectáreas de pino ponderosa, entre otras explotaciones. Más del 98% de las tierras están en tres provincias sureñas: Santa Cruz, Río Negro y Chubut. Todas las hectáreas suman una extensión similar a la provincia del Chaco. Podrían fundar el Estado subnacional número 24: la provincia Benetton”.

Muchos de estos territorios privatizados, son los territorios que están en disputa. Pelear por la tierra implica pelear por la madre tierra y sus bosques, luchar por la identidad, incluso por la autodeterminación de los pueblos, para que los mapuches puedan ejercer su derecho a la autodeterminación. No es este el caso de las comunidades locales, que no son separatistas como algunas organizaciones mapuches en territorio chileno que hace mucho tiempo vienen reclamando ese legítimo derecho en distintos conciertos internacionales. Pero no vamos hablar de esto, porque merece muchos rodeos.

Hay que tener en cuenta –además- que muchas comunidades se asentaron hace varias generaciones en terrenos que, si bien no servían para la agricultura, por su mismo carácter improductivo no fueron objeto de reclamo por parte de los titulares dominiales. Ocupaciones que se hicieron con la aprobación de la autoridad de turno, y en algunos casos impulsada por aquella. Hoy son esos mismos terrenos, al ser identificados como “zonas estratégicas” para la explotación turística, minera o petrolera, los que llevaron a los empresarios a transitar por los tribunales para cuestionar la posesión de las comunidades originarias, transformarlos en ocupantes ilegítimos y, de esa manera, lograr el desalojo compulsivo de los “usurpadores”. Por eso, como dice Diana Lenton: “No es que los mapuches hoy quieran ocupar esos lotes, sino que son los únicos espacios donde los dejaron quedarse.” Si los “usurpadores” resisten ese cartel, pero no pueden justificar o no tienen la fuerza legal para justificar ante los tribunales su posesión legítima, si los mapuches resisten para preservar sus modos de vida desarrollados en torno a esa tierra que vienen habitando desde hace generaciones, entonces pasarán a ser considerados “indios violentos”, con la amenaza que les caiga el sayo de “terroristas” y se los proscriba para siempre.

4.

Gran parte de lo que está pasando se podría haber evitado si en su momento el kirchnerismo hubiera desarrollado la misma intervención representativa que tuvo con otros actores. Pero como se sabe, cuando de los pueblos originarios se trata, el kirchnerismo chocaba con los intereses de muchos gobernadores provinciales que amparaban los intereses de grandes empresarios, y por el otro, con la pereza y falta de creatividad de muchos funcionarios novatos que no movían un dedo si los miembros de sus comunidades no se pasaban a la escudería K o por lo menos no le bajaban los decibeles a sus reclamos. Pasó en el sur con los mapuches pero también en el norte con las comunidades Qom, wichi y mbyá (guaraníes).

En efecto, el kirchnerismo vivió los conflictos con los pueblos originarios de manera contradictoria. Por un lado, empezó a desarrollar algunas políticas progresistas que venían siendo un reclamo de algunas organizaciones, pero por el otro, contribuía a reproducir lógicas reaccionarias enquistadas en los caudillos locales.

Vaya por caso la sanción de la Ley 26.160, de relevamiento territorial, impulsada en el 2006 por la entonces senadora Alicia Kirchner. La ley declaraba la emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupaban las comunidades indígenas originarias del país, y suspendía la ejecución de sentencias de desocupación o desalojo, siempre y cuando las organizaciones, debidamente registradas, pudieran demostrar fehacientemente que su posesión era actual, tradicional y pública. También ordenaba la realización de un Relevamiento Técnico, Jurídico y Catastral de las tierras ocupadas por las comunidades, en un plazo de tres años que luego se fue extendiendo con la sanción de otras leyes. La última prórroga llega hasta noviembre de 2017. En esa ley se establecía que el INAI (Instituto Nacional de Asuntos Indígenas) sería el organismo responsable de todo el proceso que, dicho sea de paso, nunca concluyó la tarea, entre otras cosas por la resistencia que ejercieron los gobernadores, algunos de ellos del mismo signo político.

Otro ejemplo, es la sanción de la Ley 26.736 de Tierras Rurales, votada por el Congreso de la Nación en 2011. La ley creaba un Registro Nacional de Tierras donde los extranjeros que pretendían comprar tierras o inmuebles rurales debían ser habilitados por el estado. No se impedía la compra de tierras pero se ponían trabas para evitar la especulación inmobiliaria. Según Claudio Della Croce, en un artículo publicado en el sitio América Latina en Movimiento, “de los 186 trámites presentados en tres años ante el Registro Nacional de Tierras Rurales, el 93,6% fue aprobado, con solo 12 certificados denegados. Es decir, que las inversiones genuinas no especulativas pudieron llevarse adelante sin ningún problema.”

Sin embargo, más allá de estas y otras iniciativas, el kirchnerismo nunca resolvió aquellas contradicciones, solo pudo ponerle -burocráticamente hablando- paños fríos a la cuestión para evitar que los “conflictos menores”, caracterizados como secundarios en aquel momento, le sumasen al gobierno nacional otro conflicto mayor. Quiero decir, el conflicto mapuche nunca fue un tema caliente y siempre se buscó compartimentarlo.


5.

Con el macrismo, entonces, no hizo falta dar un giro de 180 grados. Más aún, rápidamente encontraron en los gobiernos y la justicia local un punto de apoyo para sus reformas. Aunque hubo cambios muy significativos que pusieron las cosas en lugares cada vez más difícil para los mapuches. Por ejemplo, con el Decreto presidencial 820 de 2016, que modificó la Ley de Tierras, que flexibilizaban los trámites para la venta de campos a los extranjeros. Con la excusa de actualizar la reglamentación al Código Civil y Comercial, que limitaban la compra de tierras por parte de extranjeros, y generar mejores condiciones para la búsqueda de inversiones, se flexibilizaron las normas para darle vía libre a que los capitales internacionales se instalen en áreas estratégicas en materia de recursos naturales y seguridad. Entre paréntesis hay que agregar que parte del destino del blanqueo de capitales promovido por el macrismo fue la acumulación rentista habilitada con el decreto.

De ahora en más, para comprar una tierra rural, ya no es necesario ningún certificado que constate el cumplimiento de distintas exigencias contra-especulativas. El Decreto abre la puerta a que se puedan realizar transferencias de acciones y se extranjerice solo “comunicándole” al Registro.

6.


La desaparición de Santiago dejó entrever la otra desaparición que se venía haciendo delante de nosotros sin llamar la atención.
Salvo la militancia comprometida informada, el resto de la opinión pública que sigue la Argentina por TV, se presta a comprar rápidamente las versiones del gobierno propaladas por los periodistas estelares.

Como nos recuerda Diana Lenton, en un excelente artículo publicado recientemente en la revista Anfibia, Facundo Jones Huala no es el primer preso político originario en el país. Su detención se suma a la de Agustín Santillán, el líder wichí preso en Formosa desde hace cuatro meses por visibilizar los abusos contra su gente, en Ingeniero Juárez. Tampoco la desaparición forzada es una práctica desconocida para los pueblos indígenas: “Daniel Solano [un trabajador golondrina de Tartagal que estaba trabajando en las cosechas de Choele-Choel] lleva casi seis años desaparecido en Río Negro; Sergio Avalos, catorce años sin aparecer, y sus causas judiciales fueron sistemáticamente operadas por los amigos del poder. Marcelino Olaire, de La Primavera, desapareció a fines de 2016 en un hospital de Formosa. Sus familias reclaman por ellos incansablemente.”

En cuanto a la desaparición forzada de la Cuestión Mapuche, la misma hay que buscarla en su demonización. No hay represión ni judicialización de la protesta sin demonización. Tanto el gobierno de Macri como el de Mario Das Neves, aprovecharon la desaparición forzada de Santiago Maldonado para continuar estigmatizando a las organizaciones que estaban detrás de la protesta. Según los funcionarios sus referentes tienen una ideología anarquista, cuentan con financiamiento de grupos extranjeros (más concretamente de Inglaterra), poseen aliados kurdos, sus activistas están preparados por las FARC colombianas y mantienen vínculos estrechos con las organizaciones mapuches chilenas –consideradas como “terroristas” por el Estado de Chile- que le brindan adoctrinamiento. De hecho la detención en suelo argentino del lonko weichafe, Facundo Jones Huala, para su extradición a Chile, sería para el gobierno la mejor prueba de la trama violenta que se estaría orquestando en el país.

Todas las declaraciones, propaladas rápidamente por los medios empresariales, abundan en la figura del “indio violento”, van construyendo un nuevo marco que les permite de a poco ir aislando a las comunidades para luego salir a su caza. ¿Acaso no es este marco “la nueva Campaña del Desierto” que mencionó Esteban Bullrich el año pasado, cuando todavía era Ministro de Educación? Una desertificación que implica frezar al indio, compartimentarlo políticamente, para congelar sus reclamos. Una campaña moral que vuelve sobre la figura del “indio salvaje” para proyectar ahora al “indio violento”. Una figura que activa viejos prejuicios y revive estereotipos sedimentados en el imaginario autoritario argentino. Una figura, en fin, que crea condiciones de posibilidad para seguir borrando del mapa al indio que se sale del corsé cultural. El indio, dueño de una violencia ilegitima estaría habilitando –según el gobierno actual- la violencia legítima del estado.

Con la demonización, entonces, se busca no solo deslegitimar su reclamo sino descalificarlo como actor social y político. Por este camino, los incendios forestales de las próximas temporadas de verano serán rápidamente cargados a la cuenta de estas organizaciones. La demonización es una vieja táctica para impugnar su reclamo hasta dejarlos sin voz, una manera de borrarlos de la escena contemporánea, para luego transformar los conflictos sociales en litigios judiciales, y a sus referentes políticos en actores criminales y, peor aún, en peligrosos terroristas.


7.

Según un viejo estudio del Ministerio de Agricultura (2013) se calculaba que en el país había no menos de 850 conflictos que afectaban a más de 60 mil familias campesinas. Las comunidades mapuches que vienen protagonizando los cortes en la provincia de Chubut y Río Negro son algunos de estos conflictos.

El conflicto mapuche es un conflicto histórico que hay que leerlo al lado de otros conflictos sociales. En efecto, la represión a los mapuches hay que verla al lado de la represión de los docentes, hay que pensarla sin perder de vista la represión a los trabajadores de Pepsico, de la represión a las mujeres después de la marcha convocada por Ni Una Menos, de la represión de los precariados nucleados en la CTEP o el encarcelamiento a Milagro Sala. Al lado también, del aumento del hostigamiento policial y el aumento del encarcelamiento a los jóvenes morochos de barrios pobres. No son síntomas sino políticas de estado: el giro represivo que necesitan las reformas de estado para recrear mejores condiciones para que el capital pueda continuar valorizándose financieramente. Más aún: La desaparición de la cuestión mapuche hay que leerla al lado de la aparición de la vecinocracia, una agrupamiento que está dispuesto a legitimar el policiamiento y la judicialización de la pobreza y la represión a los distintos actores que protagonicen la protesta social a cambio de seguridad, créditos para el consumo y que les confirmen que siguen siendo el centro de la Argentina.


*Esteban Rodríguez Alzueta

Docente e investigador de la UNQ. Director del LESyC y miembro del CIAJ. Autor de Temor y Control y La máquina de la inseguridad.

 

Enlace permanente a este artículo: http://ellibertadorenlinea.com.ar/2017/08/20/el-indio-violento-desapariciones-forzadas-y-la-nueva-campana-del-desierto/