EL SURCO DE LA VIDA

 

Esas corrientes migratorias que llegaron desde distintos puntos cardinales del mundo, a principios del siglo XIX, trajeron consigo usos, costumbres, tradición y cultura, propios de sus lejanos y amados países; y las complementaron con aquellas que ya tenían los habitantes de los pueblos originarios y casi sin darse cuenta las fueron incorporando a las suyas, de tal manera que los que no conocen de estos temas, no pueden distinguir unas de otras.

Ocurre que aquellas personas que huyeron desesperados del terrible horror de las grandes guerras que segaban vidas humanas, que destruían las posesiones conseguidas tras largos años de tesoneros sacrificios; en el paso del tiempo solo significa un breve aletear de pestañas; terminando definitivamente con las ilusiones e ideales pergeñados por varias generaciones.

Eso decidió a varios habitantes de distintos países a decidirse a buscar nuevos rumbos hacia territorios agrestes, desconocidos, salvajes, pero donde existía la posibilidad de forjarse un futuro promisorio en poco tiempo, siempre que tuviera resistencia, y mucha voluntad de trabajo, a lo que sumaba una gran capacidad de paciencia para aceptar los avatares del destino.

Las caravanas de ilusiones, formadas por carretas tiradas por lentos bueyes, formaban largas filas que se internaron monte adentro, entre los gigantes verdes, abriéndose paso por el cerrado follaje, donde fueron descubriendo situaciones inesperadas, nuevas, desconocidas, desconcertantes, que en ocasiones exigieron el duro pago de cuotas de vidas de familiares que, al ser enterrados en la tierra roja, para que alcancen el descanso eterno, los ataron a los demás con lazos de amor, invisibles, pero que son más fuertes que ningún otro; — los lazos familiares.

 

 

 

 

 

 

 

 

La madre Naturaleza les canjeó el techo y el pan que les daría esta tierra, como componentes sustentables para la vida de todo el grupo, por la triste condición de que enterraran en el suelo a uno de los integrantes de la caravana y una tosca cruz de madera señaló el lugar donde el suelo rojo concretó el duro canje.

Cuantas penas y alegrías se vivieron en las abras del monte misionero; esos solitarios vergeles fueron los sitios donde GEA, supo devolver en frutos, las semillas que los bisoños campesinos supieron sembrar. Pronto el humo que salía del humilde tatacuá (horno de barro), informaba mediante una fina columna de humo – que expandía en todo el ámbito el exquisito aroma a pan fresco. Premio valioso a tanto esfuerzo, tarea fructífera para esa generación de personas amantes de la paz y seguidores de una vida reiniciada; ellos supieron dejar atrás el dolor de abandonar a muchos parientes a miles de kilómetros de distancia, pero sus heridas seguirían sangrando y abiertas durante muchas décadas, sumados al romántico recuerdo de su suelo natal.

Pasaron los años, llegaron nuevos hijos, unos fueron la alegría de ese hogar, otros desviaron el sendero y prefirieron tomar un atajo hacia una vida más fácil, por que no deseaban doblar la espalda sobre el surco como lo hicieron sus padres.

Al tiempo, aquel precario rancho inicial, cedió espacio a una casita de madera, cubierta con techo de tablitas, algo más confortable para la vida familiar. Cuando las cosas mejoraron, con el correr del tiempo, fueron capaces de enviar a sus hijos a estudiar a la Capital y esas pequeñas chacras de (25) veinticinco hectáreas, trabajadas con inteligencia, pudo producir trabajada con inteligencia, brindando a sus dueños el confort necesario, para llegar a la siguiente cosecha sin sobresaltos, ni privaciones.

En nuestra provincia es común ver apellidos de distintos orígenes; nativos, europeos, asiáticos, orientales y de otras latitudes, que conviven en los florecientes pueblos y ciudades de nuestro interior; hoy en su gran mayoría son nietos o bisnietos de aquellos primeros colonos inmigrantes. Esos descendientes son: docentes, comerciantes, periodistas, profesionales, industriales, transportistas, y todavía quedan algunos que continúan afirmando su futuro cultivando sus tierras. Todos se muestran muy orgullosos de su origen, y muchos hablan con mucha fluidez su lengua

 

 

 

 

 

 

 

 

 

materna.

La fiesta nacional del inmigrante, que se celebra durante la primera y segunda semana de septiembre en la ciudad de Oberá, permite a los turistas tomar contacto directo con costumbres y tradiciones, trajes típicos, comidas, lengua materna y música, de muchos pueblos de esta tierra. Allí en el centro mismo de la geografía misionera, conviven en paz y armonía, pueblos que en otras latitudes del orbe, están en lucha constante.

Esto es un resabio de la época de enormes penurias de la que fueron portadores, cuando llegaron para instalarse en este territorio.

Terminado el período de fiesta y alegría, sabemos que esta vida sigue siendo dura, pero el observador avezado podrá ver los nuevos surcos abiertos por la reja del arado, que son el claro anuncio que en la roja tierra misionera, pronto habrá nuevos frutos listos para ser cosechados.

 

Hasta la próxima vecinos.

 

COCO

Enlace permanente a este artículo: http://ellibertadorenlinea.com.ar/2009/11/17/el-surco-de-la-vida/