TRAS LOS PASOS DEL LIBERTADOR EN FRANCIA



 por Felipe Pigna

 

Como se sabe, el general José de San Martín, pasó los últimos veinte años de su vida en Francia, en el exilio, “voluntario”, según los que lo obligaron a exiliarse. Una vez en la capital francesa alquiló un departamento en la Rue de Provence, cerca de la Ópera de París. Allí, gracias a su hermano, Justo Rufino de San Martín, inició una estrecha amistad con el banquero y mecenas español Alejandro Aguado.
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Entre las figuras que gozaron de su mecenazgo y frecuentaban sus casas se encontraban Víctor Hugo, Lamartine, Delacroix, Balzac y el célebre músico italiano Gioacchino Rossini, compositor de El barbero de Sevilla, Otelo y Guillermo Tell, entre otras célebres óperas. La afición de Aguado por la ópera lo llevó a convertirse también en un importante empresario del rubro. El general pasaba apuros económicos y tuvo que tomar con él un préstamo, mediante una letra de cambio por 3.000 pesos, pagaderos en Buenos Aires sobre las rentas de sus propiedades. En los meses siguientes, y gracias a las gestiones de sus amigos en Lima, San Martín comenzó a recibir nuevamente su pensión peruana, con lo que pudo devolver el préstamo a Aguado. San Martín le estuvo siempre agradecido por la generosidad demostrada en ese momento difícil y entre ambos se estableció una gran confianza, al punto de que el banquero lo nombró su albacea testamentario.

En su regreso a Europa, tras la luna de miel, Remedios y su marido Mariano Balcarce llevaron de regreso a París, junto a una hermosa nietecita llamada María Mercedes Balcarce y el histórico sable corvo que San Martín había pedido especialmente que recuperaran, las sumas que hacía años el gobierno le adeudaba al Libertador y que su apoderado y cuñado Manuel Escalada venía reclamando desde 1822 pero el expediente, según le dijeron, se había “extraviado”.

Con esos fondos y probablemente con la ayuda adicional de Aguado, en abril de 1834 el Libertador compró su casa más famosa, en la comuna de Évry, población que entonces se dividía en dos sectores: Petit Bourg, donde se encontraba la mansión de Aguado, y Grand Bourg, donde estaba la vivienda de San Martín. La casa era un edificio de tres plantas (la superior en buhardilla) y sótano, con sala, comedor, ocho dormitorios y otros tres para el personal doméstico. Estaba en un predio de una manzana, con un jardín donde el general practicaba su afición por la floricultura y horticultura, además de otras dependencias, entre ellas, una caballeriza. Tuve la suerte de visitarla en febrero pasado, en ocasión de los festejos por un nuevo aniversario del nacimiento del Libertador. Hoy es el convento de “La Solitude”. No está abierto al público y está habitado por las amables hermanas de la orden de Sion que nos esperaron a la embajadora argentina, María del Carmen Squeff, a la querida amiga y agregada cultural Susana Rinaldi y a mí, con chocolate y bizcochos.

Escucharon con mucha atención la charla que les brindé e hicieron interesantes preguntas sobre el ilustre habitante de la casa que se conserva muy bien con algunos cambios y adaptaciones.

El extenso jardín permanece como en la época en que lo habitó el Libertador y el frente, ubicado en la actual Rue de San Martín, está pleno de placas de los gobiernos e instituciones de Argentina, Chile y el Perú, que recuerdan el paso por allí de Don José.

En Grand Bourg, la familia –a la que el 14 de julio de 1836, día del aniversario de la Revolución Francesa, se sumó otra nieta del general, Josefa Dominga Balcarce– vivía entre cinco y seis meses al año, los de primavera y verano.  El resto del año lo hacía en una casa en París, en las calle Saint-Georges 35 en su cruce con Saint-Lazare, en lo que hoy es el noveno distrito (arrondisement) parisino y entonces era una zona en crecimiento urbano al pie de la colina de Montmartre. A unas cinco cuadras, en 1837, se construyó la primera estación ferroviaria de Saint-Lazare, que sería inmortalizada años más tarde en uno de los cuadros más célebres de la escuela impresionista, por Claude Monet. San Martín, que alquilaba esa vivienda desde 1833, pudo comprarla dos años después, a un precio considerablemente mayor que lo que le había costado su residencia en las afueras. Tomo un café en Le bon marché con Rubén Alterio, sobrino de nuestro gran actor Héctor. Me cuenta que a comienzos de los años 80, buscando un atelier se contactó a través de un aviso con la Sociedad de Paracaidistas que tenían en alquiler uno. Le contaron como curiosidad que en ese mismo edificio había tenido su atelier el célebre artista Renoir. El francés le cuenta que tiene amigos franceses en Pigüe y se despide diciéndole que en el mismo departamento que le estaba vendiendo vivió el general San Martín. Me cuenta Rubén: “Cuando me mudé al departamento del primer piso de la rue Saint Georges a través de sus  grandes ventanas que daban a la calle me era muy fácil  ver y a veces  escuchar a los pasantes que se detenían para observar las placas fijadas en pared de la casa  en homenaje al General. Algunas  veces, según mi inspiración, cuando escuchaba comentarios en nuestra lengua, abría la ventana y sorprendía a nuestros compatriotas con un saludo cordial, como para darles a entender que la casa los comprendía”, claro, nada asombroso, pensaba yo, siendo la casa donde había vivido el Libertador!” Cuando Rubén tuvo que vender el departamento, allá por los 90, no logró que el gobierno argentino de entonces la comprara y la transformara en monumento histórico. Hoy lo habita una simpática señora francesa que nos recibe en la entrada de la casa, se muestra orgullosa, nos cuenta que por allí pasó Alfonsín, pero no nos deja subir a conocer el lugar.

La próxima parada es Boulogne Sur Mer, la hermosa ciudad de la costa Normanda que el general escogiera para pasar sus últimos años tras su decisión de abandonar Paris, conmocionada por los hechos de la comuna de 1848.

Nos recibe el alcalde,  Fréderic Cuvillier, un apasionado sanmartiniano que ha embanderado con las enseñas de Francia y Argentina el imponente monumento al Libertador emplazado en la costanera. Tras colocar sendas ofrendas florales, nos dirigimos a la que fuera la última vivienda de San Martín, en el 113 de la Grand Rue. Se trata de una casa de cuatro pisos en la que su propietario, el abogado Alfred Gerard, había instalado una biblioteca pública en la planta baja y le ofreció a nuestro notable exiliado el departamento del segundo piso. Hoy todo el edificio es la “Casa San Martín”, un museo que se constituye en el paso obligado de todos los argentinos que andan por la zona. El edificio fue comprado en 1926 por el Estado argentino. Dos años más tarde fue convertido en museo bajo el nombre Casa San Martín y sede del consulado argentino. Desde 1966 funciona solo como museo. En julio de 2010 la Justicia francesa dejó firme el fallo que prohibía el remate de la casa por tratarse de un monumento histórico. El embargo había sido pedido por la empresa estadounidense Sempra Energy, accionista de las distribuidoras gasíferas Camuzzi Gas Pampeana y Gas del Sur, para resarcirse de una deuda que tenía con ella el Estado argentino tras la devaluación de 2001.

Luego nos dirigimos  a la sede del gobierno municipal, donde di una charla para los habitantes de la ciudad. La calidad de las preguntas me dejó en claro que la mayoría de los más de doscientos asistentes conocían perfectamente quién era aquel ilustre habitante de la ciudad.

En su testamento había prohibido que se le hiciera tipo alguno de funeral u homenaje, aunque sí pedía que su corazón descansara en Buenos Aires.

Concluidas las tareas de embalsamamiento, el cuerpo fue colocado en un sarcófago cuádruple compuesto por dos cajas de plomo, una de madera de pino y otra de encina. Sobre la tapa su familia hizo colocar una chapa con la siguiente inscripción: “José de San Martín, guerrero de la Independencia argentina; Libertador de Chile y del Perú. Nació el 25 de febrero de 1778 en Yapeyú, provincia de Corrientes, de la República Argentina; falleció el 17 de agosto de 1850, en Boulogne Sur Mer, Pas de Calais, Francia”.

El sarcófago fue colocado en la carroza fúnebre y conducido el día 20 de agosto a la iglesia de San Nicolás, de Boulogne, donde rezaron algunos sacerdotes las oraciones por el alma del difunto. De allí fue trasladado hasta la catedral de Notre-Dame de Boulogne y en una de las bóvedas de la capilla fue depositado el féretro, donde debía permanecer hasta que fuese conducido a Buenos Aires.

Sin embargo, los restos de San Martín permanecerían en Francia. El 21 de noviembre de 1861, con la presencia de los representantes de Argentina, Chile, Perú y otros Estados americanos, los restos del Libertador fueron llevados a la bóveda de la familia Balcarce-San Martín en Brunoy, localidad cercana a Évry ubicada a unos 35 kilómetros de París, donde hacía un año la familia había depositado con inmenso dolor los restos de María Mercedes Balcarce, una de las queridas nietas del general, a la que llamaba amorosamente “la viejita”, que murió por mala praxis médica a los 27 años sin dejar descendencia. Poco después, Mariano Balcarce entregó al representante del Perú el estandarte de Pizarro cumpliendo con el testamento de su suegro.

El 18 de julio de 1864, el diputado nacional por Buenos Aires, Adolfo Alsina, y el representante de Entre Ríos, Martín Ruiz Moreno, presentaron un proyecto al Congreso Nacional solicitando al Poder Ejecutivo, ejercido en ese momento por el general Mitre, que cumpliera la última voluntad de San Martín de descansar en Buenos Aires. El Parlamento se tomó su tiempo y el Senado un mes después convirtió el proyecto en ley, pero el Poder Ejecutivo pareció no darse por enterado.

Fue entonces que ante la injustificada demora, Manuel Guerrico, a nombre de la familia, pidió a la Municipalidad de Buenos Aires una parcela en la Recoleta para depositar los restos del general cerca de Remedios.

La burocracia local nombró una comisión que se tomó su tiempo y dictaminó, a los seis años, que el gobierno nacional tenía prioridad para decidir el destino final de los restos del Libertador. Entonces el Poder Ejecutivo, ejercido en ese entonces por Nicolás Avellaneda, dispuso la creación de otra comisión, esta vez nacional, para poner en marcha el operativo que permitiera el retorno de los restos de San Martín. Los miembros de la comisión decidieron que, como ocurría con los héroes nacionales de muchos países, el Libertador debía descansar en la Catedral Metropolitana. En esos países en los que se pensaba, los héroes nacionales o personajes notables están depositados en las naves centrales, pero en nuestro caso y a favor de nuestra inveterada originalidad, nunca exenta de sospecha y en este caso abonada por la condición de masón del héroe en cuestión, el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Federico Aneiros, propuso levantar el mausoleo al héroe nacional en una capilla dedicada a Nuestra Señora de la Paz que debería construirse en uno de los laterales de la Catedral. Así se hizo y el 25 de febrero de 1878, el día en que se cumplía el centenario del nacimiento de San Martín, se ponía la piedra fundamental del monumento funerario.

El 16 de septiembre de 1878 la Comisión Central de Homenaje al general San Martín aprobó la maqueta y el presupuesto de 100.000 francos, unos 10.000 pesos de entonces, presentados por el artista francés Carrier Belleuse para la construcción del mausoleo que debía erigirse en la Capilla de la Catedral en honor a San Martín. Se le puso como plazo máximo de entrega el 10 de marzo de 1880.

Finalmente y tras treinta años de espera, el 21 de abril de 1880, desde el puerto de El Havre, partían a bordo de la nave de la Armada Argentina Villarino los restos del Libertador. Habían sido exhumados del cementerio de Brunoy unos días antes y trasladados en un tren especialmente acondicionado por el gobierno francés, que dispuso además que una comitiva de autoridades civiles y militares y el regimiento número 119 de infantería tributara los honores correspondientes a un jefe de Estado.

Los restos llegaron a Buenos Aires el 28 de mayo de ese año. El gobierno decretó feriado nacional y organizó unas imponentes exequias públicas comandadas por el presidente Nicolás Avellaneda y el ex presidente Sarmiento. Fueron depositados en el Mausoleo de la entrada de la Catedral de Buenos Aires, inclinados y de pie, porque se había calculado mal el tamaño del féretro.

Los unitarios y sus herederos en la historiografía y la política argentinas nunca le perdonaron que hubiese defendido los intereses nacionales por sobre las banderías, que hubiese rechazado combatir contra los federales y que, “para colmo”, le hubiera legado su sable a Rosas.

Aquel “mejor no hablar de ciertas cosas” que proponía Valentín Alsina, se convertiría en la actitud por mucho tiempo con relación a José de San Martín. Se trató de convertirlo en una estatua de bronce, con un papel central en el “panteón de próceres” de la nacionalidad en formación. Ya en 1858, Bartolomé Mitre inició la construcción de la figura mítica, con la inclusión de una reseña biográfica en su Galería de celebridades argentinas. Al año siguiente, la Municipalidad de Buenos Aires aprobó su monumento, erigido en 1862 y que fue la primera estatua ecuestre en un paseo porteño.

Luego vendría el Bosquejo biográfico del General San Martín, de Juan María Gutiérrez, en 1868, y finalmente la obra clásica del propio Mitre, que tras una primera versión como folletín del diario La Nación en 1875, se convertiría, corregida y ampliada, en la Historia de San Martín y la emancipación sudamericana, a partir de 1887.

En esa construcción de una “figura señera” se buscó quitar todo lo que tuviera de polémico o de “incorrecto” para los detentadores del poder. Así, se lo proclamó el “Gran Capitán de los Andes”, como el hábil estratega que sin dudas era, pero se citaron mucho menos sus frases contundentes sobre el papel que los militares debían cumplir en la sociedad, y al servicio de qué fines. Se lo tituló “Padre de la Patria” –una expresión que no le hubiera gustado, teniendo en cuenta que era como se hacían llamar los más despóticos emperadores romanos–, sin indicar que en defensa de esa Patria siempre estaba dispuesto a denunciar a quienes la traicionaban. En definitiva, se buscó negar lo que San Martín había sido en vida: un político decidido por una causa, que le hacía decir frases como esta: “En el último rincón de la tierra en que me halle estaré pronto a luchar por la libertad”.

 

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