DESPUÉS DE LA ENTREVISTA

 
Por Horacio González

Horacio González reflexiona en este artículo sobre el complejo dilema que representa una interna entre Cristina Fernández y Florencio Randazzo ante el ataque político, mediático y judicial ejercido sobre una experiencia política reciente y de gran densidad política como lo es el satanizado Kirchnerismo. ¿Puede Randazzo asumir las responsabilidades históricas ante una desolación asfixiante sobre las formas productivas, colectivas y constitutivas del nervio nacional y democrático?

Un político nunca es de “carrera”. Lo que muchas veces se ha llamado “cursus honorum”, es decir, la travesía que por más entrecortada que fuere, permitiría apreciar la continuidad en que cada capítulo de una vida se enlazaría sin demasiados sobresaltos con el siguiente, no es posible verificarla en la realidad que está ante nuestros ojos. Es mucho más frecuente que el itinerario vital del político sea regido por quiebres, imposibilidades y obstáculos de tan diversas cualidades, que mejor sería decir que todo se parece más a lo que un espléndido pensador de siglos pasados llamó “la fortuna”, es decir, la mezcla de determinación, con el inevitable acoso de lo fortuito, jamás enteramente conocido.

No obstante, muchos políticos piensan de sí mismos que están haciendo una “carrera”, una acumulación de situaciones donde deben predominar las cosas propicias sobre las cosas adversas, y cuyo balance final es inherente a los pasos afortunados o errados que ha dado, y no a los reclamos implícitos de una situación mayor, desconcertante e irresoluta, que son las pobres vislumbres que apenas nos permite tener una época o un horizonte de hechos, conocidos por nosotros parcialmente, de un modo borroso, cuando no equívoco. Están los que piensan que a pesar de discontinuidades  transitorias todo se resuelve en una “acumulación” final, y los que piensan que el curso biográfico del político está quebrantado por la irrupción del “acaso”, lo que siempre obliga a estar como si se comenzara cada vez del inicio. El primero es el político profesional, el otro es el que no puede dejar de hacer lo que hace.

Hay algo más: todo político tiene un halo  de singularidad, un elemento de excepcionalidad y un tipo de atracción que por carácter, incitación y elocuencia, le otorga una situación en la que es perceptible algo difuso pero incomparable. ¿Qué sería ese algo? Sería muy fácil resolverlo con el carisma, no obstante ser éste un gran concepto heredado, que alude a lo que a una persona o situación las convierte en un punto de convergencia irrepetible. No obstante, queda flotando la cuestión de por qué ocurre esto, que no podría justificarse en nociones sobre la superioridad esencial de alguno sobre otro, por la entrega al jefe o cualesquiera de las fidelidades que surgen de fisuras profundas de la conciencia, que no sólo todos sabemos comprender bien, sino que nunca estamos al margen  de poseerlas. No obstante, no se trata de eso, sino del papel que alguien ocupa en una encrucijada pública en la que no podemos desatender la supuesta igualación compulsiva producida por los poderes reinantes.

En la vasta categoría de políticos que podría ser clasificada por un poder cualquiera, existe el perseguido, el alternativo, el opositor, el apocalíptico o el integrado. No son todas, pero éstas son suficientes para una reflexión necesaria. Aun así, podría decirse que hay una igualdad entre ellos en la medida en que ante una exigencia electoral, todos deberían poder esgrimir una fórmula equivalente de “responsabilidad histórica”. No obstante, esta perspectiva no es enteramente justa. En una compulsa entre políticos –cada uno con su tilde de honor y su lenguaje específico-, no puede haber sino diferencias, todas ellas situadas en una esfera ostensible de argumentaciones divergentes en cuanto a tal o cual tema. Para eso, los partidos suelen organizar cotejos entre candidatos inscritos en similares siglas que obedecen a la lógica de la unidad en la diversidad. Una elección interna en este marco, se realiza conforme reglamentaciones establecidas y quien surja de ella con los blasones del vencedor, se hace cargo de la representación partidaria en la elección general. Los que quedaron relegados en aquella interna, deberían pues inclinarse hacia ese ganador; pero esto puede no ocurrir –la explicación es sin duda la evidente crisis de todos los partidos políticos, que los afecta drásticamente como instituciones de la sociedad civil-, como pasó con la última elección interna en la Provincia de Buenos Aires, donde los que quedaron en segunda lugar en la elección no votaron necesariamente al primero.

Las elecciones internas en los partidos nacionales, que a lo largo del tiempo han acumulado enormes diferencias en el seno del mismo nombre aglutinante –por los efectos de una memoria histórica resistente a divergencias que en muchos casos son sustanciales-, se han revelado eficaces en el caso norteamericano, pero la aparición de “outsiders” en ambas formaciones clásicas de aquel país, pone en discusión el método. No podría ser de otra forma; en épocas de vértigo político, la discusión de ideas se refugia en la discusión sobre el método en que se definen las cosas. Ahí, la ideología es el “método” y el método la “ideología”. Por último, la elección general la pueden ganar quienes no tienen la mayor cantidad de votos, sino que aún con la minoría, tienen la mayor cantidad de electores indirectos en los distritos electorales del conjunto nacional. En nuestro país, las elecciones internas (llamadas como en Estados Unidos de “primarias”) son a la vez obligatorias, abiertas y simultáneas, lo que impediría maniobras, de todos modos no tan descartables que los que la implantaron –la propia Presidente anterior- no imaginaron ni tenían porqué hacerlo, por las cuales un núcleo partidario o una alianza que decidiera no tener esas primarias, pudiese influir en las primarias de la alianza rival, para escoger indirectamente el candidato que mejor le convenga.

No obstante, es preciso reconocer el carácter democrático de estas elecciones internas. Que además tienen el inevitable aspecto práctico de conjurar el modo dispersivo en que actúan los partidos políticos clásicos, hendidos por tensiones de tanta virulencia, que al convertirse sólo en siglas colectoras quedan al servicio de la recolectora final con forma usual de “balotaje”. O sea, los sucesivos mecanismos de embudo que escinden el cuerpo electoral en una definición “trágica” con todos los terceros afuera, según el régimen binario electoral, semejante a la definición por penales en el fútbol.

Suele decirse que quien está en el gobierno “elige a sus adversarios”. ¿Cómo sería esto? Si se dice una frase de esta índole con indiferencia o describiendo meramente un costumbrismo más, no es posible estar de acuerdo con ella. Lo político tendría como esencia una suerte de manipulación o forzamiento del mundo de las ideas por el mundo de las tácticas (que revelan también “ideologías soterradas”) y tanto en el caso de una polarización dramática como una polarización inducida, cualquiera podría impugnarlas en nombre de un pluralismo que no sería menos manipulador que el binarismo diseñado por el poder del momento. Sabemos que la mención al pluralismo acostumbra a presentarse para encubrir formas muy acabadas de arbitrariedades pre-diseñadas. En el caso de las elecciones internas de la oposición al gobierno (gobierno que despacha órdenes monolíticas recubiertas del mentado “pluralismo” desde la Casa Rosada), no existe un momento necesariamente específico de elección de su “opositor consecuente”. Opositor que cumpliría también la función de ser el opositor que le es conveniente, el “opositor de su Majestad”, que reúne esa condición bajo el permiso de aquel mismo al que se le opondría. Por ejemplo, el actual Gobierno vacila entre decir o sugerir que “le conviene a Cristina como candidata por su desprestigio”, y realizar la mayor campaña contra su figura. ¿La desprestigia y la persigue para que sea candidata?

En ella hacen concentrar todos los trastornos malignos surgidos de súcubos e íncubos que hacen que las sanguijuelas sean los otros; mientras ellos, los que realmente las encarnan, las travisten en la supuesta elección del “opositor elegido” para hacer su tarea a favor de los que elige como oposición suya. ¿Es así? Puede ser que se piense así; pero hay aún formas de objetividad en la historia. Cristina es la única política que no puede ser absorbible por el sistema de embudos imaginados por alquimistas electorales a fin de posponer indefinidamente la presencia de un poder que se concibe como una auto-creación, sin “pasado” ni límites “futuros”.

Precisamente, el “pasado” es un tema crucial, pues es sabido que el fantasmático partido de Gobierno, en su propio nombre carga su modo de acción. “Cambiar” se convierte en un significante que combate de por sí, esencialmente, toda forma de pasado. Esta increíble acusación al pasado como espectro dañoso a sepultar, tiene consecuencias electorales. Mientras parecería sensato estar siempre “con vistas al futuro”, no es concebible este ataque a la memoria, las supervivencias orientadoras y la filigrana de eventos anteriores que aún destilan efectos y deben ser analizados, retomados, criticados, interrogados como fuente de inspiración o recomposición de ideas. La gran discusión entre la heterogénea oposición al Gobierno, se refiere precisamente a cómo se presenta cada contingente político ante las exhalaciones del pasado. Muchos optan por imaginar un candidato que, según se conjetura, no sea afectado por la temible acusación de emisario de un pretérito abominado. ¿Cómo sería ese candidato? Si por ventura fuera alguien con efectivos compromisos con el gobierno anterior –evidentemente, el caso del ex ministro Randazzo-, se supondría que lo será pero con la hipótesis de la autoexclusión voluntaria de ese pasado, todo lo relativa que fuere. Se llenaría así el casillero ideal de una pertenencia eximida de mayores explicaciones sobre lo ocurrido en la retrospectiva inmediatez, bien que con presencia física en ella. Presencia volátil, inadvertida, una esfumada inauguración de vías, poco más que eso.

En las últimas semanas se escucharon con insistencia ciertos argumentos emanados de la campaña del Gobierno contra Cristina, servida como manjar envenenado por un batallón menos soterrado (hasta hoy) que el Ferrocarril Sarmiento, compañía de comunicaciones regimentada por animales desencajados, doctores castristas de la enfermedad del poder, intratables con dos voces o cornetines en la cornisa, y leucocitos que tienen glóbulos amarillos en vez de blancos con poco código político. Se repiten escenas conocidas, nombres mil veces pronunciados, Hotesur, De Vido, Báez, Schoklender, José López, arquitecta egipcia, asociación ilícita, Santa Cruz Venezuela, estallido, el dinero es de la política, dólar futuro, se robaron todo… ¿Imponen miedo con este diccionario del espanto? Sí, pero mejor digamos que son las condiciones que impone la patronal para conseguir un puesto: firmar la papeleta de rendición para prometer una lejanía con lo añejo, esos recuerdos que poco a poco vamos soterrando.  

Todo esto nos lleva a una disyuntiva. O hay una candidatura que asuma como argumento, explicación, análisis y reflexión compleja lo actuado en todo un período, o hay candidaturas que se declaren todo lo ajenas que puedan a esta cadena de condicionamientos propias de un folletín gótico y teología inquisitorial.

Cristina pronunció, con habilidad que no cuesta reconocer, cuáles son sus condiciones. En primer lugar, las responsabilidades históricas ante una desolación que estrecha cada vez más su mano asfixiante sobre las formas productivas, colectivas y constitutivas del nervio nacional y democrático. Una responsabilidad de esa índole no es sólo una proclama importante que todos pueden hacer, sino un compromiso ineludible que surge de una infamación que hay que responder en todos sus términos. Esa responsabilidad significa reafirmar un linaje político, acentuar un compromiso, revisar las improvisaciones, reconocer defecciones o errores, tratar sin omisiones lo que se designa ahora con nombres deshonrosos y sentencias póstumas, poniendo todas las palabras a ser pronunciadas a este respecto, bajo la bandera emancipatoria que en lo económico, social, cultural y político, nunca dejó de estar presente en el gobierno anterior. ¿Randazzo puede hacerlo? No negamos sus derechos a presentarse, ni otras virtudes del cuño diario de lo político. Creemos sin embargo que asumir aquel discurso que trazamos rápidamente –discurso esencial- él no va a hacerlo.

No sabemos si puede; intuimos que no quiere. Que concibe bajo ese aspecto su candidatura; es una candidatura que intuye que debe omitir una zona de la historia –y seguro de su propia biografía política-, como garantía de una “mayor votación”. Ante la idea que circuló en varias oportunidades, respecto a que lo que se plebiscita es a Macri y no a Cristina –no entendemos cómo sería esa escisión sanitaria-, esta última persona, la ex presidente del país, debería entonces no hacer de su presencia un pretexto evidente para que se desate la andanada de denuestos codificada ya hasta el hartazgo. ¿Sería posible esto? ¿Habría que guardarse para la próxima, a la manera del pensar táctico electoral? ¿El candidato que represente esa ausencia de “pasado”, admitiría un conjunto de críticas mortíferas contra aquel tiempo complejo, contribuyendo a sepultarlo para poder criticar a Macri con razones seguramente válidas, pero dentro del “tempo” instaurado por el macrismo?

No. Es contra este tiempo, en su significación profunda, que hay que candidatearse, es decir, oponer una explicación significativa y totalizadora de todo lo ocurrido y reunir el mayor grado de creencia sobre los estilos críticos con los que hay que penetrar en el corazón del dominio macrista, vicario del dominio empresario-endeudatorio, gran-mediático y judicial-policial. Randazzo no lo puede hacer. No conocemos las profundas razones de ello, pero no está preparado, esencialmente porque está preparado para no estar preparado. Cristina lo está no porque haya estudiado ni porque –incluso- explique siempre con absoluta pertinencia lo ocurrido. Está porque no puede no estar. Está porque todo esto está inscripto en su vida, su memoria y su posibilidad existencial. Y entonces debe explicar con lucidez su propia situación, bien compleja. Porque se la debe explicar a aquellos tácticos de la cosecha electoral, ella, que posee muchos votos a pesar de lo que dicen los expertos: “tiene un techo bajo”.

Entonces dice que puede ser candidata siempre que haya unidad pero que no quiere ser obstáculo si esta unidad encontrase caminos mejores. ¿Cómo explicar esto? No parece simple porque es producto de un pensamiento fino, casi etéreo, ni siquiera de una “estrategia”. Es la comprensión de un nudo difícil de desentrañar y desatar. Ir a las PASO a disputarlas –incluso aceptando que no sea una molestia personal, e incluso cierto contrasentido, que su oponente sea un antiguo ministro suyo-, es concentrar sobre su figura todos los vectores ignominiosos que actúan a destajo en su contra. Y así también, en el seno de ese instrumento legítimo y democrático, podría  desencadenarse un acto que haga de su oponente una espada, seguramente involuntaria, del corte de yugulares kirchneristas. ¿Entonces no deber ir a ese acontecimiento democrático?  Sí, debe ir. Pero debe ir bajo condiciones de unidad, que también han quedado despejadas respecto a las menciones al contrato electoral –es decir, cumplir efectivamente con promesas públicas – y al resguardo respecto a aquellos nombres que ya rompieron ese acto contractual en oportunidad de la elección pasada.

Ahora bien, se entiende lo que se quiere decir con contrato electoral aunque esta expresión no parezca ser la adecuada. El formalismo de un contrato, aunque sea un contrato roussoniano, no parece reunir las mejores condiciones para explicar una elección nacional de tinte dramático. Es más bien el espejo viviente del candidato ante su propia capacidad de mensurar las promesas, argumentos y utopías. Al pasar, Cristina lo dijo sin detenerse en este punto crucial, pues es precisamente lo que limita al máximo la explicación del teatro electoral dinámico por la vía de un mero contrato.

No obstante, no ser un obstáculo y abjurar ante un mejor candidato, parecería una fuerte pregunta de Cristina hacia el sector de Randazzo. Cristina es candidata; pero al apartarse de una interna abierta donde se jugaría su figura ante un ex ministro suyo –un político señalado por la usanza política habitual, sin duda aceptable si aquí no se jugaran cuestiones de carácter extraordinario-, no las desconoce en su lado democrático, sino que se abstendría de intervenir, con un gesto de autoexclusión que no sería tolerable por la sensatez política nacional, sensatez que hoy recoge lo mejor de los actos insumisos de la militancia juvenil y social del país. Crea así una situación insostenible. El vacío impresionante que se generaría es su fuerza. No precisa decir nada más. La democracia interna deber estar contenida en la responsabilidad histórica. No puede existir esta última sin la primera; pero los protocolos de la primera, si se ejercen sin la fuerza de la segunda, mostrarán que se cumple con tino una regla eleccionaria, pero que ésta puede tornarse rápidamente en una forma de desatino –desde luego que con justificaciones propias- si no es súper-justificada por la responsabilidad histórica. Y ésta no tiene propiedad, no posee una “justificación propia”, sino que es portadora de la legitimidad genérica de impedir que un país se precipite en un interminable abismo.

* Horacio González
Sociólogo, ensayista y escritor. Ex Director de la  Biblioteca Nacional.

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