QUERIDA NORMA


La gran actriz habla del año que pasó y del que acaba de llegar. Callas en Master Class, psicoanalista en la TV, futura directora de teatro; detrás de escena, nuestra mejor actriz habla de su vida en un año excepcional.

Por  Victoria Pérez Zabala Norma Aleandro

Por una ventana entra la brisa fresca que trae la lluvia y una débil resolana se refleja en sus ojos. Son dos ojos profundos y castaños que ahora se encienden ante la dulce aparición de unos bombones de chocolate amargo. Curiosos, alegres o tristes, dulces y melancólicos, esos ojos no tienen edad. Y brillan. Siempre brillan.

¿Por qué queremos tanto a Norma?
En el barrio de Belgrano su casa se destaca del resto de la cuadra. Se distingue a lo lejos un muro color rosa intenso, con verdes, ramas y flores, que crecen en un patio interior y se vuelcan hacia la calle. Instalada allí desde hace casi 30 años, la casa de Norma Aleandro se parece a su dueña. Abre la puerta Doris, su colaboradora de siempre, en jeans y remera celeste, con una sonrisa tímida. Doris, que es flaca, flaquísima, de pómulos marcados y ligeramente encorvada hacia adelante, indica el camino hacia Norma. «Es todo un desorden por los pintores», se disculpa la actriz más prestigiosa del cine y teatro argentinos, y señala un sofá estampado en el living con vista al jardín.

En su mano derecha aparece y desaparece un pañuelo de papel, que la acompaña mientras se recupera de una gripe. Cuando lo utiliza, lo hace ágilmente, de manera casi imperceptible; si es posible, elegante. «Así estoy», confirma con una ligera tos que no la priva de dedicar casi tres horas en realizar esta entrevista.

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Aunque busquemos, los gestos de los personajes que la convirtieron en actriz insignia no están. No asoma el tono altivo y mandón que tan bien le sienta cuando se pone en la piel de María Callas en Master Class ; no hay rastros de la caprichosa y esnob Beba que compuso para Cama adentro ; no se perciben la desmesura ni la histeria que despachó en sus criaturas de Agosto, condado de Osage y Largo viaje de un día hacia la noche .

La mujer que está grabada a fuego en el imaginario colectivo argentino junto a la película La historia oficial y el primer Oscar que supimos conseguir nació en 1936 en un hogar humilde, en la entonces no tan contaminada Avenida de Mayo al 400. En una buhardilla, en lo alto de una de esas construcciones de fines del siglo XIX, se oyeron los primeros llantos de Norma Aleandro. Criada por su abuela Pepita, ya que sus padres actores, Pedro Aleandro y María Luisa Robledo, salían en largas giras para mantener la economía familiar, tuvo una infancia dura. Junto a su hermana, la actriz María Vaner, vivían en ese punto justo donde no faltaba comida, pero había un solo guardapolvo y nada de vacaciones.

«No soy dura para nada, pero me ha tocado vivir muchas cosas difíciles y soy fuerte. Porque ésas o las pasás o te hundís.»
De su boca los recuerdos tristes de aquellos años brotan entre risas. Por ejemplo, la primera vez que pisó las tablas. Tenía sólo tres años y su abuela la llevó al teatro a ver a sus padres. Como estaba enferma la actriz de 11 años que trabajaba en la obra, encontraron en Normita una perfecta suplente. Ella rescata con nitidez casi increíble el vestido feo, las alpargatas sucias que le quedaban demasiado grandes y las trenzas que se le impusieron a sus queridos bucles. Unos minutos más tarde y arriba del escenario, empezaría lo que podría haberse convertido en un trauma. Encontró que sus padres se peleaban con palabras horrendas, que nunca había escuchado. Él la alzaba e intentaba tirarla por la ventana recortada de la escenografía pintada. Su madre, inmóvil, hacía de muerta tirada en el suelo. «No abrió ni un ojo; ni un guiño me hizo. Tan buena actriz era.» Norma, repetimos, de tres años, vivió toda la escena como real, entre lágrimas y chillidos, que la convirtieron en una actriz de éxito instantáneo. Allí escuchó por primera vez los aplausos desde aquel lugar negro y oscuro que luego conocería de memoria y le daría tantas alegrías: la platea.

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Por el jardín y por el living, por el patio delantero y la cocina, revolotea Eduardo Le Poole, su marido desde hace más de 40 años. Lleva jeans flojos. De pronto se acerca, se une a la charla.

Se enamoró de Norma «porque es linda, lindísima, y por su mirada tan preciosa. Y dos cosas más: con temperamento y nada maricona». Desde el sillón, ella deja escapar una risita ahogada y acota: «Él sabe que eso me gusta». De pronto, esos ojos que han conmovido a tantos, saltando fronteras y acumulando premios, son ojos enamorados.

En un cafetín gallego, bien barato, bien llanito, compartían un copetín después de las sesiones de terapia grupal donde se conocieron. Entre caracoles y callos a la madrileña, comenzó la amistad que después se convirtió en matrimonio. «Cuentan que Buda decía que hallar a la verdadera pareja era algo tan difícil como ir nadando por el océano y encontrar una pulsera que te calzara justo», reflexiona Norma. «No sé cómo sería yo sin esta persona que amo y me ama, con la que me llevo tan bien y me divierto tanto. No sería tan alegre como soy.»

«Norma es divertida
-halaga su compañero, que es médico psicoanalista, mientras se arrodilla y se abraza al respaldo de un sillón-. Tiene mucho humor, el humor que viene junto a la alegría de vivir, del lado optimista de las cosas. Esa broma que aliviana todo.»

En esta tarde de lluvia se percibe un clima donde la broma es parte de la vida.

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Norma Aleandro, actriz, entre otras cosas, de Mi querido mentiroso, Escenas de la vida conyugal y La señorita de Tacna , en teatro; El hijo de la novia, Sol de otoño y Cleopatra , en cine, dice: «Mi abuela fue el sostén de mi niñez. Aprendí muchas cosas de ella». Como Pepita moldeó el carácter de Norma, se gana un capítulo aparte.

En un hogar humilde y rústico de Arévalo, en el norte de la provincia española de Ávila, en el campo y con la desdichada ascendencia de familia de mujeres solas, creció Pepita. De muy jovencita se fue con su madre y su hermana a servir a Madrid. Primero fue niñera; luego, mucama. «Esto ella me lo contaba con mucho detalle. Tenía mucho orgullo de lo que había logrado». Pepita llegó a ser ayudante de cocina, y esto significaba trabajar en casas donde se cocinaba para mínimo 30 personas, más el servicio. Ella fue aprendiendo, en la cocina y en el mercado. De lo que ganaba, que era poco, una parte la gastaba para ir a estudiar con un cocinero chino famoso en su momento. Finalmente, llegó a cocinera y a trabajar para la nobleza.

«Tenía una mano de oro para cocinar. A los 30 años, en una de esas aristocráticas casas, ingresó a la biblioteca y sola aprendió a leer y a escribir.»
Fue a través de su abuela que Aleandro se acercó al mundo literario. «Con ella pude desde entender el Quijote hasta aprender a disfrutar de las cosas simples de la vida. Cada vez que me sentía triste, escribía poesía. Es muy terapéutico». Cuenta que lo necesitó mucho.

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-¿Usted quiere ser actriz?

-Sí.

-No sirve

Con esas dos palabras, una profesora francesa pulverizó, aunque, como sabemos hoy, no por completo, sus ganas de vivir a los 13 años, granitos en la cara y una timidez extrema. Tanto que durante varios años iba hasta el río con el firme propósito de terminar con su vida. Siempre volvía, siempre intacta. «Me suicido, no me suicido, era un poco la cosa. Durante dos años y medio, tuve anorexia, que en ese momento no se llamaba así. Esto lo empecé a contar hace poco, para que los alumnos no se dejen atropellar por los profesores que hacen este tipo de maldades. Lo llevé siempre como un estigma. Durante mucho tiempo, sentí que estaba ocupando un lugar que no me correspondía. Mirá qué daño hizo», se lamenta, mientras uno de sus tres perros, un ovejero alemán mojado, la mira desde el jardín con el hocico pegado a la ventana.

Iba a la iglesia a rezar. Pensaba que debía haber algo que ella pudiera hacer. Al poco tiempo, le ofrecieron un rol protagónico en El hospital de los locos , un auto sacramental complejísimo de José de Valdivielso, autor del siglo de oro español. A partir de ahí, comenzó a tener un trabajo después de otro. Siempre la llamaban por el anterior. Y la herida fue sanando.

«Me metí conmigo misma y ése fue el trabajo de toda mi vida. Hay autores que a mí me han ayudado a vivir»,
dice, y pasea de memoria por los grandes títulos, las plumas más talentosas. Habla de Guy de Maupassant, Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce, Lovecraft, como si fuesen viejos amigos. La lista sigue con aquellos que le han cambiado la mirada. Como Marosa Di Giorgio. Nombra a Lugones, destaca los cuentos de Borges y admira la genialidad de Felisberto Hernández. Ávida lectora, puede seguir toda la tarde evocando sus páginas predilectas.

«A los 20 años me enfermé de tuberculosis, y ¿qué te creés que leía mientras estaba en cama?».
Su madre no lo podía creer. Enfrascada en La montaña mágica, de Thomas Mann, pasaba sus días leyendo sobre un hospital donde los enfermos, justamente, morían de tuberculosis. Sólo una actriz inmensa puede lograr que al contar anécdotas que bordean lo trágico el oyente se deshaga en risas. Ella puede manejar a su antojo las emociones y lo que éstas generan en el espectador: lágrimas o carcajadas.

«Norma es una gran contadora de chistes, si no la mejor»,
destaca su único hijo, Oscar, fruto de su primer matrimonio, con Oscar Ferrigno. «Solo Alcón [Alfredo] puede hacerle sombra», asegura.

El secreto está en sus silencios justos, intencionados; en la entonación, modulación; en el ritmo con que desfilan sus relatos. En la mirada pícara (otra vez sus ojos) que corona la frase más desopilante.

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Doris reaparece detrás de una bandeja surtida con galletitas caseras y café, que apoya en el único lugar donde no hay libros desparramados. En cada rincón, hay uno suelto y se ofrece el nombre de algún autor. En la casa de Norma, que a los ocho años ya había leído a Shakespeare, hay tres bibliotecas, pero éstas no alcanzan.

Ofrece café, leche para el café, azúcar; también las galletitas que preparó Doris. «¿Estás cómoda en el sillón? ¿Tenés calor?». Con ojos inquietos, atenta, no pierde detalle.

«¿Qué fue lo que te dijeron cuando pusieron la bomba en casa?»,
pregunta la actriz.

«Muerta, que la próxima vez ella sería la muerta», rememora Doris con la vista clavada en el grabador. El 22 de junio de 1976, Doris atendió el teléfono cuando llamaron para amenazar de muerte a Norma Aleandro. Anotó en un papel el mensaje: le daban 24 horas para irse del país.

«Fue por decir que había listas negras, por hablar de Isabel Perón, de López Rega, de las listas de la Triple A», recuerda la actriz, que cada tanto se abulta el pelo de ese color indefinido.

Primero fue una bomba de gases lacrimógenos en el teatro donde estaba haciendo Sobre el amor y otros cuentos sobre el amor . Cuando llegó a su casa, su marido le dio un Valium para que se relajara. A las 3 de la mañana, vibró el edificio por una bomba que explotó en la planta baja. Otra bomba. Luego, sonó el teléfono y atendió Doris.

«Vinieron los de la brigada de explosivos a casa, que me dieron más miedo que nadie. Nos fuimos a lo de mi madre, con Oscarcito, y después a Uruguay. No tenía el pasaporte al día para irnos a España. Nos prestaron una casa en un bosque. Eduardo tenía que volver a la Argentina para trabajar con sus pacientes, porque de qué íbamos a vivir.»

El 23 de junio de 1976 tuvo que dejar el país y tardó un año y medio en poder viajar a España. «Esta loca se quedó», dice Norma, y le estira la mano a Doris, que la escucha en silencio. A los dos meses, Doris volvió a la casa donde habían plantado la bomba. «Cuando Oscarcito y el doctor regresaron», completa y se despide. Se oyen los pasos de Doris hacia la puerta. «Oro puro», susurra Norma. «Mi hermana, mi hija, todo lo que se te ocurra.»

La amarga despedida y su exilio de cinco años fueron tan dramáticos como su regreso a la Argentina. Para una vuelta triunfal a su país natal, Norma se preparó en España. Debía aprender lo que entonces parecía imposible: pasar en cuestión de segundos de anciana a joven y de joven a anciana sin que se notara el esfuerzo. Para su rol en La señorita de Tacna , de Vargas Llosa, sólo se valió de una pañoleta para convencer de esta mágica transformación. «Quería hacer algo violento. Pensé en las artes marciales porque hacen cosas que parecen imposibles, donde se ve la magia pero no el esfuerzo, que es lo que tiene que suceder en el teatro siempre. Me anoté en una escuela de karate. Era la única mujer grande al lado de chiquilines. Me dieron el cinturón amarillo a los dos meses. Cuando estaba por pasar a puntas verdes regresé a la Argentina para comenzar a ensayar.»

En mayo de 1981, en el teatro Blanca Podestá, se estrenó La señorita de Tacna . Antes de que empezara la obra, durante 15 minutos y de pie, el público argentino le dio la bienvenida. «Y apenas se levantó el telón. Fue hermoso. Un éxito loco de dos años y medio.»

Ya es casi de noche y Eduardo nos ofrece un paraguas porque afuera está lloviendo a cántaros. Norma se aleja y regresa con un libro que regala y dedica a esta cronista, una desconocida que entró en su casa llena de preguntas y se retira sonriente llena de vida, de su vida.

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Segundo encuentro. «Vamos a ver a Valeria», sugiere Norma, refiriéndose a Bertuccelli. La Revista la acompaña al cine. Faltan cinco minutos para el comienzo de la comedia Ni un hombre más y esperamos en la puerta del complejo a la actriz que se codeó con otras grandes estrellas, como Anthony Hopkins o Liv Ullman, y que alzó tantos premios, entre ellos, la Palma de Oro de Cannes.

Pasa una señora con pollera larga de leopardo. No, no es ella. Sobre la vereda, muy cerca de la entrada, hay un puesto de flores bien surtido. Hay rosas rojas, jazmines y astromelias, que el vendedor de gorra azul ordena con cuidado. A pocos metros, se abre la puerta de un auto gris y ahí está. En blanco y negro, camisa de corte impecable, una delicada capa y pantalones sin una arruga. Con lentes oscuros y sonrisa luminosa, se acerca a la entrada ágilmente y se detiene en el quiosco antes de entrar en la sala.

Le dice no al pochoclo que le ofrece el vendedor y sí al autógrafo que le pide. Compra un agua mineral y un vasito, porque ella la toma en vaso. Una vez adentro y ya instaladas en una sala casi vacía, un hombre de tupida barba canosa la reconoce: «Es un honor. Cuando le diga a mi mujer que la vi, no me va a creer».

Los enamorados de Norma. El elenco de Master Class, en la platea del Maipo, y el equipo de Escenas de la vida conyugal, que subirá a escena en mayo.

Mientras se ilumina la pantalla grande, pero con publicidades, Norma comenta que fue a ver la última de James Bond y que le faltaba glamour. Se sirve un poco más de agua mineral y sostiene su vaso con uñas rojas perfectas. Su perfume de butaca a butaca es perceptible, pero no apabullante.

Cuando en una publicidad aparece Eleonora Cassano, cuenta: «En casa yo bailaba todo el tiempo. Bailaba cualquier cosa. Para una prueba del Teatro Colón quedé entre más de mil y pico de chicas, pero mi padre no me dejó. Ahora pienso que fue una suerte, porque la actuación es una profesión más generosa, que se puede seguir durante más tiempo».

Luego, desfilan un par de anticipos de cine nacional y opina: «Hay tanto talento en la Argentina. Hay tan buenos directores y tan distintos». Defiende sobre todo el trabajo de Pablo Trapero y su film Elefante blanco , y pregunta qué nos pareció Un cuento chino , pero la sala se oscurece y Norma enmudece en el acto. Se ríe bajo, al principio; se ríe más fuerte, después; se ríe toda la película. «Qué graciosa es», dice sobre Bertuccelli, y también distingue con carcajadas a Martín Piroyanski. «Se toma el humor muy en serio.»

El rito de ir al cine es un escape, y lo hace muy seguido. Siempre que puede recorre las cuadras que la separan de la sala junto a Eduardito; si es día lindo, van y vuelven caminando. Por eso, la saludan las chicas que atienden en la heladería del complejo, la recibe, y con un beso, el de la librería a quien ya le tiene hecho un pedido. Ella recibe montones de películas que le envían por ser miembro permanente de la Academy of Motion Pictures, que entrega los Oscar, luego de haber sido nominada en 1987 como mejor actriz de reparto en Gaby: una historia personal . «Recibo muchísimas, pero prefiero verlas en el cine.»

De sus más de 40 películas filmadas atesora miles de anécdotas, pero hay una que se destaca por tratarse del primer film argentino en haber sido distinguido con el Oscar. «He visto el otro día un pedazo de La historia oficial. Sigue siendo buena. Tuvo la inteligencia de no tomar el lado de las víctimas, donde siempre se da como una moralina, ¿no? Cuando Puenzo [Luis] me la vino a ofrecer, todavía no estaba Alfonsín en el poder. Se hablaba de que íbamos a tener democracia, eso sí. Me trajo el libreto definitivo, los reuní a Oscar y a Eduardo, y lo hablamos. Terminé haciéndola como un deber de ciudadana». Filmaban en la casa de Puenzo, en Vicente López. El cuarto de Héctor Alterio y Norma que aparece en la película era el del director. El cuarto de Lucía Puenzo, que entonces era chiquita, era el designado para maquillaje y vestuario. «Las escenas en las que estoy recorriendo la Plaza de Mayo para encontrar a esa abuela y mi recorrido hacia la policía los hicimos durante el final del gobierno militar. No disfruté ni una hora de ese trabajo».

Se estrenó el día que empezó a aparecer en los diarios el Juicio a las Juntas. No fue un gran éxito en ese momento. «La gente no tenía ganas de ir a ver al cine algo que ya leía en los diarios con los pelos de punta».

El resto de los recuerdos salen de su boca con una amplia sonrisa. «El día de la premiación en Cannes, cuando me nombraron a mí, no lo podía creer. Habíamos pasado tanto miedo. Fue la otra cara de la moneda. Después vinieron Toronto, Cartagena, los festivales. Nos dieron el Globo de Oro y, luego, el Oscar. Yo flotaba de alegría.»

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Cuando se mira al espejo, Norma ve a la chica que alguna vez fue. No es que se sienta jovencita, pero sabe que ahí está. «Eso me alegra mucho. Es cierto que hay edades que no se corresponden con lo que uno siente. No me siento vieja, no solo porque no me duele nada. Hay días que puedo tener sentimientos más sombríos. Los tenía a los 5, a los 17, a los 30, pero no soy una persona que se quede en la depresión.»

Cuando está sola y nadie la ve, medita bailando. Es una técnica propia que fue armando para entrenar, además de yoga. «El actor siempre tiene que encontrar su propio método». De pronto, la actriz que se hizo ambidiestra con las manos y con las piernas para trabajar armónicamente en el escenario, se incorpora ágilmente y nos enseña cómo se planta un actor en escena y cómo el miedo se hace visible en una postura.La lección se completa cuando recita una de sus líneas en Master Class como la Callas: «Hay algo que no se enseña ni se aprende:el genio. Un regalo que Dios nos da por todo lo que nos quita.»

«No creo que sea así. No creo en un Dios maldito que te da un don, pero te quita todo el resto. Tampoco creo que la creación tenga que ser tortuosa, que tenga que venir con el sufrimiento. No creo que un árbol esté triste porque está dando flores.»

Y, luego, la inevitable pregunta por el paso del tiempo que a esta actriz le suma más que le quita. «Es una suerte que los años vienen de a uno. Te da bastante tiempo para irte acostumbrando a tener uno más», medita Norma en esta época de balances, donde el año que comienza se palpita en cada esquina.

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Entre sus planes para 2013, dirigirá en teatro Escenas de la vida conyugal , que años atrás protagonizó junto a Alfredo Alcón. Esta vez dirigirá a Ricardo Darín y a Valeria Bertuccelli, que debutarán en mayo. También volverá a la televisión como la psicóloga que supervisa a Diego Peretti en la segunda temporada de En terapia y seguirá de gira con Master class, que la llevará en enero a Mar del Plata y a Punta del Este hasta culminar en España.

«Labura como si tuviera 30. Conozco poca gente con la capacidad de laburo de mi mamá. Desde los trece años no para»,
asegura su hijo, Oscarcito, que sigue sus pasos en el oficio de actor. Está esperándola; llega en un ratito para ver a sus dos nietos, uno de 8 años, otro de 25. «Es una madre y una abuela muy presente», valora.

Ella renunció a Hollywood y a Europa para estar cerca de la familia; les regala libros y siempre está a disposición; cosecha elogios que no vienen solo de boca de parientes.

Dicen por ahí que esta inmensa actriz conserva intacta el alma de la niña que alguna vez fue. Según Mercedes Morán, su compañera de escenario en Agosto, «trabajar con ella fue más importante que ganar un premio importante. La amé en el escenario porque con sólo mirarme me convertía en su hija. Agosto me permitió acercarme, disfrutarla, admirarla, aprender y conocer a la niña que conserva intacta, como sólo las grandes saben hacerlo».

También dicen que a esta señora del arte le gustan los excesos. «Ella es tan permisiva como yo. Nos gustan los excesos», asegura Lino Patalano, que la considera una hermana.

Al pedir una opinión sobre Norma todos sus colegas quieren hablar y, a la vez, a todos les cuesta. De tantas caras, tan rica en virtudes, tan querida y respetada, tan imponente y tan humana, es casi imposible definirla.

Alfredo Alcón quisiera ser poeta para poder reunir las palabras que la describan. «Me quedo tonto con las palabras. Ella es de todas las maneras posibles como amiga, como actriz. Es una aventura conocerla. Su intensidad, su sutileza, su inteligencia», enumera quien fue su pareja y, ahora, un gran amigo.

A Ricardo Darín le sucede lo mismo. Si hasta pide perdón por balbucear. «Es muy difícil hablar de ella. Es un privilegio que tenemos. Su energía, su sentido del humor. Es muy precisa trabajando. Tan inteligente, tan observadora. La pieza encaja en el lugar donde va cuando ella aparece». El consagrado actor, que la tuvo de madre en El hijo de la novia y enseguida la conocerá como directora, confiesa: «Todos estamos enamorados de Norma».

Fuente y más información: www.lanacion.com.ar

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