CÓMO PROVOCAR UNA CARNICERÍA INTERNACIONAL

El “huevo de la serpiente” que desencadena la Segunda Guerra Mundial no es, en rigor, el furor expansionista nazi. Visto en el transcurso del tiempo y desapasionadamente, los padres de la bestia son los países vencedores de la Primera Guerra: ellos le imponen a Alemania, la gran derrotada, el implacable Tratado de Versalles.

Y cuando se rompe el cascarón del huevo que despiadadamente ayudaron a incubar, termina el festín de los triunfadores. Así que, si se busca un responsable de lo que sucedió en 1939-1945, puede señalarse con dedo seguro a la implacable Triple Entente: Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia.

El tratado se firma el 28 de junio de 1919 en la Galería de los Espejos del magnífico Palacio de Versalles, a 14 kilómetros de París. Las tres figuras prominentes del encuentro son el presidente norteamericano Woodrow Wilson, el primer ministro británico David Lloyd George y el premier francés Georges Clemenceau. Rusia, que se ha retirado de la confrontación antes de que concluya y ya se ha declarado comunista, no es invitada. Alemania, que adopta un régimen republicano tras la disolución del Imperio al final del conflicto, es excluida de las conversaciones en el suntuoso salón construido durante el reinado de Luis XIV.

Fue en Versalles donde Francia reconoció en 1783 la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Allí en 1789 se convocó la Asamblea de los Estados Generales que desembocaría en la Revolución Francesa. Y también fue allí donde se originó la carnicería internacional más grande de la historia.

Esta afirmación se puede demostrar paso a paso. El Estado Mayor alemán solicita el armisticio sobre la base del programa de Woodrow Wilson, presentado en un mensaje al Senado de Estados Unidos el 21 de enero de 1917: un final “sin vencedores ni vencidos”. O sea: una paz-empate. El borrador del tratado sostiene: “La guerra no debe terminar con un acto de venganza. Ninguna nación, ningún pueblo, deben ser robados o castigados. Ninguna anexión, ninguna contribución, ninguna indemnización”. Esta honorable y generosa posibilidad determina que el ingenuo Estado Mayor alemán deponga las armas.

Poco más de dos años después, el lenguaje cambia. El 3 de marzo de 1919, Winston Churchill, primer Lord del Almirantazgo, propone ante la Cámara de los Comunes del Reino Unido: “Continuemos practicando el bloqueo por hambre con todo su rigor. Alemania está a punto de perecer de hambre. Dentro de muy pocos días estará en pleno colapso… Entonces será el momento de tratar con ella”.

Y lo que es peor, ahora el tratado incluye una cláusula que no es honorable ni generosa: “Las potencias aliadas declaran, y el gobierno alemán solemnemente admite, que la culpabilidad total en el desencadenamiento de la guerra incumbe a Alemania”.

Para asegurarse de que los perdedores no representarán nunca más un peligro bélico, los vencedores los obligan a disolver su Estado Mayor, reducir su ejército, desmantelar cuarteles y eliminar el reclutamiento militar. Les prohíben la fabricación de armas y suprimen la artillería pesada, la aviación militar y los submarinos. También disminuye la marina; la flota naval germana queda limitada a seis acorazados, seis cruceros y veinticuatro embarcaciones menores.

Sin embargo, un anexo secreto al artículo 433 permite que Alemania mantenga tropas en el Este, es decir, en la frontera con Rusia, donde la revolución soviética había derrocado al régimen zarista. Pero, como se verá, todo lo anterior no fue la única humillación inferida a Alemania.

Europa cambia de fisonomía

Francia recupera Alsacia-Lorena, perdidas durante la guerra franco-prusiana de 1870, con la inclusión de todos los puentes sobre el Rin. La orilla izquierda del río queda bajo ocupación anglo-francesa durante 15 años y los gastos de mantenimiento de las tropas aliadas invasoras corren a cargo de las casi vacías arcas alemanas.

Las minas del Sarre, donde el río del mismo nombre separa a Francia y Alemania, también pasan a ser propiedad francesa. En las regiones de Eupen y Malmédy se celebra un plebiscito que da la soberanía a Bélgica. Lo mismo sucede en los territorios en litigio de Schleswig-Holstein, perdidos por Dinamarca en la guerra de 1860.

También se reconocen las independencias de Austria, Checoslovaquia y Polonia, estados surgidos o revividos después de la derrota alemana. Alemania es obligada a renunciar a un sector de Pomerania en favor de Polonia, a una parte de Silesia en favor de Checoslovaquia y a grandes extensiones de las dos Prusias. Polonia se beneficia con un corredor que corta suelo alemán hasta el mar; su desembocadura, la ciudad de Dantzig, se convierte en ciudad libre incorporada al sistema aduanero polaco y bajo protección de la Sociedad de Naciones.

Resultado: Alemania pierde 90.000 kilómetros cuadrados de su propio suelo. Alrededor de once millones de sus habitantes quedan fuera de las fronteras originales, repartidos en países hostiles.

Y también pierde todas las posesiones coloniales, que son repartidas entre los vencedores. Camerún se divide entre Francia y Gran Bretaña. Además, los franceses se quedan con Togo y los ingleses se adueñan de Tanganyka (hoy Tanzania). La actual Namibia pasa a la Unión Sudafricana. Australia recibe una parte de Nueva Guinea. A Nueva Zelanda le toca Samoa. Las islas alemanas del Pacífico al norte del Ecuador, la región de Kiao-Chao y la península de Shantung, ambos territorios reclamados por China, pasan a manos japonesas.

Gran Bretaña aumenta su imperio con más de dos millones de kilómetros cuadrados de territorios. Francia incrementa sus posesiones con cerca de 485.000 kilómetros cuadrados al arrebatarle a Alemania las colonias de Camerún y Togo.

El ensañamiento con los caídos no termina ahí. En el aspecto económico se crea una Comisión de Reparaciones que debía determinar, antes del primero de mayo de 1921, el monto de la cantidad a pagar por Alemania en un plazo de 30 años. Pero antes de esa fecha, la nación vencida tenía que hacer un primer adelanto de 20 millones de marcos en oro o especies. En un plazo de diez años debía entregar 140 millones de toneladas de carbón a Francia, 80 toneladas a Bélgica y 77 a Italia. También tenía que suministrar a los aliados la mitad de sus existencias de productos químicos y colorantes. Además, queda obligado a entregar a Francia y a Bélgica 371.000 cabezas de ganado, de las que 141.000 eran vacas lecheras. En la miseria de la nueva república alemana de postguerra, esta imposición resulta casi genocida. El canciller de la República de Weimar la define como “asesinato organizado de niños”.

“El Tratado de Versalles es un dictado de odio”, dice José Stalin, que no es precisamente un santo.

Weimar: todos contra todos

Luego de que el 3 de octubre de 1918 comenzaran las negociaciones para el armisticio –más que negociaciones, un monólogo de los vencedores– estallan en toda Alemania revueltas de soldados desmovilizados y trabajadores. El emperador Guillermo II abdica el 9 de noviembre. Nadie levanta un dedo en defensa de la monarquía. El 11 se firma el armisticio. Cuando se conocen las duras condiciones del tratado, se decreta una semana de luto nacional, mientras se realizan furiosas manifestaciones de protesta.

El ejército y los nacionalistas se enfrentan a los revolucionarios de izquierda. La Liga Espartaquista, dirigida por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, intenta una insurrección en enero de 1919. Ambos líderes terminan asesinados.

En la ciudad de Weimar se convoca a una Asamblea Nacional –en la que sólo participan los partidos Social Demócrata, Democrático Alemán y Católico de Centro– de la que surge un nuevo gobierno. La Constitución de agosto de 1919 instaura una república federal y parlamentaria, pero con un presidente dotado de amplios poderes. El primer mandatario elegido es el socialdemócrata Friedrich Ebert. Los historiadores no se ponen de acuerdo acerca de si el nuevo régimen era de centroizquierda o centroderecha. Quizá haya representado a las dos tendencias, a través de lo que un dirigente nacionalista definió como “sistema demócrata liberal capitalista burgués”.

Así, el nuevo régimen surge de una peculiar alianza entre los socialdemócratas –que han abandonado los métodos revolucionarios– y los conservadores, que representan a la burguesía liberal. Ambas fuerzas se unen contra el comunismo obrero. Las nuevas autoridades son acusadas de traición por aceptar las duras condiciones del Tratado de Versalles. Weimar es una república sin republicanos.

El empobrecido pueblo alemán ve cómo el dinero se esfuma del país. Mientras la inflación se acelera a un ritmo vertiginoso, los legisladores se trenzan en estériles debates parlamentarios. La laboriosa clase media pierde todos sus ahorros. Cuando el gobierno solicita una moratoria al pago de su deuda, Francia, Bélgica e Italia responden ocupando con fuerzas militares la zona del Rin en enero de 1923.

Ese año, uno de cada cuatro ciudadanos no tiene trabajo. Hay hambre, proliferan las enfermedades, la gente se muere de frío en las calles. La castigada población pierde completamente la credibilidad en la democracia liberal capitalista. Entre 1919 y 1923 la crisis se profundiza. El descrédito del gobierno aumenta cada vez más. Los grandes capitalistas financieros impulsan una implacable especulación que agrava aún más la hiperinflación.

En los 14 años posteriores a la guerra, se suicidan 225.000 personas. Esto es 16.000 por año, 44 por día.

Cuando el presidente Ebert fallece, el mariscal de campo (retirado) Paul von Hindenburg, es elegido jefe de estado en 1925. Aunque su candidatura está avalada por la Constitución, el militar carece de vocación republicana. El tiro de gracia a la República de Weimar llega con el colapso económico mundial de 1929.

Los combatientes que han regresado del frente, luego de cuatro años de penurias en las trincheras, están furiosos y se les exacerba el nacionalismo. Entre ellos hay un ex cabo nacido en Austria, hijo de un modesto empleado de aduanas; se llama Adolfo Hitler. La indignación nacionalista se dirige, como consecuencia, contra la implacable alianza vencedora de la guerra y la propia –e ineficiente– República de Weimar.

A lo largo ese período, crece en la mayoría de los alemanes el rechazo a lo que consideran una farsa parlamentarista de la democracia liberal. Grandes sectores del pueblo desean un Estado fuerte y organizado. Además, desde la visión de los vencidos, el mundo se ha transformado en enemigo de la que fuera una gran nación. El internacionalismo es el verdugo de la patria famélica y en harapos. No hay cabida, por tanto, a ninguna idea diferente –capitalismo, comunismo, catolicismo, pacifismo– a las antiguas tradiciones germánicas. Estas aspiraciones son retomadas y exacerbadas por la naciente doctrina nacionalsocialista.

Simultáneamente, un último componente del pensamiento nazi se desarrolla bajo la república de Weimar: el antijudaísmo. Se considera a los judíos como un enemigo interno que mueve las palancas de la especulación financiera, la inflación y el empobrecimiento del pueblo.

El 21 de marzo de 1933, la República de Weimar desaparece y comienza el Tercer Reich.

“Parásitos de vacaciones permanentes”

En abril de 1919 se crea la Sociedad de las Naciones, con sede en Ginebra (Suiza). El principal objetivo de esta agrupación internacional, surgida del Tratado de Versalles y predecesora de la Organización de Naciones Unidas, es mantener la paz mundial.

Desde su inicio, la Sociedad de Naciones es la depositaria de todas las esperanzas. Se cree que, luego de transformar a Europa en un enorme cementerio, las grandes potencias han aprendido la lección y suplantarán los cañones por el arado, la sierra y el torno. Se producirán tuercas y tornillos en lugar de bombas y balas. Se construirían fábricas, no cuarteles. Poco antes, el escritor inglés Herbert George Wells había pronosticado: “Ésta, la mayor de todas las guerras, no es sólo otra guerra… ¡Es la última guerra!”.

En 1928 se firma el pacto Briand-Kellog, que lleva el nombre del ministro francés de Relaciones exteriores y del secretario de Estado norteamericano. Las cerca de 60 naciones signatarias del tratado se comprometen a renunciar a la guerra como recurso a la solución de las crisis. Sin embargo, la Sociedad de Naciones surge de los restos de un banquete desenfrenado en Versalles. La digestión es lenta y pesada; sus consecuencias, terribles. El pacto Briand-Kellog sólo deja en evidencia el pequeño detalle de que las guerras no se acaban por decreto.

En poco tiempo, la organización se muestra impotente para resolver las cuestiones internacionales. El presidente Wilson, quien había sido su principal impulsor, no ingresa a la liga de naciones. Alemania, que se había incorporado en 1926, se retira en 1933, cuando Adolfo Hitler asciende al poder. Italia y Japón también la abandonan. La Unión Soviética entra recién en 1934, quince años más tarde.

Algunas mentes más aguzadas ya preveían el futuro sombrío que se avecinaba. En 1925, diplomáticos europeos se habían reunido en Locarno (Suiza) para ratificar las decisiones del Tratado de Versalles. Stalin, que en esa época iniciaba su escalada para transformarse en el líder de la Unión Soviética, comenta acerca del encuentro: “Pensar que Alemania va a tolerar esa situación es confiar en milagros. (…) Locarno está preñada de una nueva guerra europea”.

En 1933, Oswald Spengler alerta en su libro Años decisivos:

“Esta paz, demasiada prolongada sobre un suelo convulso de excitación creciente, es una terrible herencia. Ningún estadista, ningún partido, apenas un solo pensador político se encuentra hoy lo bastante seguro para decir la verdad. Mienten todos (…) ¡Pero qué jefes y estadistas tenemos hoy en el mundo! Este optimismo cobarde y falto de honradez anuncia todos los meses la prosperity en cuanto un par de especuladores alcistas hacen subir pasajeramente las cotizaciones, el término de la desocupación forzosa en cuanto un centenar de obreros encuentra trabajo en algún lado y, sobre todo, el logro de la «inteligencia» entre los países a la menor decisión de la Sociedad de Naciones, enjambre de parásitos veraneantes en las orillas del lago de Ginebra”.

Cerca de un siglo más tarde, los sucesores de aquella inoperante Sociedad de Naciones veranean 365 días al año en Nueva York. Envían a funcionarios que no funcionan, mediadores que no intermedian y fuerzas pacificadoras de que no pacifican. Hacen turismo prácticamente en los cinco continentes y, al igual que su predecesora, no logran evitar ningún conflicto armado, ninguna masacre, ningún desplazamiento masivo de refugiados de guerra. La ONU nace con el mismo mal de su predecesora, como un club de triunfadores con la misión de imponer sanciones.

El odio de los vencidos

El Tratado de Versalles fue especialmente despiadado con Alemania. Francia intentaba humillarla y materializar un sentimiento revanchista que alimentaba desde 1870, cuando fue derrotada en la guerra franco-prusiana. El vengativo premier Georges Clemenceau sembró torbellinos humillantes; su país –y Europa– recogieron “la tempestad de acero”.

El Período de Entreguerras, como se conocerá posteriormente el intervalo de 20 años entre los dos conflictos mundiales, se caracteriza por la llamada “crisis de las democracias liberales”. Benito Mussolini y Adolfo Hitler se transforman en los líderes indiscutidos de Italia y Alemania, en parte porque supieron representar la retórica de un nacionalismo herido y humillado por las decisiones de Versalles.

Como Italia es el primer país en seguir esa tendencia (el Partido Fascista llegó al poder en 1922), la denominación de “fascismo” termina extendiéndose, por analogía, a los demás regímenes surgidos en Europa, porque tenían en común el hecho de ser contrarios a las democracias liberales y, por sobre todas las cosas, anticomunistas. Aunque en sus orígenes el fascismo contiene cierto sentimiento anticapitalista, especialmente contra el capital financiero, en la práctica termina estrechamente ligado al gran capital, del cual se transforma en un instrumento contra el avance de los comunistas, “el peligro rojo” que tenía aterrorizada a la burguesía.

El nacionalsocialismo es la versión alemana del fascismo. En 1923, un año después de que Mussolini asumiera como primer ministro y marchara sobre Roma al mando de sus “camisas negras”, Hitler intenta dar un golpe de Estado en Alemania. El golpe, conocido como el putsch de la cervecería, en Munich, fracasa y los principales líderes nazis son encarcelados.

En la prisión de Lansberg, Hitler escribe Mi lucha, en la cual expresa las ideas de la superioridad de la raza aria, señala como origen de todos los males a los judíos y manifiesta la necesidad de que la deshonrada Alemania conquiste el Lebensraum (espacio vital). El ex cabo sale de la cárcel convencido de la necesidad de llegar al poder por la vía constitucional. Al principio no tiene mucho éxito: en 1928, los nacionalsocialistas apenas logran 12 bancas en el Parlamento.

La oportunidad para que el nacionalsocialismo se fortalezca llega en 1929 con el crack de la Bolsa de Nueva York y la Gran Depresión. Los efectos de la crisis impactan violentamente en Alemania, ya bastante perjudicada. El colapso de la economía provoca un gran aumento del desempleo y empuja a miles de alemanes hacia la miseria, el hambre y la desesperación. El partido nacionalsocialista acrecienta su base de apoyo, pues sus postulados sensibilizan a la pequeña burguesía, empobrecida por la crisis, y a gran parte de los trabajadores y ex combatientes, quienes confían en la promesa de acabar con la desocupación.

El historiador norteamericano John Toland, ganador del premio Pulitzer, autor de una biografía de Hitler y varios trabajos sobre la Segunda Guerra, escribe en Los últimos cien días:

“La filosofía nazi, una fantasía distorsionada, era incomprensible para los ciudadanos de una democracia, pero no para los alemanes que habían visto a Hitler salvar a su tierra de una situación al borde de la revolución comunista, del desempleo y del hambre. Aunque relativamente pocos alemanes eran miembros del partido, nunca en la historia del mundo un hombre había hipnotizado tan completamente a tantos millones de seres. Hitler surgió de la nada para dominar completamente una gran nación, no sólo por la fuerza y el terror, sino también por las ideas. Ofrecía a los alemanes un digno lugar al sol que ellos creían pertenecerle, con la constante advertencia de que lo conseguirían solamente después de destruir a los judíos y sus siniestros complot de dominar el mundo por el comunismo”.

La crisis económica provoca una radicalización del cuadro político. El apoyo de la alta burguesía, preocupada por el crecimiento electoral de la izquierda y las significativas votaciones del nacionalsocialismo, conducen a la designación de Hitler como canciller en 1933. Con la muerte del presidente Hindenburg al año siguiente, Hitler pasa a acumular dos cargos. Es el inicio del régimen nazi. Ha llegado la hora de la revancha.

En la década del 30, la Alemania nazi, la Italia fascista y el Japón imperial forman el grupo de “los países insatisfechos”. Los tres estados han sido duramente afectados por la ola de proteccionismo económico que siguió a la crisis de 1929, por la reducción de sus posesiones coloniales y por la terrible situación de miseria de sus ciudadanos. El caso de Alemania es el más grave: por el Tratado de Versalles ha perdido todos sus dominios de ultramar.

Por otra parte, y como agresivo contraste, están “los países satisfechos”, como Inglaterra y Francia, que mantienen sus colonias en varios puntos del planeta. Sin alternativas para continuar con la expansión capitalista, Alemania, Italia y Japón presionan por una nueva división de los mercados mundiales, lo que lleva al estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939.

La iniciativa es de Japón, que en 1931 invade Manchuria. La Liga de las Naciones comienza a mostrar señales de debilidad y de nada sirven sus tibias protestas. En 1933, Japón se retira de la Liga y continúa su expansión imperialista en China.

En 1935 le toca el turno a Italia, que invade Etiopía, uno de los pocos países independientes de África. Se le imponen sanciones económicas pero no se toman medidas efectivas para impedir la invasión, como lo hubieran sido un embargo petrolero y el bloqueo del Canal de Suez. La impotencia de la Liga de las Naciones –como muchos años después lo hará su sucesora, la ONU– pone en evidencia la inoperancia del principio de la seguridad colectiva.

Al mismo tiempo, Alemania comienza a ignorar el sofocante Tratado de Versalles e inicia una acelerada carrera armamentista. Uno de sus primeros pasos es remilitarizar Renania, zona limítrofe con Francia. El ejército francés, en ese momento superior al alemán, no hace nada frente a la potencial amenaza a su seguridad nacional. En 1936, el acercamiento entre Alemania e Italia formaliza el Eje Berlín-Roma. Los dos países, junto con Japón, crean también el Pacto Antikomintern, orientado contra la Unión Soviética.

La carne en la parrilla
A partir de 1938, las relaciones internacionales se vuelven extremadamente tensas. Después de anexar Austria, proceso conocido como Anschluss, Alemania exige los Sudetes, una zona de Checoslovaquia habitada por pueblos de origen germánico. La chispa amenaza con incendiar la región.

El problema se resuelve en la Conferencia de Munich, a la cual no es invitada Checoslovaquia. Inglaterra, Francia e Italia reconocen el derecho alemán sobre los Sudetes y sacrifican parte de la soberanía checoslovaca. Posteriormente, tropas alemanas ocupan casi enteramente el país, sin que Francia y Gran Bretaña muevan un dedo. Esas concesiones a Alemania son conocidas como “política de apaciguamiento”, cuyo mayor exponente es el primer ministro inglés Neville Chamberlain. De ese modo se piensa evitar una nueva guerra. Sucede exactamente al revés.

La Conferencia de Munich refuerza la sospecha soviética de que las potencias occidentales “empujaban” a Alemania en su dirección. Eso explica el polémico pacto de no agresión germano-soviético, firmado el 22 de agosto de 1939, que deja perplejo al mundo. Sobre todo porque el nacionalsocialismo es notoriamente anticomunista, y Hitler ha dejado muy claro en Mi lucha que algunas ricas regiones de la URSS forman parte de su ambicionado “espacio vital”. Sin embargo, ambos países –gobernados por sistemas políticos antagónicos– tienen sus motivos. Alemania cree que así tranquilizará a su futuro adversario; la URSS considera que de ese modo gana un poco de tiempo antes de un conflicto que es casi inevitable.

Además, el tratado contiene cláusulas secretas que permiten a la Unión Soviética extender sus dominios por Polonia y los países bálticos (Letonia, Lituania y Estonia). Estos territorios, desde la perspectiva de Stalin, eran una barrera defensiva contra un posible avance nazi. Como Chamberlain y otros líderes occidentales, Stalin también se equivoca en sus pronósticos. Todas las supuestas ventajas del pacto Molotov-Ribentropp demuestran ser de poca utilidad cuando los alemanes invaden la URSS, pues rápidamente logran llegar a las puertas de Moscú.

Alemania, a su vez, también se beneficia con el pacto, pues se libera –por el momento– de tener que abrir dos frentes de guerra (Europa oriental y occidental), circunstancia que ya la había perjudicado en la Primera Guerra Mundial. Cuando la neutralidad soviética queda garantizada, el primero de septiembre de 1939 el ejército alemán invade Polonia. Es la primera de una serie de fulminantes victorias militares, en las que se aplica un nuevo estilo de combate conocido como blitzkrieg (guerra relámpago): acción rápida de fuerzas blindadas en combinación con ataques aéreos. La blitzkrieg no es una creación nazi: está inspirada en las ideas del teórico militar británico Liddell Hart.

Esta vez, Francia y Gran Bretaña no dudan y le declaran la guerra a Alemania. Pero ya es tarde: con la blitzkrieg, en menos de un año el Tercer Reich invade –además de Polonia– Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda y la propia Francia.

Comienza la gran carnicería internacional. Ahora los muertos serán más de 60 millones, la mayoría civiles.

Roberto Bardini
Bambú Press

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