ELFLAGELODELADROGA

Casi no conozco, dentro de toda esa gente, alguien que tenga un problema de adicción. Está claro que eso no quiere decir nada más que hay mucha gente en las clases medias urbanas argentinas que fuma un porro y no se vuelve adicta. Es probable que ocurra en otros grupos sociales, no los conozco y quiero hablar sólo de lo que veo porque quiero poder dar fe de todo lo que digo. Esa gente que conozco cuando tiene ganas fuma otro y cuando no puede, no fuma y listo. No los hace mejores ni peores, no los cambia, no salen a robar ancianas ni pasean desnudos por las calles. Ni siquiera hacen ring raje. Sólo que estamos en nuestras casas, a veces fumamos un porro y después nos vamos a dormir. Quizás no a todos les pase lo mismo. Quizás haya gente que no pueda resistirse y una vez que encendió el primero sigue con otra cosa. No sé. Lo que sé es que casi no conozco a ningún adulto de menos de 55 años en las clases medias urbanas argentinas que no haya visto/tocado/ fumado un porro alguna vez o que no fume regularmente, o que no esté en contacto con gente que haya visto/tocado/ fumado un porro alguna vez o que no fume regularmente. Casi no conozco, dentro de toda esa gente, alguien que tenga un problema de adicción.

Eso es lo que conozco

No conozco nadie que hiciera esa seguidilla marihuana, cocaína, heroína, asesino serial que tanto les gusta contar a los noticieros de América TV (eso debe ser droga dura, hacerse adicto al racismo berreta y la denuncia prejuiciosa y menor de los noticieros de América, necesitar como del aire ver cómo se le va la vida a Facundo Pastor corriendo detrás de un peruano borracho o de un vendedor ambulante de CD truchos, inyectarse la verba inflamada de Rolando Graña denostando a dos adolescentes perdidos en la previa). Me llama la atención que siendo como somos mayoría en los medios de comunicación, nosotros, los biempensantes de clase media de las ciudades argentinas, siempre hablásemos del tema “marihuana” como si nos fuera ajeno. Como si no fuera cierto que fumamos porros o conocemos gente que fuma porros, que tiene plantas, que sabe qué hacer cuando quiere fumar, que ni se mosquea ni nada cuando en una fiesta alguien pasa un faso y unos dicen sí y otros dicen no y eso no marca ninguna diferencia.

Todos nosotros somos así. Pero cuando estamos en función periodística esta verdad que vivimos todos los días no aparece, queda tapada bajo el concepto “elflagelodeladroga”. Es como si unos entes llegados de Marte largasen humo por las orejas y nosotros nunca hubiéramos tenido un encuentro del tercer tipo.

Bueno, es mentira.

Es hipocresía.

Los periodistas fumamos porros o conocemos gente que fuma porros. Está bien, quizás Pablo Duggan no, ¿pero quién quiere ser Pablo Duggan?

Elflagelodeladroga fue el corset. No escribimos “droga” sin anteponer “fla- gelo”. Es un concepto monogámico. Droga = Flagelo. Y nada más. Y no explicamos de qué hablamos cuando hablamos de flagelo, de qué hablamos cuando hablamos de droga. Así elflagelodeladroga permitió narcotraficantes florecientes, madres con dolor, hijos perdidos, porreros presos, coima institucionalizada, ignorancia que como toda ignorancia es prejuiciosa, crecimiento exponencial del peor consumo, consumo de desechos, desconocimiento científico, y plata, plata, plata, mucha plata. No hablar fue la solución que una sociedad, que no quiere ocuparse de sus problemas, encontró. Castigar al usuario y al adicto –que, al menos para mí y por la experiencia cotidiana, no son lo mismo– resultó un gran negocio para los narcotraficantes y los poderes asociados. Las instituciones, las fuerzas vivas detectaron un problema y se largaron a hacer lo que mejor saben hacer cuando hay un problema: un negocio. Las fuerzas vivas son vivas.

Cada vez me entero de más adultos de clase media urbana instruidos que cultivan sus propias plantas de marihuana para no depender de vendedores ni entrar en negocios repugnantes. Simplemente, tienen una planta, la cuidan y, sin ningún agregado químico, se la fuman. Pueden vivir sin marihuana. Se la fuman cuando tienen y cuando no, no. Las cosechas son para consumo mínimo. A ninguno de ellos jamás se les ocurriría vender su producto porque no podrían cultivar lo suficiente y, fundamentalmente, no es ésa la relación que tienen con su plantita chiquitita: “Mi I love you”, como cantan alegres los Karamelo Santo.

Han realizado demasiado bien su trabajo los poderes terrenales –la religión, la ciencia, el Estado– para que los principales placeres nos den las mayores vergüenzas. Como bien cantaba el gran Roberto Carlos, las cosas que nos gustan son ilegales, inmorales o engordan. Siempre me llamó la atención el empeño que pusieron en hacernos avergonzar de aquello que nos da placer. A los chicos no les dejamos ver escenas sexuales porque no están preparados para recibir esa información. Se puede estar de acuerdo. A los chicos les dejamos ver cientos, miles de escenas violentas porque parece que para eso sí están preparados. Chicos: sangre sí, sexo no, les decimos y todos tan contentos.

Seguramente fumar un porro no es lo más sano que podemos hacer. Pero, ¿por qué estaríamos obligados todo el tiempo a hacer con nosotros lo más sano que se pueda hacer? ¿Cuánto de sano es esa porción chorreante de muzarela? ¿Y la costumbre de no dormir la siesta? ¿Y las cuatro cucharadas de azúcar en el café? ¿Y el café? De acuerdo, tenemos una costumbre que no es de las más sanas ¿Y? ¿Quién tiene derecho a meterse con eso? ¿Hay algo más sano espiritualmente que hacer del cuerpo y la vida propia el mapa de experiencias deseadas, mientras no se ofenda ni moleste a terceros?

¿Por qué el Estado se ocupa de lo que yo hago con mi salud y no se ocupa de las condiciones generales de salud que debe ofrecer a los ciudadanos?

En todo caso, ¿es sano que el Estado –y las empresas– ofrezca trabajo en negro y sueldos de miseria? ¿Y cuánto tiene de sana la cloaca al aire libre del Riachuelo? ¿Y qué celo pone el Estado en esos hospitales que son cartón pintado para el día de la inauguración? ¿Y los desmontes, la sojización tan denostada pero tan poco combatida, los agroquímicos que nadie controla y están envenenando tierra, aire y agua? ¿Y el país cada vez más desierto? ¿Y las mineras al aire libre? ¿Y el veto a la Ley de Glaciares? En esos temas, ¿no importa mi salud? ¿Y las chicas que mueren desangradas por los abortos clandestinos? La lista de descuido del Estado a través del tiempo sobre la salud de sus ciudadanos es enorme. Sin embargo, que ni podamos hablar sobre las sustancias arbitrariamente ilegalizadas es un eje estatal que lleva más de cien años. ¿Cómo todavía intentan que crea que se ocupan de mi salud?

Nosotros, los biempensantes clase media de las ciudades argentinas, estamos contentos con el fallo de la Corte. Se regula para el lado que nos interesa, para el lado de las libertades públicas, para el lado de la intimidad y de que no venga el Estado a meterse en mi cómoda sobremesa.

Pero nuestra confortable burbuja urbana se derrite cuando enfrenta el callejón de la desesperación sin salida del paco; a la adicción que cambia neuronas por agujeros de gruyère; al dolor sin límites del que se desmorona porque arriba no ve nada. ¿Nos matan las adicciones, no las drogas? ¿Qué es más enfermante: el consumo de porros o diez horas diarias de fútbol por tevé o veinte años de ShowMatch?

El silencio obligatorio nunca fue salud. El fallo de la Corte propone soluciones para los consumidores no adictos y empuja a los otros dos poderes del Estado a hacer algo con los que más sufren. Se comienza, por fin, a despegar el pegote elflagelodeladroga. Hablemos. Es la única manera de que las palabras tengan valor.

O. Bazán
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