ALTO PERÚ, LA GUERRA SOCIAL POR ANTONOMASIA

 
por Pablo Camogli

Pueblo y guerra. Historia social de la guerra de la independencia,  de Pablo Camogli, describe la situación social y militar en el mundo colonial y su transformación a partir de la Revolución de Mayo de 1810. El libro está organizado en ejes temáticos, vinculados a los diversos escenarios que tuvo la guerra: Alto Perú, Cuyo, Litoral y el Río de la Plata.

Camogli se propone así desarrollar “una historia social de la guerra de la independencia que permita recuperar la experiencia vivida por decenas de miles de personas… No solo la vivida por los soldados en el campo de batalla, sino también la experiencia de esos hombres desde el momento de su reclutamiento y hasta la finalización del conflicto. ¿Por qué peleaban o, más puntualmente por qué peleaba un soldado liberto del regimiento Nº 8? ¿Por qué lo hacía un guaraní? ¿Por qué se plegaron a la lucha decenas de jóvenes de las clases acomodadas? ¿Lo hacían por convicción revolucionaria, lo hacían obligados por la fuerza?”

El autor también indaga sobre el impacto de la guerra y de la militarización en la porción mayoritaria de la población que quedó en sus casas al frente de los emprendimientos productivos que debían sostener a la costosa maquinaria bélica, también en las tensiones que surgieron entre los distintos sectores sociales, y el impacto de la guerra en los sectores populares.

Compartimos aquí un fragmento del capítulo dedicado al Alto Perú.

Fuente:
Pablo Camo

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li, Pueblo y guerra. Historia social de la independencia, Buenos Aires, Editorial Planeta, 2017, págs. 81-124.

“Los naturales, porción nobilísima de este Estado, respiran y ven el fin de su abatimiento en el prin­cipio de su libertad civil […]. Concurren sin esca­sez con cuanto tienen, y sirven personalmente sin interés y a porfía.”
Juan José Castelli, oficio del 10 de noviembre de 1810

La región del Alto Perú se constituyó en el escenario más di­námico y complejo de la guerra de la independencia. Fue en el territorio de lo que hoy es Bolivia donde se reflejó con ma­yor intensidad el carácter social de la lucha revolucionaria. El entrecruzamiento de fenómenos militares, tensiones sociales y trayectorias específicas de colectivos socioculturales diver­sos, generaron una experiencia tan interesante como atractiva para revisitar en términos historiográficos. Si cada escenario tuvo una particularidad —por ejemplo, la preponderancia del ejército de línea disciplinado en el caso sanmartiniano, la presencia del pueblo originario guaraní en la experiencia artiguista o el papel desempeñado por los sectores populares gauchos junto a Martín de Güemes—, en el Alto Perú pode­mos encontrar, yuxtapuestas, todas esas particularidades y muchas más.

A partir del relato construido por Bartolomé Mitre en su Historia de Belgrano y de la independencia argentina, las acciones bélicas ocurridas en el Alto Perú quedaron definidas por dos grandes categorías. La primera, y con carácter prepon­derante en el relato, la protagonizaron los ejércitos regulares organizados por el gobierno central de Buenos Aires, que en tres ocasiones fracasaron en su intento de avanzar hacia Lima por los caminos del altiplano. La segunda, de una importancia secundaria y casi anecdótica, fue la lucha emprendida por las “republiquetas” de indios, tal la definición generalizada por el propio Mitre.1

Esta interpretación, elaborada desde el nacionalismo ar­gentino de los tiempos fundacionales del mitrismo, era cohe­rente con el pensamiento general a mediados del siglo XIX. Se estaba construyendo una Nación (en este caso, la argentina) y dotarla de un pasado glorioso implicaba efectuar recortes que necesariamente dejaban al margen a los que ya no forma­ban parte de una misma identidad, como lo habían sido los pueblos altoperuanos hasta mediados de la década de 1820. En consecuencia, la historiografía liberal despojó de todo rol protagónico al Alto Perú en la lucha independentista, para otorgarles la exclusividad a las tropas enviadas desde Buenos Aires.

La construcción de las nacionalidades argentina y boliviana compartimentó la experiencia revolucionaria e independen­tista en el Alto Perú. La historiografía de cada país subrayó aquello que mejor se acoplara a sus necesidades discursivas y así perdimos la posibilidad de elaborar una mirada de conjunto sobre un fenómeno que, en definitiva, nos aúna como pueblos con un pasado común.

El escenario del Alto Perú
La región que se conoce como Alto Perú no siempre se lla­mó así. Durante la ocupación incaica de la zona se la denominó Collasuyo, una de las cuatro regiones en que se dividió el tan inmenso como efímero imperio inca. Ya con la invasión y con­quista europea, se la conoció como Charcas (actual ciudad de Sucre), debido a la importancia de la ciudad por la presencia de la Audiencia. Fue solo a partir de la creación del Virreinato del Río de la Plata que se adoptó y generalizó la denominación de Alto Perú, impuesta por el uso desde la capital virreinal. A grandes rasgos, su territorio es similar al que ocupa la Bolivia actual.

El principal centro poblacional y socioeconómico de la región era la Villa Imperial de Potosí, distante 1750 kilóme­tros de Buenos Aires. Si bien su época de esplendor ya ha­bía pasado, todavía su Cerro Rico nutría de plata a las arcas coloniales, y su Casa de Moneda se constituirá en objeto de deseo tanto para los revolucionarios como para los realistas. La ciudad se encuentra a 630 kilómetros aproximadamente de Jujuy, pero de un camino mucho más complicado que el existente entre este último punto y el Río de la Plata. De Po­tosí hacia el norte, Lima se encuentra a una eternidad: 2500 kilómetros de camino montañoso a más de 3000 metros de altura promedio.

La población se concentraba en torno al camino real que cruzaba por el centro el altiplano, esa enorme planicie de al­tura que caracteriza a Bolivia. Allí se sucedían, de sur a norte, Tupiza, Potosí, Chuquisaca, Oruro y Cochabamba, y bastante más al norte, La Paz. Al oriente, y prácticamente en el llano (a apenas 400 metros sobre el nivel del mar), se encuentra Santa Cruz de la Sierra, ciudad de gran protagonismo en las luchas revolucionarias.

A la distancia y el problema de la altura, se les sumaba el factor de la escasísima vegetación y la nula presencia de ganado vacuno, elemento central en la alimentación de las poblaciones pampeanas. Las complicaciones logísticas para asegurar el suministro de pertrechos (vestuarios, armas, mu­niciones, alimentos, etcétera) fueron un aspecto determinan­te a la hora del avance de los ejércitos enviados desde Buenos Aires. Ejemplo de ello es que según George Andrews el 22,2% de los pardos y morenos que integraron el Ejército del Norte acantonado en Jujuy, entre diciembre de 1811 y julio de 1812, estuvo enfermo por el apunamiento. Todo ello redundó en situaciones de rebeldía, fruto del malhumor y el cansancio, que desembocaban en el principal problema que sufrieron los ejércitos: la deserción.

En suma, el escenario bélico del Alto Perú nunca fue muy atractivo para el poder central de Buenos Aires y sus soldados. Por más que la conducción estratégica se empeñara durante cin­co años en avanzar hacia Lima por esa vía, los fracasos militares de Balcarce en Huaqui (1811), Belgrano en Vilcapugio y Ayohuma (1813) y Rondeau en SipeSipe (1815) demostraron que esas dificultades eran insalvables. San Martín se percató de ello y cambió el eje hacia los Andes, tal como veremos en el capítulo 5.

Frente al fracaso de los ejércitos regulares, surgen las pre­guntas que darán sentido a este capítulo: ¿Qué ocurrió en el Alto Perú? ¿La guerra de la independencia no se luchó allí? ¿No hubo otros ejércitos o fuerzas revolucionarias que se lanzaran a la contienda? ¿Qué rol tuvieron los habitantes de la región en el fracaso de las tropas porteñas? ¿Los apoyaron o les hi­cieron un vacío? ¿Cuál fue la relación entre ejército y sectores populares altoperuanos y entre el primero y las élites locales? Para responder estos interrogantes no queda otra alternativa que marchar imaginariamente al norte, aguantar el soroche2 y adentrarse en la experiencia vivida por los habitantes de la actual Bolivia en tiempos de guerra y revolución.

La agitación altoperuana

Las tensiones prerrevolucionarias en el Alto Perú comen­zaron mucho tiempo antes de la llegada de las tropas enviadas por la Primera Junta. Tal como vimos en el capítulo 1, la región andina fue el epicentro de toda una trayectoria político-militar que encontró, en las grandes revueltas de 1779-1781, su pico máximo de desarrollo y expansión. Pese a la derrota de las huestes de Túpac Amaru, Tomás Katari y Julián Apaza (Túpac Katari), los conflictos permanecieron latentes y renacieron con la crisis monárquica de comienzos del siglo XIX.3

La característica de los conflictos altoperuanos está dada por su diversidad. Por la organización socio-espacial de los pueblos originarios andinos, cada ayllu4  o comunidad tenía cierto grado de autonomía, lo que le permitía vincularse con el afuera (la estructura administrativa, ya sea incaica, colonial o revolucionaria) según lo indicara la coyuntura. Del mismo modo, debemos considerar las relaciones políticas que estos grupos establecieran con otros, en especial los criollos. De to­das estas combinaciones posibles surgirán las historias de lu­cha, de triunfos y derrotas que caracterizaron a la guerra de la independencia en la región.

La agitación altoperuana se inició en 1809 y en forma un tanto impensada. En la comunidad de Toledo (Oruro) se en­frentaron dos grupos por la elección del cacique. Uno de ellos, numeroso, apoyaba a Manuel Victoriano Aguilar de Titichoca, que fue desplazado por las autoridades coloniales. El 6 y el 7 de noviembre los indígenas de Toledo se sublevaron y avan­zaron hacia Oruro en actitud amenazante. Para contenerlos, se convocó a Francisco del Rivero, referente de Cochabamba, quien evitó el ataque a la ciudad. Curiosamente, poco después Titichoca estaría al frente de una nueva revuelta y Rivero sería una de las principales referencias de la revolución.

En las revueltas de 1809 mencionadas en el capítulo ante­rior, tanto en La Paz como en Chuquisaca, también podemos identificar la participación de los sectores populares. En el pri­mer caso, se destaca el rol del escribano de la Junta Tuitiva, Juan Manuel Cáceres, quien comenzó a establecer contactos con diversas comunidades de la región de Pacajes hasta con­vertirse en un actor importante en los meses iniciales de la revolución. Además, con el objetivo de ampliar la base social del movimiento, la junta paceña propuso la incorporación al gobierno de tres caciques, representantes de cada uno de los partidos de la intendencia.

En Chuquisaca se destacó un personaje del que existen po­cas referencias. Se llamaba Jiménez de Manco Cápac y tenía un cargo en la catedral de la ciudad.
(…)

En el expediente judicial sus­tanciado por los realistas y estudiado por Soux, se afirma que el trío Cáceres, Titichoca y Manco Cápac se había unido “para alucinar a los pueblos inocentes, subvertir a los miserables e incautos indios y encaminarlos por las detestables ideas de no pagar tributos, de substraerse de sus parroquias y de las legí­timas autoridades”. Lo interesante de esta intentona es que dejó un escrito en el que se asentaron los objetivos centrales del movimiento. A grandes rasgos, planteaban la necesidad de luchar contra la explotación y la dominación colonial, a partir de una alianza más amplia entre diversos sectores sociales, in­cluso con las tropas que, para entonces, ya marchaban hacia la región desde Buenos Aires.

La revuelta fue descubierta antes de estallar y sus líderes fueron declarados rebeldes, aunque solo se logró capturar a Cáceres. Durante más de un año, el Alto Perú había vivido una situación de fuerte inestabilidad política en la que sobre­salió la participación de diversos sectores sociales (criollos, mestizos, indígenas, mulatos). Claro que cada uno de ellos tenía objetivos particulares, pero la confluencia táctica en tor­no a la lucha contra el sistema colonial permitiría construir alianzas amplias que, con la llegada del ejército revoluciona­rio, tendría una nueva oportunidad de expresarse en toda su dimensión.

Los de abajo vienen marchando

Desde el mismo 25 de Mayo, las autoridades revoluciona­rias entendieron que su triunfo no dependía tanto de lo que ocurriera en Buenos Aires como de la respuesta que brinda­ran las provincias que integraban el extenso virreinato. Con dos fuertes enclaves realistas en Montevideo y Córdoba, las mayores expectativas estaban puestas en el Paraguay y, fundamentalmente, en el Alto Perú, en atención a los sucesos del año previo. De inmediato se plantearon dos cuestiones centrales: ¿cómo legitimar a la Primera Junta ante el resto de las provincias?, ¿cómo lograr la obediencia de los pueblos?

Para afrontar estos problemas, se decidió formar una “expe­dición de auxilio a las provincias interiores” con el objetivo un tanto eufemístico de permitir la libre expresión de sus habitan­tes. A partir de allí, se abriría paso a una acelerada militarización de la sociedad, proceso que ya no solo abarcaría a los porteños (como en la invasión inglesa) sino que impactaría en la totalidad del territorio. La guerra se generalizaría y se transformaría en un fenómeno omnipresente, mucho más en el Alto Perú.

Entre 1810 y 1815, los ejércitos del poder central5 intenta­ron tres veces el avance por el camino del altiplano. En las tres fracasaron. Existen causas generales que explican esa frustra­ción, pero también historias particulares en cada una de las campañas. Estas experiencias, además, están atravesadas por las luchas populares encabezadas por los caudillos locales, con­figurando un escenario complejo y apasionante. No es nuestro objetivo hacer un repaso exhaustivo de cada una de las cam­pañas, sino verlas como una experiencia común para las armas de la patria.

(…)

Castelli, el procónsul de la revolución

De las tres campañas emprendidas por el ejército revolu­cionario en el Alto Perú, la primera fue la que adquirió el tono más revolucionario, por varios aspectos. El más evidente es que estaba destinada justamente a eso: a llevar el ideario revolucio­nario de Mayo al resto de las provincias. Ese ideario, por cierto, ya se había expresado en la región tiempo atrás, pero ahora encontraba un novedoso escenario: la participación de los crio­llos y de sectores de las élites en lo que podríamos denominar como vanguardia revolucionaria. En el caso de la “expedición de auxilio a las provincias interiores”, esa vanguardia tuvo a Juan José Castelli como su gran protagonista.

(…)

El 25 de noviembre, Castelli ingresó a Potosí y un mes des­pués estaba en Chuquisaca. Entre la organización del ejército, las comunicaciones con la Junta y la atención de la política local, el representante porteño tenía un enorme cúmulo de ta­reas. Si bien en todos lados era recibido con efusiva adhesión, por lo bajo las tensiones sociales eran inocultables. En ese sen­tido, debió hacer equilibrio entre sus objetivos revoluciona­rios de transformación social y la necesidad práctica de contar con apoyos entre todos los sectores posibles. De allí que, por ejemplo, aceptara la continuidad de Domingo Tristán como gobernador de La Paz.

Los Llada Runa y el incaísmo como ficción orientadora
El ala más progresista de la revolución, que Castelli inte­graba, entendió desde un comienzo que era necesario ampliar la base social del proceso político desatado el 25 de Mayo en Buenos Aires. Ello implicaba dejar de ser una revolución lo­calista y de tono elitista, para convertirse en una experiencia más amplia y plural. Ampliar la revolución implicaba incor­porar a otros sectores sociales, pero para ello era necesario romper las cadenas del sometimiento colonial que los reducía a una posición subalterna. Pese a lo compleja que parecía la tarea, la realidad es que la solución estaba mucho más a la mano de lo que podría imaginarse; se trataba de convocar a quienes, apenas unas décadas atrás, habían protagonizado los albores de la revolución en América: los pueblos originarios.

Con esa impronta había marchado Castelli hacia el nor­te, territorio de mayoritaria población indígena. Desde un co­mienzo remarcó el apoyo de estos por la causa, tal como lo manifestó en un oficio del 10 de noviembre de 1810. Allí dijo: “Los naturales, porción nobilísima de este Estado, respiran y ven el fin de su abatimiento en el principio de su libertad civil: están perfectamente impuestos de la causa, y bendicen al nuevo gobierno. Concurren sin escasez con cuanto tienen, y sirven personalmente sin interés y a porfía”. Lo mismo ocurrió en Oruro y otros puntos del avance del ejército auxiliar, más allá de que, claramente, los originarios actuaron siempre por motivaciones propias, que tanto podían como no, coincidir con los postulados de los “porteños”.

El intento del representante por sumar a la masa de la población altoperuana fue permanente. En primer término, mediante un contacto directo en el que Castelli rompía con el protocolo de la postración que los nativos efectuaban frente a las autoridades. En el nuevo orden social que se pretendía gestar, nadie debía arrodillarse ante nadie.

En segunda instancia, se profundizó el contacto mediante proclamas a los pueblos. Esos “discursos” escritos de Cas­telli se destacan por una doble vía discursiva, ya que se re­dactaban tanto en castellano como en los idiomas nativos (aimara, quechua e, incluso, guaraní). Pero, como explica Fabio Wasserman, “no se trataba de una traducción literal […] sino de una adaptación a las categorías utilizadas por los destinatarios, lo cual evidencia que contó con colaboradores que tenían un mejor conocimiento de la sociedad andina”, una metodología similar a la que, casi en sincronía, utilizaba Belgrano para lograr el apoyo de los guaraníes. En ese sen­tido, César Itier afirma que los colaboradores fueron, en su “mayoría o totalidad pertenecientes al clero”, ya que “los curas doctrineros solían ser criollos y, cuando habían nacido en la sierra, hablantes desde la infancia de por lo menos una lengua amerindia”.

Lo concreto es que hay una intención evidente de dialogar con los pueblos originarios en un mismo idioma, un léxico lo suficientemente comprensible para garantizar el apoyo indí­gena a las armas revolucionarias. Una muestra cabal de ello es que la proclama de febrero de 1811, escrita en quechua, estaba dirigida a los “Llacta runa” (llaqta runa, es decir, paisano, “persona del pueblo” o “del país” en quechua), una expresión que hacía referencia al mundo incaico y que sustraía a los in­terlocutores de la colonial (y despectiva) referencia de “indios peruanos”.

En cierta forma, todo el proceso revolucionario estará cargado de un pensamiento incaísta bastante prominente entre los sectores de la élite política. Según Luisina Tourres, ese pensamiento “resaltaba con un importante componente mítico la gloria y el esplendor que dicho pueblo había teni­do en una época pasada”. Jesús Díaz-Caballero interpreta al incaísmo en la zona del Río de la Plata “como una ficción orientadora provisional de la legitimación política y simbólica de una nación criolla que todavía no tenía límites territoriales definidos”. Para este autor, se trató de “la primera ficción orientadora en la lucha por definir un centro histórico de una nación emergente, dentro de las múltiples identidades rioplatenses que se articularon en el proceso de la invención de una nueva soberanía americana en las primeras décadas del siglo XIX”.

Claro que esa ficción tenía algo de quimérico y mucho de superioridad intelectual. También una inocultable cuota de pragmatismo cuantitativo: el ejército auxiliar necesitaba impe­riosamente del apoyo indígena para resolver sus problemas de reclutamiento, comunicación y logística en el agreste territorio del altiplano. En términos más teóricos, Díaz-Caballero entien­de que hay una “operación simultánea de inclusión/exclusión de los indios como virtuales ciudadanos de la nación criolla, bajo una retórica homogeneizadora que finalmente se resuelve negativamente mostrando las diferencias y la heterogeneidad de los intereses de indios y criollos”.

Toda esta política comunicacional de seducción y de re­valorización de la simbología y las referencias incaicas, tuvo su paroxismo el 25 de mayo de 1811 en las ruinas sagradas de Tiahuanaco. Allí, Castelli organizó la mayor muestra de uni­dad plurinacional que se recuerde en el proceso revoluciona­rio, por lo menos en el mundo andino. En ese lugar, a escasos kilómetros del lago Titicaca y del límite con el Virreinato del Perú, confluyeron los soldados porteños, cordobeses, salteños, catamarqueños, tucumanos, santiagueños, jujeños, potosinos, cochabambinos y paceños, junto con miles de indios provenientes de toda la región y de diversos grupos locales, en su mayoría de raíz aimara. También estaban las tropas de pardos y morenos, además, obviamente, de todas las autori­dades de la región.

Bajo la Puerta del Sol, Castelli leyó un documento que de­cretaba la igualdad entre los hombres y ponía fin a todas las formas de apropiación del trabajo indígena.
Este nuevo orden social debía tener un solo grupo privilegiado, el de los que, hasta allí, habían sido los explotados. No era otra cosa que el programa revolucionario andino que había expresado Túpac Amaru, solo que adornado ahora de un léxico moderno y libe­ral pero que, en la práctica, apuntaba a lo mismo o a algo muy similar.

Como cierre, digamos que el incaísmo perduró más allá de la experiencia de Castelli en el Alto Perú. Estará presente en la Asamblea del Año XIII, que oficializó nuestro Himno nacional con una estrofa (hoy recortada) que dice:

Se conmueven del Inca las tumbas, y en sus huesos revive el ardor, Lo que ve renovando a sus hijos de la Patria el antiguo esplendor.

Pero también volverá en forma de utopía durante el Con­greso de Tucumán, cuando Manuel Belgrano proponga el esta­blecimiento de una monarquía incaica para el gobierno de las Provincias Unidas de Sud América. Y sigue allí, latente, en la presencia del sol en nuestros símbolos patrios.
(…)

La primera campaña al Alto Perú terminó en una estruen­dosa derrota en los campos de Huaqui, el 20 de junio de 1811. (…) Huaqui puso en retirada a las tropas rioplatenses, que se replegaron en forma desordenada y caótica hacia el sur, bien al sur. En una sola jornada, la revolución pareció estar vencida, pero en realidad los únicos doblegados habían sido sus tropas regulares. La revolución continuó pujante en el Alto Perú sos­tenida por aquellos que, en forma temprana, la habían iniciado. Soux no tiene dudas al respecto y enfatiza que “queda claro que la sublevación indígena sobrevivió a la derrota de Huaqui y se constituyó en la principal fuerza opositora a la presencia del ejército virreinal en el Alto Perú”.

Pese a la ferocidad de la represión decretada por José Goyeneche y luego por Pezuela —el vencedor de Belgrano—, con varias condenas a muerte contra los revolucionarios, lo cierto es que la resistencia popular altoperuana se mantuvo tenaz en el tiempo. De hecho, luego de Huaqui los realistas recién avan­zaron más allá de Jujuy en el segundo semestre de 1812 y, luego de esa fecha, nunca pudieron hacerlo con el ímpetu suficiente como para amenazar más allá de Salta. Una combinación de factores permitió resguardar la frontera de Jujuy al sur. Esos factores fueron la resistencia popular contra los realistas en buena parte del Alto Perú, la generalización del fenómeno de lucha guerrillera y la consolidación, en el escenario salto-jujeño, de las milicias gauchas de Güemes. Como complemento, veamos las características generales de los primeros aspectos, ya que la experiencia güemesina la analizaremos en el capítulo siguiente.

El ejército de Castelli fue derrotado por su inexperiencia, el de Belgrano por su exceso de confianza y el de Rondeau por su desorganización, pero las fuerzas populares que se movilizaron durante el período no requerían de nada de ello para alcanzar la victoria. Tenían el conocimiento del terreno, cierto acceso a los recursos y un modus operandi que les brindaba mayor libertad de movimiento, algo que les permitía golpear y escabullirse. Es la época de lo que Mitre dio en llamar las “republiquetas”, pero que no fue otra cosa que un extendido fenómeno de lucha re­volucionaria en la que los objetivos, las formas y los liderazgos no fueron para nada estáticos ni lineales.
(…)

La era de los caudillos
La guerra de la independencia en el escenario altoperuano se caracterizó por la diversidad de actores implicados. Por un lado, los ejércitos auxiliares de la revolución, que en tres cam­pañas cumplieron un confuso papel que, para muchos habitan­tes locales, podía ser interpretado tanto como una salvación o como una ocupación. Las disputas políticas e ideológicas entre los oficiales “porteños” (abajeños, en general) y las élites loca­les, fuesen estas criollas o indígenas, fue un aspecto de perma­nente tensión que generó enormes dificultades para la marcha de las tropas. Como bien recuerda Macchi, “la relación entre los altos mandos porteños y los grupos de poder locales eran claves para la financiación y el sostenimiento de las tropas, y un buen vínculo podía construir lealtades sólidas que evitasen la colaboración con el enemigo”. Claro que, cuando ese vínculo no alcanzaba un grado suficiente de confianza, las élites deja­ban de operar logísticamente y el sostenimiento del ejército auxiliar se hacía imposible, por lo que debía replegarse hacia el sur, al campamento de Tucumán.

Otro actor de peso fueron los pueblos originarios andi­nos, cuyas comunidades y autoridades, explica Soux, “apro­vecharon los intersticios que se presentaban en un ambiente político conflictivo para garantizar su propio proyecto. La estrategia los llevará a entablar al mismo tiempo acciones subversivas e intentos de negociación. Por otro lado, las po­siciones indígenas, al ser precisamente estratégicas, variaban constantemente. Por esta razón, no es raro encontrar que conviven comunidades o ayllus que apoyaban a uno u otro bando, e inclusive parcialidades y familias que ayudaban a ambos ejércitos. Es que estas estrategias de acomodación son las que, en última instancia, favorecen más a la comunidad en su conjunto porque les permiten cambiar su orientación cuando las circunstancias se modifican”. Esta postura un tan­to pragmática no quiere decir que los originarios no fueran revolucionarios en el sentido de querer modificar el orden social vigente, sino que tal vez no lo eran desde los objetivos de la élite liberal.

El tercer actor protagónico de esta gesta fueron los cau­dillos. En un relevamiento publicado hace ya algunos años, Emilio Bidondo enumeraba 125 caudillos que operaron en el Alto Perú entre 1809 y 1825. El listado, como lo indica el propio historiador, es incompleto, pero gráfica el extendido fenóme­no de la guerra de guerrillas que caracterizó a la lucha en la región. La presencia de más de un centenar de líderes de este tipo revela dos cosas. Primero, que tácticamente el recurso de las partidas sueltas con gran movilidad y capacidad operativa era la única herramienta militar con la cual emparejar, con al­guna posibilidad de éxito, al mayor poderío realista. Segundo, que los sectores populares son los que demandan ese tipo de liderazgo para movilizarse, incluso sin necesidad de un marco ideológico que los contenga. Esto quiere decir que, al igual que en el caso de los pueblos originarios, el fenómeno del caudi­llismo debe ser interpretado a partir de cada experiencia en particular y que, por lo tanto, resulta complicado efectuar ge­neralizaciones al respecto.

¿Los caudillos y su gente luchaban por separarse de Espa­ña?
¿Por separarse de Buenos Aires? ¿Por ambas cosas? ¿Que­rían cambiar el orden social vigente? ¿Hasta dónde lo querían cambiar? ¿Tuvieron los mismos objetivos los caudillos de ori­gen indígena que los criollos? Estas son solo algunas de las preguntas posibles para abordar la complejidad del fenómeno de la guerra de guerrillas en el Alto Perú, una problemática que, por cuestión de espacio, dejaremos tan solo esbozada a partir de una serie de ejemplos lo más diversa posible.

(…)

La síntesis para una era de guerra

En Batallas por la libertad contabilizamos 87 combates en el escenario del Alto Perú. El listado es muy parcial, pero grafica el costo que tuvo para la región la lucha por la indepen­dencia. Es parcial porque en ninguna otra región la contienda fue prácticamente cotidiana como en esta. Ese estado de guerra constante se tradujo en decenas de combates, encuentros menores o simples tiroteos. Las tácticas de lucha fueron diversas; desde las batallas a campo abierto, hasta provocar un desmo­ronamiento ante el paso de una columna enemiga por algún desfiladero; todo era válido. Lo cierto es que la disputa por el Alto Perú signó de un modo dramático a la historia de la eman­cipación. Allí convivieron en el triunfo y en la derrota todos los actores sociales, pero en especial los pertenecientes al campo popular mayoritario en la región: los pueblos originarios.

La superación de las fronteras nacionales en términos historiográficos nos permite hoy acercarnos a aquel pasado sin la necesidad de buscar argentinidad en la epopeya emancipadora. Esto permitió que surgieran actores que habían sido opacados por relatos exclusivamente centrados en las élites, lo que enri­queció la mirada sobre lo acontecido en el Alto Perú hace 200 años. De esta manera, nos encontramos con colectivos sociales que se lanzaron a la lucha revolucionaria, pero desde una pers­pectiva que no siempre fue coincidente con la de la élite liberal. El rol de los pueblos originarios fue un claro ejemplo de ello, como así también el de numerosos criollos y mestizos que, en el altiplano boliviano, avanzaron hacia la independencia desde un camino propio y prescindente de los dictados de la capital y sus fuerzas armadas.

Dentro de ese marco general, hubo sí momentos de sintonía muy profunda entre los altoperuanos y los ejércitos “porte­ños”. Aquel acto simbólico de Castelli en Tiahuanaco o el apoyo casi incondicional que tuvieron con Belgrano luego de las de­rrotas de Vilcapugio y Ayohuma, son muestras de ello. Es más, José de Córdoba y Rojas le escribía el 27 de octubre de 1810, en las vísperas del triunfo patriota de Suipacha, al presidente de la Audiencia de Charcas, Vicente Nieto, lamentándose porque “si tuviese las 600 mulas que pedí esta mañana para atacarlos en su campo les picaría la retaguardia, pero los arrieros han fugado y estoy a pie”. ¿Por qué se fugaron los arrieros? No lo sabemos con exactitud, pero claramente esa acción era favora­ble a los rebeldes y perjudicial para el ejército realista. Este tipo de situaciones se repiten a lo largo de toda la época, pero no nos permiten hablar de una simpatía absoluta hacia las tropas (en verdad, hacia los jefes) de Buenos Aires.

Esta relación con evidentes altibajos no se debe —digámos­lo una vez más— a una falencia de fervor revolucionario por parte de las masas indígenas y de la población mestiza. Los pueblos originarios altoperuanos también fueron protagonis­tas de la guerra de la independencia, pero lo hicieron desde una perspectiva propia. Esta actitud no fue exclusiva de ellos, ya veremos cómo los guaraníes desarrollaron una estrategia similar de la mano de su comandante general Andrés Guacurarí y Artigas. Estas descripciones nos obligan a repensar al­gunos supuestos sobre la época, en especial aquel que plantea los objetivos liberales para todo el proceso revolucionario. Para ponerlo en términos más claros: ¿para quién podía ser un ob­jetivo prioritario la libertad de comercio? Claramente, para los pueblos originarios, no lo era.

Esta autonomía de criterios para avanzar hacia la revo­lución y la independencia fue generando un distanciamiento entre las provincias altoperuanas y sus hermanas rioplatenses. La élite porteña entendió que su futuro estaba en su vinculación comercial con el Atlántico y en el desarrollo de un programa liberal de gobierno y no en la búsqueda de al­ternativas que pudieran generar un nuevo orden en el que todos los sectores sociales se sintieran representados. En ese marco, el desmembramiento del antiguo virreinato fue un resultado lógico. La creación de Bolivia como un país in­dependiente, en 1825, se debería interpretar, no como una pérdida territorial para la Argentina, sino como un triunfo de la lucha por la emancipación cuyos protagonistas centra­les fueron los habitantes de aquel espacio que vivió más de una década de guerra, muerte y destrucción. Un espacio que comenzó a separarse de las provincias de abajo, entre otras cosas, por motivos militares. Es que en el límite entre Jujuy-Salta y el Alto Perú se fue gestando un escenario social muy particular y diferenciado: la irrupción y consolidación de las masas gauchas lideradas por Güemes.

Referencias:


1 Mitre le dedica el capítulo XXXIII de su obra a “Las republiquetas”, a las que define como un “movimiento multiforme y anónimo, que sin reconocer centro ni caudillo, parece obedecer a un plan preconcebido, cuando en realidad solo lo impulsa la pasión y el instinto”.

2 Soroche se denomina al mal de altura, cuyas características principales son los mareos, la baja de presión, el dolor de ca­beza y los trastornos respiratorios.

3 Desde finales de la década de 1970, se registra una renovación en la historiografía boliviana, que puso el foco en el rol de­sempeñado por los sectores populares (en su mayoría pertene­cientes a los pueblos originarios) en la lucha independentista. Rene Arze Aguirre, con su libro Participación popular en la independencia de Bolivia, de 1979, inició esa senda. Este revi­sionismo se acrecentó en los últimos años, en especial gracias a los aportes de María Soux, quien ha estudiado el impacto de la revolución en Charcas y Oruro.

4 El ayllu es la comunidad tradicional de los pueblos andinos, base de su organización social. Según Espinoza Soriano, es “una familia extensa, en la que sus miembros aglutinados en familias nucleares-simples y familias nucleares-compuestas, estaban y están vinculados por el parentesco real y no mera­mente ficticio”.

5 En esos años, se sucedieron en el gobierno la Primera Junta, la Junta Grande, el Primer y el Segundo Triunvirato, hasta de­sembocar en un Directorio por el que pasaron Gervasio Posa­das, Carlos de Alvear e Ignacio Álvarez Thomas. Recién en 1816, con la declaración de la independencia y la designación como director de Juan Martín de Pueyrredón, el poder central logró la estabilidad necesaria como para impulsar el gran proyecto bélico de la independencia: el cruce de los Andes.

6
Domingo era hermano de Pío Tristán, el brigadier realista de­rrotado por Manuel Belgrano en Tucumán y Salta.

 

 

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