Por Juan Forn
En el despacho de Lord Latimer, en el alto mando británico, durante la Segunda Guerra, había un cuadrito que decía: “Hay cuatro clases de oficiales: los inteligentes, los trabajadores, los vagos y los tontos. En la mayoría de los casos, las cualidades concurren de a dos. Los que son vagos y tontos conforman el 90 por ciento de la oficialidad.
En 1938, cuando el final de esos cinco años se acercaba, y fueron imprescindibles las mejores cabezas estratégicas del ejército para la etapa siguiente del plan, alguien en el alto mando logró que se le ofreciera al retirado Hammerstein la comandancia de los Sudetes. Hitler iba a sentarse en esos días en Munich con el inglés Chamberlain y el francés Daladier: o le permitían quedarse con los territorios ocupados hasta entonces o sería la guerra. Alguien en el alto mando sugirió que una aparición pública del Führer en el frente de los Sudetes sería un buen golpe de efecto. En realidad era una conspiración, planeada en el mayor de los secretos: Hammerstein arrestaría a Hitler en cuanto bajara del avión y los generales tomarían el poder y frenarían la guerra. Pero Hitler, a último momento, decidió no ir: Daladier y Chamberlain le habían firmado con pulso tembloroso todo lo que pedía, Europa había ganado un año de clemencia. Hasta el final de sus días lamentó Hitler no haber empezado la guerra en 1938. Hasta el final de sus días lamentó Hammerstein aquella última oportunidad perdida por Alemania para desactivar al demonio.
Desde que fue relevado de su puesto y pasado a retiro efectivo días después de la firma del Tratado de Munich, en 1938, hasta que murió de un infarto en 1943, Hammerstein vivió de espaldas al nazismo. Cada vez que lo tanteaban los conspiradores, él contestaba: “Si alguien matara a Hitler antes de que el último alemán vea el abismo en que hemos caído por culpa de él, lo beneficiaríamos, lo haríamos un mártir”. A Ruth von Mayerburg, la condesa que era espía de los soviéticos y después escribió unas memorias de título formidable (Sangre azul, bandera roja), le dijo, cuando ella lo acusó de desentenderse del mundo: “Hago lo único sensato que puede hacer un caballero. No soy un héroe, no me abro paso a codazos en la rueda de la historia como ustedes”. Estaban en una partida de caza a la que ella había logrado que fuera: Hammerstein ya no tenía coto propio, no tenía nada, no veía a nadie, a duras penas mantenía a su mujer y a sus siete hijos con la pensión que le daba el ejército, pero siguió indolente, desesperantemente fiel a su papel hasta el final (la condesa estaba allí para ofrecerle, en nombre del mariscal Voroshilov, asilo en la URSS, con coto de caza propio, si colaboraba en la estrategia del Ejército Rojo).
Los hijos de Hammerstein nunca oyeron a su padre hablar en la mesa, salvo cuando había visitas. Tampoco lograron que les preguntara nunca por sus maestros o sus compañeros. Hammerstein no hablaba con ellos; sólo les dedicaba de tanto en tanto brevísimas y fulminantes enseñanzas en forma de comentarios al pasar (“El miedo no es una visión del mundo”). Sin embargo, los dejó estudiar, los dejó ir en la dirección que querían ir: tres de sus hijas mujeres fueron comunistas, se casaron con judíos y trabajaron secretamente para el Komintern; dos de sus hijos varones participaron en la conspiración para matar a Hitler en 1944, uno de ellos logró salvarse porque el lugar donde iba a ocurrir el atentado era en la misma casa donde había tenido lugar aquella reunión de Hitler con los generales, cuando era la casa de los Hammerstein (el joven Ludwig logró escabullirse por los sótanos que había aprendido a conocer al milímetro durante su niñez en esa casa). Esa casa, que pertenecía al Ministerio de Defensa, fue convertida años más tarde en el Centro Conmemorativo de la Resistencia durante el Nazismo. El director de ese Centro, hasta hace muy poco, era Ludwig. El y todos sus hermanos sobrevivieron a la guerra. La madre también había sobrevivido. Sólo Hammerstein murió. Todos los hermanos, incluso la madre, a su particular manera, colaboraron en la resistencia contra Hitler, una vez que Hammerstein murió. En su gran libro sobre Hammerstein, Hans Magnus Enzensberger le pregunta a Ludwig si todos ellos actuaron así por su padre, o porque él no actuó. Ludwig lo mira con los mismos ojos insondables de su progenitor y le contesta: “En una familia como la nuestra, de esas cosas no se habla”.