EL SACUDÓN

 


 Por Eduardo Aliverti

La salud de la Presidenta conmovió repentina y dramáticamente a un escenario político que en los últimos días había registrado una notoria sequía de novedades o grandilocuencias. Tan así era que se activó el espacio para algunos episodios de relaciones externas.Aliverti

En las cuestiones de cabotaje, en efecto, fue bastante poco lo sobresalido. Hubo la admisión oficial de que el blanqueo de dólares fracasó, a estar por las declaraciones del jefe de la Afip, que luego fueron retrucadas por el viceministro Axel Kicillof. La lectura fue que “ganó” Guillermo Moreno, al prorrogarse por tres meses el período de presentación, en una jugada que más bien semeja a prolongar la agonía. Hubo la reunión del Consejo Nacional del PJ, que como era de esperar manifestó su apoyo irrestricto a la Presidenta –con Daniel Scioli a la cabeza–, aunque, salvo por las afirmaciones contundentes del senador Aníbal Fernández, prefirió eludir las críticas puntuales a Sergio Massa. Sugestivo. Y los más detallistas habrán reparado en que Mauricio Macri lanzó 40 proyectos de ley como paquete de fin de año, muchos de los cuales, y para variar, están ligados al usufructo privado de espacios públicos. El paquetazo, naturalmente, no fue juzgado como electoralista. Se interpretó que la movida es por el temor del macrismo a quedar con una Legislatura antagónica en el resto de su gestión (sería positivo que se pongan de acuerdo en la conveniencia o no de los cuerpos parlamentarios adversos al Ejecutivo: si se trata de frenar a los K son una contribución republicana, pero para gobernar la Ciudad parece que es mejor tener una escribanía legislativa). La carencia de sucesos relevantes en la actividad casera, de todas formas, no debe ser usada para minimizar las noticias que predominaron.

El conflicto con Uruguay por la pastera reapareció con una virulencia cuyas perspectivas de resolución son muy difíciles de acertar. El “hombre común” y el propio mundillo político y diplomático quedan absortos frente a la cantidad de datos contradictorios que unos y otros lanzan al ruedo. Y todo ello sin contar las chicanas de nivel tribunero que se dispensan entre ambas orillas. Si es por la información que revelaron las autoridades argentinas, pareciera haber una catástrofe ambiental en desarrollo o en ciernes. Si es por los argumentos uruguayos, nada más lejos de la realidad. Acerca de lo primero, cae por su propio peso la pregunta de por qué se da a conocer recién ahora la documentación que probaría el efecto gravemente contaminante de Botnia. Argentina contesta que el acuerdo consistía en notificar, únicamente, de manera bilateral, y que se siente relevada de ese compromiso frente a la violación uruguaya del convenio. Los vecinos retrucan que no hay violación alguna; el amigo Mujica se pone de la cabeza; admite que tomó la medida de autorizar el incremento de la producción celulósica en una instancia políticamente incorrecta, siendo que Argentina está en proceso electoral. Y por estos pagos, sin mayor rigurosidad informativa en torno de la data que pudiera ser real, el periodismo opositor se dedica a abonar la hipótesis de un aprovechamiento político kirchnerista para levantar cortinas de humo. Valdría arriesgar que el fondo de la materia pasa por las dificultades a corregir en el proceso de integración regional. Hace más de 30 años que en Uruguay es política de Estado plantar árboles con el fin de producir explotación maderera, junto con la agropecuaria y el turismo como ejes de su desarrollo o sobrevivencia. Pero es cierto que los países líderes de la región, Brasil y Argentina, han ejercido un doble comando que ninguneó a las economías más pequeñas, las dejó sin otra chance que su individualismo productivo, deshilvanó el Mercosur en provecho de las transnacionales. Los grandotes del barrio tienen así una alta cuota de responsabilidad en los aprietos de esta naturaleza, y ahora habrá que ver cómo se sale de éste. Mientras tanto, el tema sirve para secundarizar otro que adquiere mayor relevancia todavía si se trata de sacar conclusiones sobre estrategias de Estado y estatura dirigente.

Thomas Griesa, el juez de un distrito de Nueva York que ya ni siquiera se ocupa de disimular su inquina contra el gobierno argentino, lanzó una resolución –la tercera en siete días– para advertir que nuestro país no puede modificar el domicilio de pago de los bonos canjeados durante la gestión de Kirchner. Dicho de otro modo, se permitió avisar o ratificar que los pagos de Argentina al 93 por ciento de sus acreedores, que entraron al canje, pueden ser embargados. Una fragata Libertad financiera, digamos. La amenaza del juez buitre está seguramente en sintonía con lo esperable de la Corte Suprema de los Estados Unidos, de nueve miembros, y presidida por un republicano nombrado por los Bush, quienes también se encargaron de avalar a otros tres. Hay un par que vienen de Ronald Reagan, uno de Bill Clinton y apenas dos de la administración actual. Por si poco fuera, está fresca la actitud de Obama en la reciente cumbre del G-20, en San Petersburgo, donde impugnó una declaración condenatoria contra los buitres y hasta se opuso a aceptar el debate. Sobre la vereda de enfrente, cabe recordar además que Paul Singer, titular del fondo buitre ya ganador en las dos primeras instancias, es uno de los principales financistas del Partido Republicano. Singer dirige el NML-Elliot Capital Management; controlador, a su vez, de NML Capital, el fondo que logró confiscar a la fragata en Ghana. Podría afirmarse, entonces, que Argentina está sola de toda soledad frente a la presión de tamaños filibusteros. Respecto de las deudas soberanas hay registrados casi 30 ataques de fondos buitre, que les dieron el resultado de cobrar alrededor de mil millones de dólares. La mención de la cifra es adecuada, porque sirve para mensurar que sólo lo reclamado al gobierno argentino (U$S 1330 millones) está apenas por encima de lo que lograron cobrar hasta ahora en el mundo entero.

Lo más patéticamente reforzado, sin embargo, es la predisposición del conjunto opositor local a valerse de esta andanada de la Justicia estadounidense para provocar heridas electorales. Entre los dirigentes y candidatos propiamente dichos reina desde el primer momento un silencio de radio elocuente: no sea cosa de quedar pegados a la defensa del Gobierno aunque esté de por medio la necesidad de respaldar una gesta de soberanía institucional que, cuando se adoptó y con sus matices, respaldaron prácticamente todos. El default argentino fue el más grande de la historia. Pero también tuvo ese volumen la quita obtenida en las obligaciones de pago externas durante el mandato de Néstor Kirchner cuando, para tantos desmemoriados, lo acompañaba como ministro de Economía el mismo Roberto Lavagna que ahora se refugia entre las huestes de Massa y dice que la Argentina se parece a la Unión Soviética. Sólo la izquierda radicalizada marcó e insiste en que basta arreglar con un pagadiós contra aceptadores y litigantes porque –qué más da– la conciencia de las masas anda en punto de caramelo y ya se está al borde de tomar La Bastilla y el Palacio de Invierno. Lo ostentoso, empero, es el entusiasmo de los voceros mediáticos de la derecha corporativa. Los fallos de Griesa son el vehículo para que expresen la ejemplaridad de que estamos aislados del mundo; de que deberíamos ser como ese Chile que no le trae problemas a nadie, por más que sus índices de desigualdad social sean apabullantes; de que somos la quintaesencia de la contradicción entre república y autoritarismo populista. Justamente ellos, que son la médula del apoyo a cuanta dictadura quiera recordarse. Hubo un editor, de esa prensa hegemonista, capaz de afirmar que esto nos pasa porque Cristina es una maleva que se va de boca. Vizcacha es una semillita en el cotejo con esos comentaristas del fin de ciclo, y están en todo su derecho de opinar o especular de tal forma.

Lo notable es soportar que vengan a hablarnos del ágora ateniense como modelo reproducible entre los prohombres de la argentinidad, que nos salvarán de la decadencia mientras la ley de medios sea declarada inconstitucional para proteger a los propios, dejen al campo tranquilo, los menores vayan presos y cuanto más menores mejor, la plata de los jubilados se quede en una cuenta congelada y la corrupción pueda desaparecer por arte de magia. 
Ese montaje de “facilidades” al alcance de la mano sufrió un brusco sacudón en la noche del sábado, cuando se dio a conocer el parte sobre la salud de Cristina. El ojímetro y el chequeo periodístico elemental determinaron en ese mismo momento, y durante toda la jornada de ayer, y en las redes sociales, y desde ya que en los editoriales dominicales, la percepción –por un lado– de casi el deleite de los personeros y grupos que militan en el odio. Ya se permitieron hablar de una Presidenta con reasunción dudosa, del corrupto que quedará al frente del Ejecutivo, de que es sospechable un movimiento K para victimizarse, del modo en que ocultan información. Se facultaron, incluso, para relacionar la “colección subdural crónica” con el diagnóstico de desorden mental que, tras las PASO, le fue dictaminado a la mandataria desde el saber periodístico. Pero, por otra parte, hay tantos, muchos, de quienes frente a circunstancias como ésta (re)toman nota del valor de una jefa de Estado que –al cabo de los debe y haber que se juzguen– continúa erigida como una figura imprescindible para sostener no ya un modelo o relato sino la gobernabilidad misma, con firmeza de carácter.

En otras palabras: yegua, kretina, autoritaria, chorra, bipolar; o sorda ante los consejos, solitaria, desconfiada, abrupta. Pero que no le pase nada.

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