ALGO HUELE A PODRIDO EN DINAMARCA


Por Raúl Argemí

En la elección de Donald Trump como presidente de los EE.UU asoma una realidad que desde el 2008 en adelante no para de agudizarse. La consolidación de las empresas multinacionales generó una confrontación con la idea de Estado y fronteras porque confrontan por el poder real. Hoy tienden a ser el Estado, aunque los votantes de Trump deseen volver al viejo imperialismo de bandera.
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Agotada la marea de notas sobre las elecciones que colocaron a Donald Trump a la cabeza del Ejecutivo estadounidense, tal vez sea hora de mirarlas como un dato emergente de una realidad que se nos escapa. Muchos analistas se centraron en la figura del presidente republicano, a quien tacharon de imbécil para abajo, o en el perfil de blanco pobre y xenófobo de sus votantes. Pocos, muy pocos, buscaron la correspondencia entre el mensaje y el receptor del mensaje; y un mensaje, cualquier mensaje, desde la venta de condones hasta el arrime de votos, es efectivo sólo cuando encaja con las expectativas del receptor.

La campaña que llevó a Raúl Alfonsín al gobierno tuvo una pieza clave, la llamada teoría de los dos demonios. De los años de plomo y la dictadura videlista habían sido responsables la cúpula militar y los guerrilleros, el resto no había tenido ni arte ni parte. Si la propuesta funcionó, y vaya cómo, se debió a que la mayor parte de la sociedad argentina quería, necesitaba, pensarse al margen de lo sucedido. El mensaje encajaba perfectamente.

Por eso es necesario pensar en quién votó a Trump y sus expectativas. Expectativas que podrían llamarse temores. Una mirada rápida a la política europea, es decir centrada en países que ejercen distintos grados de democracia, muestra un denominador común: la pérdida de fe en las alianzas supranacionales y una deriva hacia opciones que proponen cerrar fronteras y resolver los problemas de puertas adentro. La decisión de los votantes británicos de no pertenecer a la Unión Europea se hermana con el crecimiento de los partidos aislacionistas en casi toda Europa.

Así como los votantes de Trump, trabajadores de industrias americanas en decadencia, creen que los tratados tipo NAFTA (TLC) han servido para que no tengan trabajo, sus similares europeos intuyen que la Unión Europea sirvió para lo mismo, con la relocalización de las fábricas en los países más pobres de mismo conjunto, que tienen salarios más bajos y leyes laborales más flexibles. En ese sentido, tienen razón.

Tomando por caso España, mientras estuvo entre los países más pobres de la Unión le llovieron créditos e inversiones. Cuando ascendió con la incorporación de países más pobres, a la mitad del cuadro, pudo ver cómo las empresas fugaban hacia la mano de obra más barata y desaparecían los puestos de trabajo.


Las estructuras supranacionales, vendidas como una herramienta para el progreso en común de todos sus integrantes, han sido una nueva manifestación de las viejas relaciones desiguales entre naciones poderosas y países dependientes.
Unas tienen la sartén por el mango y los otros son los pescaditos que se fríen en el aceite. Pero, como la respuesta refleja desde la izquierda es cargar contra el imperialismo, se imponen un par de preguntas: ¿De qué imperialismo hablamos? ¿Cómo es su cara? ¿Tiene bandera?

El interrogante no es ocioso, porque el imperialismo de la pérfida Albión o el Tío Sam comenzó a desaparecer cuando las empresas multinacionales se hicieron verdaderamente multinacionales, desenterrando las raíces de un país dado, para estar en todas partes y, cuando les conviene, en ninguna. Las maquiladoras, las armadoras de la frontera norte de México son un ejemplo claro. Al abrigo de los sindicatos locales, que de las leyes laborales hacen papel pintado, benefician a las empresas y dejan sin trabajo a miles de norteamericanos. Al menos éstos lo perciben de esa manera, y no están lejos de la verdad.

«El imperialismo de la pérfida Albión o el Tío Sam comenzó a desaparecer cuando las empresas multinacionales se hicieron verdaderamente multinacionales, desenterrando las raíces de un país dado, para estar en todas partes y, cuando les conviene, en ninguna. Las maquiladoras, las armadoras de la frontera norte de México son un ejemplo claro. Al abrigo de los sindicatos locales, que de las leyes laborales hacen papel pintado, benefician a las empresas y dejan sin trabajo a miles de norteamericanos.»

Con lo que llegamos a una situación que se caracteriza por ganancia para las empresas y perdida para el o los estados, porque de los desempleados termina haciéndose cargo el Estado. Un Estado que no tiene herramientas para cambiar esa situación, como no sea hacer algo parecido a una revolución. ¿Contra quién? Contra sus propios representantes políticos, sería la respuesta, porque hoy los representantes políticos están en la nómina de las empresas; cuando no sucede como con George Bush hijo, al lado del cual Trump parece una eminencia: Los cuadros superiores de las empresas eran parte el gobierno; el gobierno real. Cualquier semejanza con Argentina, Mauricio Macri y su corte ministerial de CEOs, es tan obvia que señalarla resulta una línea de texto que está de más.

Por ese lado nos podemos aproximar mejor al punto desde donde miran y votan los seguidores de Donald Trump. A lo que uno quiere sumar que se sintieron atraídos por algo tal vez secundario, pero muy importante: el rompimiento de la camisa de fuerza del pensamiento políticamente correcto y sus manifestaciones.

Norman Mailer escribió, por los años ochenta, que la lepra del siglo era el pensamiento políticamente correcto, que prohíbe pensar en libertad, y que cambia el collar al perro sin cambiar al perro. Decía, Mailer, que añoraba el tiempo en que le decían judío de mierda, porque podía responder con una trompada. Que no lo dijeran lo maniataba, porque sabía que lo estaban pensando. Trump cargó no sólo contra los medios y los políticos, también lo hizo contra los mexicanos, emblema de la inmigración pobre no deseada. Y lo hizo con el lenguaje de los blancos empobrecidos a la hora de la cerveza con los amigos de Homero Simpson: son negros de mierda, vagos y ladrones. Seguramente esos mismos blancos tienen la convicción de que, para Hillary Clinton y su gente, también ellos son unos negros de mierda, independientemente del color exterior, que puede ser incluso amarillo o verde. En el rubro autenticidad y franqueza, entre el discurso de la candidata demócrata y el de Donald Trump, ganó el millonario por varios cuerpos.

Llegados a esta altura se impone una síntesis, si uno supiera por dónde tirar, y no limitarse a decir, como Hamlet, que “algo huele a podrido en Dinamarca”. Tal como aventurara Alvin Toffler hace decenios, la consolidación de las empresas multinacionales, libres de las fronteras de los Estados, genera una contradicción de intereses progresivamente antagónica, porque confrontan por el poder real. Hoy tienden a ser el Estado, aunque los votantes de Trump imaginen que pueden volver a lo que ya no volverá, al viejo imperialismo de bandera.

Hacia dónde se camina es una buena pregunta para una bola de cristal. Pero, podemos sospechar que el capitalismo de hoy, que rompió las amarras de moderación propias del protestantismo y acumula la riqueza cada vez en menos manos, está generando también un malestar difuso, con mucho de rabia, que se manifestó en los votantes de Donald Trump. Si esa bronca puede, o no, generar conciencia, es un viejo tema del marxismo, pero algún dato permite ser pesimista. La crisis general que comenzó en 2008, semejante a la del 30, pero mucho más visible porque medios y redes sociales nos inundan con información, puso en evidencia que vivimos en un sistema más que injusto, suicida. Sin embargo, en las democracias se ha seguido votando al neo liberalismo. Tal vez tenía razón el cáustico Ambrose Bierce, cuando definía al voto en su “Diccionario del Diablo”: Herramienta y símbolo de la facultad del hombre libre de hacer de sí mismo un tonto y de su país una ruina. Idea a lo que nos complace agregar su definición de elector: Es la persona que goza de la prerrogativa de votar por un candidato que eligieron otros.

* Raúl ArgemíEscritor. Su último libro publicado es “A tumba abierta”, Editorial Navona, 2015

 

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