GANAR LA CALLE ​, GANAR LA MADRE DE TODAS LAS BATALLAS​

 


Por Mariano Dubin
Mariano Dubin afirma que el repertorio fóbico al negro en Intratables, el mata indios de Baby Etchecopar y todas las sonrisas nerviosas y falsas de los funcionarios del gobierno, pueden ser analizados en una dialéctica ocupación / paranoia que atraviesa toda nuestra historia nacional. Agrega Dubin que no hay forma de acumular políticamente sin previamente copar la calle.

Los manteros del Once, el recital del Indio Solari –en tierras de viejos catrieleros-, los balbuceos de la CGT, los cortes de calle, el escándalo moral de los Fernando Iglesias y las Margarita Stolbizer, la bronca de la gente que se comprueba en cualquier almacén donde el mango no alcanza, donde el mago ya quema, el repertorio fóbico al negro en Intratables, el mata indios de Baby Etchecopar y todas las sonrisas nerviosas y falsas de los funcionarios del gobierno, pueden ser analizados en una dialéctica ocupación / paranoia que atraviesa toda nuestra historia nacional.

Para no zozobrar en la superstición de la novedad, debemos preguntarnos: ¿cuál es el signo de época? Frente a quienes creen que esta conflictividad social que ya se siente en la piel al caminar por los barrios, en la incertidumbre laboral, al cruzar en micro una ciudad, al mirar en una góndola el precio imposible de un alimento y el de al lado nos diga “ya no se puede más”, todo el cotidiano en ebullición, se puede resolver con mecanismos de un republicanismo mediático, se equivoca.

No hay forma de acumular políticamente sin previamente copar la calle. En la capacidad de acumulación política de las clases populares, en multiplicar la ocupación del espacio urbano y desde ahí poder construir un programa político (y nunca de manera inversa), es la única fuerza real para enfrentar al macrismo. El derrotero popular, en particular los momentos de ocupación, nos puede dar unas claves para pensar esta coyuntura.


La ocupación nace con la fundación de la ciudad de Buenos Aires en 1536, cuando los indios destruyen la ciudad de Pedro de Mendoza.
Desde entonces, este es el cuero político con que se curten las clases populares frente al poder colonial. En la Argentina post-revolucionaria, las ocupaciones se desarrollan en todo el siglo diecinueve, cuando los caudillos federales azotan Buenos Aires pero, también, con los carnavales de negros y las imágenes fantasmagóricas de Rosas –ese líder mimetizado entre indios y negros representado entre la reacción unitaria-; es el triunfo de “Pancho” Ramírez y Estanislao López sobre Buenos Aires en 1820; son los constantes malones sobre Córdoba y Buenos Aires; son las sublevaciones de López Jordán, de Juan Saá, de Felipe Varela; es la cultura nativa, criollos e indios, invadiendo la civilización occidental.

Avancemos en experiencias contemporáneas que son más ilustrativas. En el siglo XX, el 17 de Octubre de 1945 sintetiza las sublevaciones anteriores. Son los migrantes correntinos, chaqueños, salteños, riojanos –esa piel que será luego, en el imaginario del blanco, la yerra de ser peronista-junto a viejos obreros que abandonan las fábricas y ocupan la ciudad blanca; la ciudad entramada por el liberalismo, la inmigración europea, la tradición patricia. El peronismo es, también, una síntesis –nunca sin tensiones ni reconfiguraciones- de las grandes tradiciones emancipatorias previas de las clases populares: el federalismo, el radicalismo popular, el anarquismo y el comunismo.

Las puebladas de los ‘90 inauguran la última ocupación del campo sobre la ciudad, de la barbarie sobre la civilización, de la periferia sobre el centro, del negro sobre el blanco. A diferencia del peronismo clásico, esta última pueblada sin dejar de convertirse en un nuevo nivel de acumulación política –la facilidad con que cualquier organización menor puede cortar una calle, enfrentar a la policía y lograr imponer al Estado una serie de reivindicaciones es el caso más evidente- no pudo, como con el peronismo, convertirse en programa popular. La relación del kirchnerismo con este movimiento de masas siempre fue esquiva; el desmadre quiso institucionalizarse. A su vez, las clases populares no pudieron traducir sus incipientes modos de organización social en un programa político que supere el nuevo estatuto legal del coloniaje que había instituido las políticas neoliberales. No obstante, algo de este movimiento se tradujo en nuevos cuadros, formaciones políticas, participación política y una serie de reformas que hicieron del kirchnerismo, en términos relativos, una fuerza progresiva.

En estos días, la pregunta es válida: ¿vuelta u ocupación?

En la Argentina hubo dos vueltas –la vuelta del Martín Fierro y la vuelta de Perón- que se correspondieron al fracaso de las dos mayores fuerzas emancipatorias: las sublevaciones federales y el 17 de octubre. Aclaremos: las transformaciones objetivas de la dinámica social y económica no pueden ser contrarrestadas con repetir el hecho maldito[

​1].

1976 no nació con el regreso de Juan Domingo Perón o con su muerte. Para las clases altas 1976 nace en 1955 cuando deciden acabar, sin concesiones, lo que se abrió el 17 de octubre de 1945: de hecho se pueden hacer unos recorridos bien precisos de entramados militares, empresariales, intelectuales, políticos que dan como fecha el 16 de septiembre de 1955.

El triunfo electoral de Mauricio Macri establece un comienzo: las clases dominantes han decidido poner orden a lo que se abre ya no en el 2003 con el triunfo de Néstor Kirchner sino, principalmente, lo que arrastran en acumulación política las clases populares desde el Santiagueñazo al 20 de diciembre de 2001 como etapa de consolidación de una reserva de expectativas, principios, luchas, organizaciones, experiencias que se mantuvieron de manera latente y, a veces, encauzadas en el kirchnerismo o fuera de este, hasta la actualidad.

Los sectores del kirchnerismo que quieren volver a un grado cero de su política republicana no descubren que la situación ya es otra y el enemigo ha tomado un camino que imposibilita los pasos ya dados. Mucho menos, que se podrá enfrentar a un enemigo con una construcción mediática. El “vamos a volver” apuesta a resolver la conflictividad social en términos de rosca superestructural. El sedimento histórico de guerras, sublevaciones, huelgas, guerrillas, genocidios se lo quiere reducir a la intervención coyuntural de lo electoral negando la multiplicidad de actores concretos y, lo que es trágico, subestimando al enemigo. No es casual que luego de una derrota contundente como significó el triunfo electoral de Macri, el kirchnerismo duro se haya replegado, en una primera instancia, en hacer resistencia en plazas de la ciudad de Buenos Aires, en zonas bastante burguesas por cierto, donde Macri recibió hasta el 76% de los votos. Sus reflejos progresistas lo alejaron de las concentraciones obreras y populares para organizar esos actos.

Hay cierto pensamiento mágico que supone que el desgaste de la figura de Macri sea proporcional al crecimiento de la imagen de Cristina Kirchner, olvidando una máxima de Cooke que no debiera olvidarse: “un gobierno no cae porque sea malo simplemente, sino porque hay condiciones que se dan y fuerza organizada para aprovecharlas”. Hoy debiéramos revisar las condiciones materiales del mundo actual que no son las que posibilitaron el ciclo de gobiernos latinoamericanos de corte nacionalista, reformista o progresista desde el triunfo electoral de Hugo Chávez.


Identificar al enemigo, vencer al enemigo

Hay dos pasos actuales necesarios en la tarea política inmediata: identificar al enemigo y establecer el modo de vencerlo.

El macrismo, lejos del carisma mediocre del presidente, es el ejercicio estatal directo de un sector de las clases dominantes argentinas. Sus apellidos nos permiten armar las biografías de estos “señores bien” que han matado –como su deporte nacional- todos los indios y criollos que pudieron. Nada nos puede hacer suponer que no lo vuelvan a hacer si lo considera necesario[2].

En relación a identificar al enemigo quisiera hacer una deriva literaria. Cualquier entendido del género gótico sabe esta premisa: la fuerza del monstruo está en esconderse. El ominoso depende de esta ausencia: There are more things de Jorge Luis Borges o Zero Hour de Ray Bradbury sintetizan este conocimiento del género. La maestría del monstruo es esconderse; no significa, necesariamente, que su presencia haga desaparecer el horror pero descubrimos su mecanismo. En este punto el perseguido se puede transformar en perseguidor. La vida, sabemos, responde a las convenciones de los géneros. Las clases altas son el monstruo. No conocer sus apellidos, sus fortunas, sus escuelas, sus universidades, su capital, sus miedos, sus alegrías, sus alianzas, es armar un protocolo donde siempre somos la presa. El monstruo, sabemos, puede morir. Pero para eso, primero, debemos sacarlo de su escondite. Hasta entonces, el enemigo es confuso. Aparece como signos imprecisos. Debemos definir al enemigo. Sacarlo de su escondite. Necesitamos, urgente, como hizo FORJA en la década del ´30, establecer una pedagogía del enemigo: denunciar con lenguaje nuevo las condiciones neocoloniales que intervienen en nuestro cotidiano. En este punto significa señalar los hechos más allá de nuestros intereses particulares: nombrar constantemente a Magneto puede ser una forma de ocultar que el avión presidencial fue usado durante los doce años kirchneristas por Gustavo Grobocopatel o Franco Macri.

La segunda tarea es cómo enfrentar al enemigo. No subestimo la intervención cultural, el refinamiento de la producción teórica, el papel político partidario, el armado electoral. Todas las intrigas son necesarias como nos enseña nuestro primer tratado revolucionario en estas tierras: El Plan de Operaciones (1810) de Mariano Moreno. Sin embargo, dado los debates centrales que han abocado a la militancia popular estos últimos años y cierta deriva ególatra de “somos los mejores”, deberíamos partir de una premisa que establece todo nuestro plan de operaciones siguiente: el sujeto que podrá vencer al enemigo son las clases populares.

El poder diseminado que las clases altas articulan (leyes, jueces, ideologías, policía, ejército, sistema político, medios, etc.) sólo puede disputarse con la ocupación de las ciudades: ocupación territorial de lo público, ejercicio de un doble poder cotidiano que no es un soviet idealizado ni un patio militante sino, más discretamente pero más contundentemente, cooperativas de trabajo, comisiones de clubes barriales, espacios del Estado en disputa, iglesias de barrio, comisiones internas de fábrica, etc., y desde ya piquetes, huelgas, movilizaciones, etc. El buen gusto de cierto kirchnerismo y sus apelaciones de maestro ciruela a cómo la gente debe leer los medios y la realidad política muestra su impotencia enunciativa: se habla siempre desde el balcón. Por el contrario, en el incipiente desmadre popular que comenzó estas últimas semanas existen las claves para construir la acumulación política para vencer –o, al menos, enfrentar- al enemigo.

La máxima maoísta de que “el izquierdismo es ver más enemigos que los necesarios y el oportunismo encontrar más amigos que lo conveniente” sigue siendo válida para estos tiempos. Pensar al pueblo como presa inconsciente de fuerzas mediáticas que desconoce (y, desde ahí, por tanto, explicar su voto parcial al macrismo) es sumarse a la ilustración de cabotaje tan cara a la izquierda argentina. Un proyecto superador no es sólo el que pueda vencer al macrismo, sino, además, vencer las causas de la última derrota electoral.

Lejos de la rosca superestructural y del agite maximalista, enfrentar al enemigo real nos pone alerta en una situación de peligro. No sólo por el poder históricamente acumulado sino porque se presentan también en una versión novedosa, en el contexto mundial más propicio, que no responde a nuestro manual de uso.

Saber que las clases altas criollas siempre ganaron hasta ahora. Saber que estamos en la peor de las guerras y tenemos todo para perder. Saber que si tienen que matarnos, nos matarán como han hecho siempre.

Saber que perder es más probable que vencer.

Nuestra historia patria, sin embargo, nos muestra que las pocas veces que se pudo disputar el poder y se pudo proyectar un programa popular concreto fue luego de ocupar el espacio urbano.

No hay otra opción.


Hay que ganar la calle, ganar la madre de todas las batallas.

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Mariano Dubin

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Lic. en Letras. Docente e investigador de la Universidad Nacional de La Plata. Publicó los poemarios La razón de mi lima (2009) y Bardo (2011) y el libro de ensayos Parte de guerra. Indios, gauchos y villeros: ficciones del origen (2016).

Referencias:


[1]John William Cooke fue uno de los más conscientes de los límites de un proceso político y la necesidad de la osadía para ir más allá. Porque Cooke ya descubre el límite económico del peronismo tiempo antes de su caída cuando en 1952 se “había sufrido modificaciones que hicieron imposible que continuase la capitalización interna sobre las bases que habían permitido la expansión previa”. Por tanto, ya derrotados, en caso de volver, se debía, retomando las palabras de Juan Domingo Perón, “el mismo justicialismo si hoy quisiera alcanzar los éxitos populares que conquistó con sus verdades y creaciones en 1946, tendría que ir mucho más lejos que entonces y con procedimientos expeditivos y drásticos” [John William Cooke, Peronismo y revolución, Biblioteca Popular, 2010, pp. 151].

[2] Este sector de las clases altas posee su acumulación originaria –que opera como base de todas sus operaciones políticas posteriores- con el triple genocidio de fines del XIX: la destrucción del Paraguay, la masacre de poblaciones criollas del interior del país y de sus líderes federales, la ocupación del territorio indígena pampeano, patagónico y chaqueño. Su historia, desde ya, es más compleja: una burguesía parasitaria que se anexa a este poder, la construcción de una ideología estatal, la lucha entre imperialismos y sus complejas vinculaciones criollas, las transformaciones constantes del capitalismo, etc. La complejidad de este derrotero histórico excede las posibilidades exiguas de este ensayo que sólo introduce su relevancia a ser atendida.

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