Estoy acá porque el país cambió

531681844ae60_538x355El padre de Ida fue secuestrado por la dictadura. Médica, hoy ella comparte con militares de la democracia la misión de los Cascos Azules en Haití.

Bocinazos, aceleradas y frenadas; conversaciones, risas y gritos. Es el aquelarre diario de las calles de Puerto Príncipe, la capital de Haití. El bullicio trepa por la tapia, se escabulle entre las rendijas del portón y se introduce en el hospital móvil que los Cascos Azules argentinos tienen montado en esa ciudad desde hace diez años. Entre los militares que corren de un lado para el otro ajustando los detalles ante la inminente visita del ministro de Defensa, Agustín Rossi, hay también una civil. Es médica, cordobesa, y su vida una vez más se cruza con los militares, aunque en esta oportunidad de manera diferente a la que vivió en la terrible y violenta Argentina de los años setenta. En aquellos tiempos, Ida Patricia González sufrió la desaparición y el posterior encarcelamiento de su padre a manos de la dictadura cívico-militar. «Estoy acá porque mi país cambió. No hubiera podido hacerlo a no ser por la política de Derechos Humanos que llevaron adelante los Kirchner», dice, y devela la razón de su presencia en Haití.

La historia de esta médica ginecóloga, que llegó hace dos años a trabajar en el hospital móvil argentino de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH), comenzó en mayo de 1977, cuando una patota secuestró a su padre y abogado de presos políticos, Héctor González. Fruto de la desesperada búsqueda y la ayuda de algunos amigos, supieron que estaba detenido en La Perla, el principal campo de detención de Córdoba. Quiso la suerte y las gestiones que realizaron que fuera puesto a disposición del Poder Ejecutivo: y ahí comenzó el padre de Ida un largo recorrido por las cárceles argentinas, hasta que consiguió la tan ansiada libertad en 1981. Aquella etapa quedó marcada a fuego en la memoria de la ahora médica González y, como reconoce, jamás se le hubiese pasado por la cabeza trabajar junto a militares si no fuera por el cambio que vivió la Argentina a partir de 2003.
«Los juicios por violaciones a los Derechos Humanos que promovieron los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner me permitieron hacer realidad mi vocación y cumplirla en Haití. Puedo desarrollarla porque ahora no hay militares que cometieron delitos de lesa humanidad. Esos están siendo juzgados, y eso me da mucha tranquilidad», afirma. Aclara también que se sumó a la MINUSTAH porque es una misión de paz y mientras existan y sea aceptada, continuará anotándose.
Ida reconoce que le costó contar su historia a sus compañeros militares, pero cuando el tema surgió en las sobremesas y mateadas, fue escuchada con respeto y el trato hacia ella nunca cambió. El uso del uniforme es todo un tema: «Cuando me lo puse por primera vez pensé: qué diría mi padre, pero sé que comprendería, porque todo ha cambiado», dice y sonríe.

Puertas afuera del hospital, la situación es diferente. A la inestabilidad política se sumaron un huracán y un terrible terremoto que dejaron a este país, el primero en independizarse en América Latina y el Caribe, inmerso en una dramática pobreza que, parece, está lejos de finalizar. Las veredas son largos e interminables mercados informales donde predominan las mujeres. Se las puede ver vendiendo, recolectando y transportando leña en el lomo de mulas y criando a sus hijos. Los niños, cuanto más pequeños, son los que sonríen y se animan a entablar contacto con el extranjero. Cuando van creciendo, la mirada se vuelve más torva, desconfiada y, sobre todo, cansada de ser objeto de observación de militares, integrantes de organizaciones no gubernamentales y periodistas.

Los hombres, desempleados en su inmensa mayoría, pasan el día sentados, en grupos y esperando con la mirada perdida. Desconfían de los blancos y rechazan a los que ellos llaman «los mulatos», que son los ricos, los dueños del país, y que apenas conforman el 1% de la población. Muy pocos de esos hombres negros y pobres aceptan hablar con los periodistas. En un complicado castellano, uno de ellos, de 33 años y cinco hijos, repite como una letanía: «No queremos comida, la conseguimos. No queremos agua, la tenemos. Yo nací para trabajar, todos los que estamos nacimos para trabajar, pero no hay trabajo.» Es Haití. «

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