8 M Y EL PARO INTERNACIONAL DE MUJERES HE VISTO


Por Horacio González

La gran marcha hizo vibrar el centro de la ciudad ante quienes la quieren dominada e inerte. Una marcha como la del 8 de marzo, afirma González, madura con la crítica a los términos en que el capitalismo somete el trabajo y subyuga más que a otras, a la condición femenina.

Desde Rivadavia y Callao, ver desfilar las columnas predominantemente femeninas inspira diversos pensamientos. La heterogeneidad de las profusas caminantes era de por sí emocionante, prevalecía la juvenilia, pero el arco de edades era muy amplio. No menos el de las consignas, que hablan de todas las zonas sepultadas que hizo emerger esta marcha fundamental. Una que decía que el amor no son celos, o dicha al revés, si hay celos no hay amor, me despertó cierto sobresalto. Como viejo lector de Proust, me pregunté bajo que términos, que no fueran abandonar esta crucial lectura, podíamos imaginar el amor sin su motor secreto y pródigo, los celos. Traté de entender: la marcha, en el enorme abanico plural de sus consignas, incitaba de descubrir un problema de violencia en los celos. Es posible aceptar este punto de vista. Pero lo habitual es considerar los celos como una forma reconocimiento profundo, volátil y dramático. Quizás no sea posible pensar nada de carácteramoroso, ni cualquier vínculo que sea, sin que los celos, la desconfianza por nuestro propio amor, no sea una nota interna de cualquier conciencia. Pero me gustó que esa discusión desfilara libremente por la calle. Y entre grupos femeninos que tañían con sabiduría el “compás del tamboril”.

El piropo también era atacado en varios carteles. De acuerdo, si por piropo entendemos un ultraje al paso, la verbalización viscosa de una provocación, allí donde termina la zona del enunciado. Quizás en eso sí hay que reconvenir y reconvertir el viejo piropo, antaño saludado por los románticos y ayer nomás por los espíritus urbanos de la modernidad. Baudelaire escribió el máximo piropo del siglo XIX, a una “paseante”. Hubo muchos otros, y aisladamente, aún los escuchamos. Proscribir la galantería del forjador de sonetos, aunque melosos, no parece adecuado; solo habría que pedirle literaturas que puedan ser fugaces señales en el camino, pero no fruiciones degradantes.

Pero este no era tema central de la marcha de mujeres, pues su corazón está ligado a derechos desconocidos desde muy antiguo, y profundamente entrelazados con la historia “oficial” y “secreta” de la civilización. Por lo tanto, la marcha la percibí como un motivo profundo que recorre una larga crisis civilizatoria, y tiene en su horizonte crear nuevos derechos y rescatar derechos arcaicos que tácitamente tuvieron como médula un pensamiento adelantado sobre la mujer, incluso un pensamiento de avanzada encubierto de sacralidad, como en Sor Juana Inés de la Cruz.

De todos modos, no fueron esos temas, a ser discutidos, los que caracterizaron la marcha: generó una emoción colectiva en torno a una emancipación femenina exponiendo en la plaza pública –de hecho interrumpiendo la ciudad, y ganando ese derecho a hacerlo-, un conjunto de ideas libertarias y asimismo una tensión permanente que se desliza desde todo el siglo veinte hasta hoy. Es lo que nos habla de emancipación en varios sentidos, desde las dimensiones jurídico-políticas, tanto como las remodeladoras de las vidas domésticas, oscurecidas por violencias soterradas, o los estallidos permanentes de furias sacrificiales, públicas o privadas, que cobran sus víctimas, cuyo cupo enterizo lo cumplimentan aquí sí, exclusivamente las mujeres. Todo ello en un clima de desigualdades salariales y tramas oscuras de sumisión laboral femenina, que también llevan a tratar cuestiones más institucionales, como cupos de representación para sectores que reinventan alternativas de sexualidad no sin “normas”, sino con “otras normas”.

El arco vivaz que recorrían las multitudes femeninas, como dije, trans-etarias, pero mayoritariamente juveniles, sin miedo y con delicadas euforias, augura un nuevo horizonte próximo para el conjunto de la vida social y las más profundas cuestiones éticas y políticas. Estaban todos los grupos políticos, y confieso haber ido también yo a distribuir un volante “político”, pero como otros tantos que portaban carteles partidarios, me sentí autorizado genuinamente por lo que imaginé, sin equivocarme, que un movimiento que se potenció bajo el signo de acabar con las muertes de mujeres en los climas turbios de las arcaicas categorías explícitas  o milenariamente silentes de autoridad patriarcal, llama a la política y desde luego, a reinventar la política.

El movimiento genérico de mujeres, como cúspide de sus performances con alcances mundial, ha puesto ese concepto en un tipo nuevo de debate. El propio concepto de género, pues, interroga y es interrogado por el de clase, y ese tema vital lo alimenta todo. Lo que va a tener hondas consecuencias en la vida familiar y en la vida política, y así, en el conjunto del espacio público y laboral. Sin por eso, quitarse su peso a la cuestión de los derechos generales, cuya universalidad se resiste a ser partida en dos, “derechos de mujeres” y “derechos de hombres”. No escuché explícitamente ese planteo, pero muchas veces viene ceñido en el corazón de un feminismo ingenuo, sin raíces en las propias luchas feministas y sociales que datan de un más que largo siglo ya. El patriarcalismo es una cuestión a ser vista con el cuidado de que no puede ser conjurada con leyes sino con debates que lo sitúen históricamente, en su conformación cultural y lingüística.

Y ahí también, es necesario investigar plenamente los usos y formas con las cuales el lenguaje constituye a sus sujetos sociales “femeninos” y “masculinos”. No puede haber  una partición obligatoria del lenguaje, un “cupo femenino” para debatir con las palabras que sean portadoras del “falo logo centrismo”. Entendemos la necesidad de radicalizar el problema –en el lenguaje yace el secreto de la dominación-, pero no es innecesario tener en cuenta que las lenguas, en su plasticidad, siempre están en lucha, entre sus varios niveles que les son propios, y como producidas y productoras del vínculo social afectivo.  Crear conciencia de que somos seres hablantes, y que al serlo producimos valoraciones de todo tipo, generalmente heredadas sin discusión. Por lo que ponerlas en el tapete donde discurre la gran controversia es un gran avance. Pero también suele presentarse un obstáculo inesperado a esas ventajas que provienen de examinar los poderes asimétricos del lenguaje. Es la urgente necesidad de verlo repartido en los varios  géneros y sexualidades existentes. Las jergas tienen más flexibilidad para aceptar esa fuerte apuesta, pero el movimiento feminista, para renovar efectivamente la lengua, no tiene porqué pasar previamente por el fácil estadio de la jerga. Es un movimiento destinado a presentar horizontes nuevos de trasformaciónen el país y en el mundo. Está obligado, pues, a no crear la réplica invertida del lenguaje “fálico-céntrico” o de romper continuamente lo que sabemos que es la falsa neutralidad del lenguaje, pero que convertido en “institución”, no admite soluciones mágicas. Por lo menos, es muy evitable el acto de sustituir las letras del alfabeto conocido por una supuesta neo-neutralidad que provendría de la arroba informática, porque ella introduce un innecesario signo de dominación técnica, peor que la facciosidad histórica que quiere solucionar.

Foto: Resumen Latinoamericano

Por otra parte, siempre está presente “el incendio de la catedral”, antiquísimo mito herético. Michelet, en su gran libro “Las brujas”, escribe una apología de la mujer en todas las épocas, una especie de matriarcado secreto. “¡Sencillo y conmovedor principio de las religiones y de las ciencias! Más adelante todo se dividirá, se verá empezar al hombre especial, juglar, astrólogo o profeta, nigromante, sacerdote, médico. Pero, al principio, la mujer es todo. Una religión viva y fuerte como el paganismo griego, empieza en la sibila y termina en la bruja. La primera, hermosa virgen, a plena luz lo acunó, le dio el encanto y la aureola. Más tarde, decaído, enfermo, en medio de las tinieblas de la Edad Media, de las landas y de los bosques, fue escondido por la bruja; su piedad intrépida lo alimentó, lo hizo vivir todavía. Así, para las religiones, la mujer es madre, tierna cuidadora y nodriza fiel. Los dioses son como los hombres: nacen y mueren en su seno”.

La gran marcha hizo vibrar el centro de la ciudad, ante los demudados que la quieren inerte, meramente dominada, repleta de amables bici-sendas y extenuantes horarios laborales. Una marcha como ésta, que en sus sensibilidades específicas, iba desde de confín libertario –vi un cartel contra el estado, el educacionismo, el capitalismo y el parlamentarismo, todo sin distinción – hasta la idea de que la crítica a la forma patriarcal de la existencia, madura con la crítica a los términos en que el capitalismo somete el trabajo y subyuga más que a otras, a la condición femenina. Por eso, considero un error el minoritario ataque a la Catedral, que tiene  que ser conjurado por medio de una decidida discusión por parte de las organizadoras e iniciadoras de la marcha. Es un espectáculo para los medios, los fuegos sacrílegos contra la Iglesia, tema que atraviesa todas las épocas y que la Iglesia conoce bien.


La escena de la “defensa de la Catedral” por un “cruzado portando bandera del Vaticano”, solo le sirve a la reacción, mientras que atacar las vallas ante una policía pasiva, es un espectáculo sin emoción al servicio de la interpretación recesiva de la Gran Marcha, por la facilidad con que las derechas mediáticas y sociales generan consensos asfixiantes de Orden contra las Blasfemias.
La cuestión fundamental de las leyes de despenalización del aborto merece una discusión profunda, ya madura en el país, aunque es evidente que ahí se tropieza con un dogma central de la religión de los sacerdotes, no necesariamente de todos los creyentes. Por eso la discusión es posible, porque no hay una sola Iglesia y esta discusión tuvo distintas interpretaciones a lo largo de la historia eclesial de oriente y occidente, y mucho más de otros pueblos con sus religiones específicas.

El debate sobre derechos, formas de vida y la vida misma, cómo no va a poder crear un ámbito donde las personas de convicciones religiosas puedan participar, si nadie ignora lo que eso significa y que nuestra existencia misma, siempre consiste en dialogar sobre las fronteras inciertas y movedizas que decidieron que fuéramos seres vivientes, sexuados y cognoscentes, y no la posibilidad de la nada, siempre en ciernes para nosotros. Nada de lo que ocurrió en ese final dedicado a las invisibles y numerosas plateas, enemigas de una sociedad porosa y democrática, oscurece la magnitud de este acto emocionante y único.

Pero es bueno que estas imágenes que rompen la elocuente masividad lograda, no se repitan, y quienes participaron de su autoría –puesto que tienen sus razones- deben ser parte de la discusión. Tienen razones, sí, pero las formas de expresarlas parten de un error (“símbolo” contra “símbolo” no  es una forma de lucha de la que se extraigan grandes lecciones históricas), error que limita los alcances de esa razón, en el mismo momento en que avanzan con la tea encendida. Este 8 de marzo en muchas grandes ciudades del mundo, promete sin duda una fuerte renovación de la política. Quizás no se note enseguida, pero como toda infrecuente procesión, gana el derecho de masividad en la esfera pública cuando deja cenizas encendidas que también circulan en la conciencia crítica que forja el sentido de la persona y sus múltiples libertades.


*Horacio González

Sociólogo, ensayista y escritor. Ex Director de la Biblioteca Nacional

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