IGLESIA Y ESTADO: EL LAICISMO QUE NO FUE

Los títulos de esta nota aspiran a plantear la cuestión conforme a los ejes trazados por la licenciada en Letras y periodista argentina Marta Vassallo, para quien “el logro de un Estado laico fue un objetivo de la dirigencia política argentina en el origen de la organización nacional”.

Vasallo es parte del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, con sede en las instalaciones recuperadas de lo que fue la Escuela de Mecánica de la Armada, en Buenos Aires, uno de los centros clandestinos de detención más activos durante la dictadura de 1976-1983. Entre sus investigaciones se encuentra el libro Eclipse parcial, publicado en 1999 y En nombre de la vida, editado por el colectivo Católicas por el Derecho a Decidir. Además está pronto a publicar un libro de ensayos titulado La terrible esperanza.

Vassallo expuso sus tesis acerca de este tema en la Universidad Nacional de Cuyo y recordó que doscientos años atrás, los grandes protagonistas de las ideas políticas nacionales pensaron un Estado que no estuviese signado por los destinos divinos, sino exclusivamente por la racionalidad que se erigía al calor de la modernidad. Impulsaron un proyecto de país de acuerdo a “los modelos de la Revolución francesa y la independencia norteamericana, los que inspiraron los procesos de descolonización del continente”.

Pese a ese génesis nacional, durante el desarrollo del Estado, en estos dos siglos, asistimos a “un panorama contradictorio: una sociedad significativamente secularizada, pero que en muchos sentidos contribuyó al predominio de la Iglesia católica en la vida civil”. En la actualidad la Iglesia Católica argentina goza de diversos aportes del Estado, ya sea en forma de subsidios a sus instituciones educativas, salarios a los máximos dirigentes eclesiásticos, privilegios impositivos, e incluso cesiones inmobiliarias.

Algunos datos concretos: según la ley 21.950, el Estado le “paga una asignación mensual a arzobispos y obispos que equivale al 80 por ciento del ingreso de un juez nacional de primera instancia (alrededor de ocho mil pesos en 2008), y a los obispos auxiliares, se les paga un 70 por ciento”. Por lo dispuesto en la ley 22.950 “se beca a los seminaristas con una suma equivalente a la categoría diez de la administración pública y la ley 22.162 establece una asignación equivalente a la categoría 16 a los curas párrocos en zonas de frontera”. Existen también jubilaciones graciables, es decir, sin aportes previos, para ciertos curas.

Estas disposiciones legales tienen un común denominador: todas fueron sancionadas por la última dictadura cívico-militar argentina, régimen que encontró en la Iglesia la base moral de su legitimación.

Según datos que aportó Vassallo, en 2008, “el Estado gastó 18 millones de pesos, y en este monto no están incluidos ni los subsidios de las escuelas católicas, que son la mayoría de las privadas; ni las exenciones impositivas”. Sin embargo, remarcó que “no se debe atribuir sólo al marco legal la naturalización de los privilegios de los que goza la Iglesia Católica. La dirigencia política y social contribuye, abierta u oblicuamente, a sostener el rol de la Iglesia como árbitro de la situación nacional, como legitimador y referente moral y cultural”.

Para observar la actualidad de esta situación, no dejemos de admirarnos, por ejemplo, de “la persistencia del Tedeum en las fechas patrias, o la naturalidad con la que elementos de la iconografía católica decoran organismos oficiales: crucifijos y vírgenes en los tribunales, en la Casa Rosada, en escuelas públicas y hospitales”.

Vassallo afirmó también que aún se registran tratos públicos preferenciales para los jerarcas de la Iglesia, “como la obtención de pasaportes diplomáticos, lo cual es testimonio de una asimilación entre la identidad católica y la identidad nacional”.

La académica apunta que el origen de esa relación se encuentra en “la época de la Conquista y la colonización, cuando el bautismo, por ejemplo, era lo que convertía a una persona en miembro de la sociedad. El bautismo de los indígenas significaba que éstos pasaban a ser súbditos de la corona española”.

En las primeras décadas del el siglo XX, esa construcción identitaria se recicló y cobró nuevas manifestaciones. Esto se vivió en los años ‘30, con el golpe fascista encabezado por el general Uriburu. También aparece en los orígenes del peronismo, con la emergencia de la doctrina social de la Iglesia como dogma político.

Esa misma Iglesia fue la que una década después ayudó al derrocamiento de Juan Domingo Perón y a la instauración de un nuevo gobierno de facto, el de la autodenominada “revolución libertadora”.

Fue asimismo una pieza de complicidad civil con el genocida “proceso de reorganización nacional”, como los dictadores bautizaron al régimen iniciado en 1976. La Iglesia fue cómplice de asesinatos y desapariciones de miembros de su propia comunidad, tal es el caso de los obispos Angelelli y Ponce de León, o los curas palotinos, o las monjas francesas Leonnie Duquet y Alice Domon.

Después de 1983, con la recuperación del orden constitucional, se registraron disposiciones gubernamentales opuestas a los designios religiosos, como la ley de divorcio vincular durante el gobierno de Raúl Alfonsín. Pero durante la década del ‘90, con Carlos Menem en el gobierno, el Estado volvió a mantener una estrecha relación con el Vaticano.

En 2003 comenzó una etapa en la que el presidente Néstor Kirchner mostró un modelo de gestión estatal con menos espacio para el catolicismo.

Uno de los motivos de mayor resentimiento de la Iglesia con el nuevo gobierno fue su política en materia de derechos humanos y de castigo a los responsables del terrorismo de Estado.

Durante esa gestión, se constató un hecho inédito en la Justicia: un cura, Christian Von Wernich, fue condenado por su participación en las torturas sistemáticas de la dictadura.

Dice Vassallo al respecto que “de ese modo se confrontó la idea de ‘reconciliación nacional’ impulsada por la Iglesia”. También se exhibió ese registro en la discusión en torno a la despenalización del aborto, que fue promovida por el entonces ministro de salud Ginés González García –a quien el vicario castrense Basseotto sugirió atarle una piedra al cuello y arrojarlo al mar por su posición- y la jueza de la Corte Suprema de la Nación, Carmen Argibay.

Otros motivos de alejamiento entre Estado e Iglesia en los últimos años “fueron la eliminación de la obligatoriedad de ser católico para formar parte de las Fuerzas Armadas y la no penalización de la homosexualidad en el ámbito militar”, destacó Vasallo.

En esta nueva etapa, la Iglesia y la oposición política se han asimilado. Para legitimarse con las posiciones de la jerarquía católica llegó a la basílica de Luján una marcha de productores agrarios. Se realizó entonces una misa por el agro y sus demandas al Estado. Los empresarios del campo fueron recibidos por la Mesa de Enlace (agrupamiento de la principales patronales del agro que enfrentaron al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, por negarse a pagar cargas respecto de sus ganancias extraordinarias) y dirigentes opositores, como el derechista y lumpen empresario Francisco de Narváez, quien aprovechó la oportunidad para anotarse como presidenciable para 2011.

Por consonancia o por oposición, aunque siempre por acción, la Iglesia Católica ha tenido históricamente injerencia en el Estado argentino. ¿Como ha logrado mantener el espacio de poder que conquistó?

Aún en marcos de contradicción con algunos gobiernos, nunca resignó su proyecto de mantenerse como parte de las esferas de poder, y para ello ha contado con la connivencia, en mayor o menor grado, de las dirigencias políticas.

Eso ha sido así en nuestro país y en cada rincón del mundo en donde se ha asentado como “culto oficial”. Se trata de una institución de dos mil años, y durante ese largo tiempo ha encarnado conspiraciones, acciones directas de disciplinamiento social y hasta ha motivado violentos enfrentamientos.

Un Estado laico, en los términos estrictos de la cuestión, no se avizora en un futuro cercano. Pero en esta nueva etapa del poder en Argentina, que coincide con su Bicentenario, están planteadas las condiciones para que la Iglesia sea, una vez más, un actor del proyecto conservador que pretende modificar el actual tablero nacional.

¿Con qué objetivo? El más antiguo de sus fines: que la llamada moral “occidental y cristiana” mantenga su hegemonía sobre los designios políticos. Y algo más, que se vuelvan a desdibujar los límites entre Estado e Iglesia. Será función de la dirigencia política de este siglo XXI establecer si existe línea divisoria entre los ámbitos político y confesional, y en qué lugar situar a éste último.

Natalia Brite
APM

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