MISIONES EN LOS AÑOS DE PLOMO


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 por Rubén Emilio García

 

​​Graciela Franzen es ​​hermana de Luis Arturo, muerto en Margarita Belén. ​Después del golpe de Estado la detuvieron, la metieron en una celda, la torturaron y la vejaron con los ojos vendados. ​​Sus carceleros eran cuatro policías y un joven oficial de nuestra edad, y por supuesto se lo conocía.

A mediados de los años noventa me encontré con

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Graciela Franzen,

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hermana de Luis Arturo, muerto en Margarita Belén, después de regresar de su exilio en España y haber formado una linda familia con cuatro hijas. Graciela oficiaba de secretaria en la Dirección de Ganadería, yo era el Director, cuando se produjo el golpe de Estado en l976. Como tantas chicas de la época, además de trabajar, también estudiaba, militaba en la JUP, Juventud Universitaria, y asistía a los barrios en tareas sociales acompañando a Luis Arturo, su hermano mayor.

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Después del golpe de Estado la detuvieron, la metieron en una celda, la torturaron y la vejaron con los ojos vendados.

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Sus carceleros eran cuatro policías y un joven oficial de nuestra edad, y por supuesto se lo conocía.

Es muy común en ciudades chicas conocerse y crecer por camada generacional hasta terminar los estudios secundarios, después viene la separación y cada uno sigue su propio destino. Pues bien, este mozo carcelero entró al liceo policial, calzó uniforme y creyéndose cancerbero cambió para mal, o tal vez le afloró vaya a saber que ignoto resentimiento de su alma y lo camufló haciéndose el malo. Y como otros policías que no saben el valor de usar y jerarquizar el uniforme, hizo mucho daño en los setenta y Graciela fue una de sus víctimas. Por eso, cuando apenas la dejaron libre, tras el asesinato de su hermano, huyó a España, no sea que la volvieran a detener.

A su regreso, ya instalada la democracia, Graciela fue nombrada representante del INADI, la Secretaría de la Nación de los Derechos Humanos y contra la Discriminación. Ocupaba una oficina sin teléfono ni computadora cedido por Vialidad Nacional y se desplazaba merced a la colecta de sus compañeros y al avío que le alcanzaba la gente cuando concurría a parajes alejados. Cumplía su función a fuerza de corazón como añeja militante.

En una ocasión se llegó con su grupo de los Derechos Humanos a la casa de su antiguo joven oficial carcelero, convertido en un achacoso comisario retirado. Se hallaba postrado en silla de ruedas sin sus dos piernas cercenadas por una diabetes severa que lo tenía a mal traer. Ante su presencia, Graciela, aspiró el mismo olor del desagradable perfume de sus horas de encierro con los ojos vendados. Sintió repugnancia y aún así le dijo. “No vengo en busca de venganza, solo quiero que nos diga donde están enterrados los compañeros que ustedes apresaron y tenían en custodia para sepultarlos en paz

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. El ahora infeliz inválido le contestó con evasivas y con un “No sé nada; nuestra misión concluía con la entrega de los arrestados a los hombres del ejército y ellos se los llevaban”.

Como se mantuvo cabizbajo, humillado y sin responder, pese al estímulo de su perpleja familia que lo azuzaban a recordar, Graciela y su grupo se alejaron sin despedirse.

Allí quedaba JCR, el ex hombre fuerte, con su miserable remordimiento y consciente del terrible esfuerzo de simulación que debieron hacer su mujer y sus hijos por ocultar que su esposo y padre fuera un vulgar violador y un cobarde represor. Mayor habrá sido su cilicio cuando en soledad rumiara que la aparente débil mujer no venía por su cabeza ni buscando venganza, se había acercado únicamente por tratar de saber dónde estaban los cadáveres ocultos de sus compañeros muertos, con la finalidad de enterrarlos cristianamente.

Graciela, sin proponérselo, puso de manifiesto en este supuesto acto intrascendente la máxima expresión de la dimensión del alma humana: superar en el dolor los deseos de venganza. Todo un símbolo de elevación espiritual que reivindica al grueso del género humano, que aún sigue creyendo en el perdón sin olvidos y en la justicia sin tapujos.

El relato de la odisea de Graciela aquí expuesto fue con su anuencia, tal como ella lo contara valientemente al diario Primera Edición. También como manera de mostrar otro gran dolor, el sufrimiento silencioso de su madre doña Felisa Bogado, quien jamás trocó la memoria de su hijo asesinado por bienes materiales y sigue siguió viviendo en la humilde casa de toda la vida hasta su muerte el año pasado. El hogar donde crió a sus seis hijos. Ella, como tantas madres del interior del país, no tuvo la suerte de tener una plaza de Mayo a su alcance, ni estar en contacto con los funcionarios que gobiernan desde Buenos Aires, o en la mirada de los ojos del mundo exterior, ni al alcance de los medios porteños como para explicar su dolor, o exponer sus quejas. Y si bien las madres y abuelas de plaza de Mayo recibieron con justa razón el reconocimiento de sus pesares, por parte de los Organismos del Estado Nacional, también les corresponde igual trato a las mujeres del interior argentino que perdieron sus seres queridos en la represión y no deben ser discriminadas. Porque al fin de cuenta, sufren y lloran las pérdidas de sus hijos, con igual dolor y martirio que todas las madres del mundo.

Dr. Rubén Emilio García.

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